Paraisópolis, Ciudad del Paraíso. Es la favela más grande de Saõ Paulo, una enorme aglomeración de cuerpos y miseria en el corazón del distrito de Morumbí, a un paso del edificio del gobierno. La Ciudad del Paraíso coexiste con la opulencia de quienes hacen de la riqueza su razón de ser: ser derrotados frente a los que producen esa riqueza. Una ciudad dentro de una ciudad, donde la presencia de algunos servicios sociales -escuelas, bancos, programas de vivienda social- no cambia el abandono atávico del Estado, de hecho, los propios servicios sociales, siempre insuficientes o mal distribuidos, se convierten en parte integrante de la represión estructural, el abandono sistemático, la masacre de una población desfavorecida, a menudo víctima del narcotráfico, que allí mismo se encuentra con trabajadores criminales fácilmente reemplazables en caso de arresto o muerte. La misma población, reducida a contentarse con sobrevivir, cuya mano de obra cada vez más barata se encuentra en decenas, dispersa en ese mismo barrio rico, para realizar los trabajos más humildes. Oficialmente hay cincuenta mil personas viviendo allí. Algunos dicen que son al menos el doble. El que firma abajo es testigo de la negativa, por parte de los agentes del censo, a entrar en una favela considerada «peligrosa» y a registrar aleatoriamente las estadísticas que, posteriormente, deberían haber guiado las políticas públicas en ese ámbito: quedando fuera del censo los cientos de familias que allí vivían no podían acceder a ningún tipo de servicio, agua, electricidad, alcantarillado, gas, una residencia permanente y su número. Se les negó su existencia. Paraisópolis, en cambio, es una favela gigantesca, imposible de pasar desapercibida, especialmente por la administración pública que existe, como en todas las favelas de esta magnitud y de esta importancia estratégica, existe la administración pública.

El sábado por la noche, una fiesta callejera. Miles de jóvenes se encuentran al son de Funky, una música hipnótica repetitiva capaz de romper los tímpanos de cualquiera. Son fiestas programadas a través de facebook de un día para otro que consiguen llamar a multitudes de jóvenes de toda la ciudad. Ocupan la calle, abren el capó de sus coches y desde enormes altavoces liberan el bum bum, bum bum, durante horas y horas. Una de las promesas del gobernador fue acabar con ella de una vez por todas: «Soy una praga». La palabra «praga» significa epidemia, enfermedad contagiosa: las plagas de Egipto, son una «praga», la invasión de insectos nocivos es una «praga». Y es bien sabido cuál es el tratamiento. Estas fiestas, consideradas como territorio libre para el consumo de alcohol, el tráfico de drogas, los actos obscenos en un lugar público, son en realidad la única posibilidad de congregación de las masas juveniles a las que la ciudad no logra (o no quiere) ofrecer alternativas. Pero el gobernador debe cumplir su promesa, un «praga» debe ser exterminado. Anoche llegó la policía, cerró todas las rutas de escape posibles y comenzó la masacre. Nueve chicos muertos. Nueve chicos muertos y decenas de heridos. El comandante de la operación se justifica diciendo que estaban persiguiendo a dos fugitivos cuando ellos, después de disparar a la policía, se refugiaron en el escándalo del muchacho causando pánico general. La versión oficial habla de nueve muertos golpeados entre la multitud. Los testimonios de los supervivientes y las imágenes grabadas por los teléfonos móviles cuentan toda una historia diferente, persecuciones casa por casa, palizas, ejecuciones: una verdadera emboscada.

El fascismo no cae desde arriba, no comienza de repente y ya no tiene la apariencia del pasado. El fascismo se construye día a día. Palabra por palabra, desde el salvinismo «primero los italianos» hasta el becado «el único bandido bueno es el muerto», el fascismo navega en la maleza de la democracia, se alimenta de su incomodidad y encuentra una voz en el descontento cotidiano. La necrópolis de Estado, oficializada por el hábito, por la «muerte habitual» (¿cuántas personas mueren cada mes en el mar italiano? ¿cuántas personas mueren cada día abandonadas en el infierno de nuestras favelas? administra el terror y la muerte proporcionándonos el miedo objetivo como motivo de nuestro miedo subjetivo. Nuestra democracia moribunda se ha convertido en la expresión ideológica de un poder nefasto que cada día transforma a sus ciudadanos en cadáveres.

La Ciudad del Paraíso llora hoy a sus muertos. Mañana ya estarán olvidados.


Traducido del italiano por Estefany Zaldumbide