Uno de los mitos mediáticos que la derecha convirtió más exitosamente en frase hecha, es que los líderes latinoamericanos de los diversos movimientos populares surgidos en la década pasada quieren “perpetuarse en el poder”. Recuerdo un día hace más de diez años, cuando mirando distraídamente la pantalla, mientras instalaba alguna aplicación, me apareció un jueguito de apariencia infantil, cuyo título era “Los que quieren perpetuarse en el poder”, y en una secuencia sinfín iban apareciendo Chávez, Lula, Néstor, Cristina, Evo, Ortega, Lugo, Correa. Era una especie de publicidad sin anunciante visible, que lo que publicitaba era lo que se convertiría en latiguillo, en acusación y en una de las justificaciones de los golpes blandos que siguieron. Ya estaba planteado por Estados Unidos cuál era el “eje del mal” en América Latina: el que ganaba las elecciones. Si todos los beneficiarios de esos gobiernos se hubieran sentido tales, el ciclo era definitorio: por primera vez en siglos, las grandes mayorías serían las que retendrían el poder, y no las elites, como hasta entonces.
El mito mediático, que completaba su sentido con otros atributos negativos (narcisismo, ambición desmedida, robo de lo público para beneficio personal, etc.), plantaba una semilla transgénica en la mente de millones de usuarios no politizados que tomaban a la web como un soporte neutral, y en los que les creían todavía a los grandes medios de comunicación. Las grandes mayorías debían ser desarticuladas. Y lo hicieron fomentando el odio de clase, el odio racial, los bajos instintos de sectores que pertenecen al mundo del trabajo y no al del capital.
Todo ha ocurrido vertiginosamente en estos últimos treinta días. En la Argentina estamos en el final de una etapa que nos devolvió sombríamente al neoliberalismo y a su verdadera biblia, que no es la que levantó la presidenta de facto de Bolivia, sino la creencia fanática en el ajuste social para elevar el margen de la renta financiera y la reprimarización de la economía. Fue a lo largo de años y en boca de miles de comunicadores y dirigentes que hablaron desde centenares de medios, que la caracterización de los gobiernos populares se cristalizó. Esos mitos –el populismo regala a los pobres cosas a las que no tienen derecho, porque son pagadas con los impuestos de todos; simula beneficios para las grandes mayorías pero ésa es la pantalla para que “los políticos se roben todo” –, son los mismos en todos nuestros países. Es una pantomima un poco pueril, ya que Chile estalló porque su pueblo no aguanta más, en la Argentina el neoliberalismo perdió por diez puntos las elecciones y en Bolivia derrocan a Evo Morales con una excusa ridícula (irregularidades en 78 actas sobre más de 33.000) y entonces, en el país con mejores resultados económicos y sociales de la región, donde por primera vez la población indígena estaba representada en el poder, pegan un golpe duro, sangriento, ya sin pretensiones de república, se decreta que las fuerzas de seguridad pueden matar sin tener que dar explicaciones, atrás de la presidenta de facto hay un hombre al que le gusta que lo llamen “el macho Camacho”, los pobladores aymaras son repelidos con balas y asco por militares de piel oscura, y una ministra de Comunicación echa a la prensa extranjera y amenaza con acusar al periodismo de “sedición” si menciona la palabra “golpe”.
Esos mitos antipopulares y antipolíticos germinaron con su veneno adentro y nos depararon en la Argentina estos últimos cuatro años de derecha saqueadora, persecutoria, delictiva, pero ahora parecemos mirar un terrible partido de tenis, girando alternativamente la cabeza, la mente y el corazón hacia Chile y Bolivia. Ambos escenarios son inéditos. Hace más de cuarenta años que el pueblo chileno dormía el sueño neoliberal de la normalidad, y su despertar combina extrañamente dolor y alegría. Es difícil de asimilar esa combinación, cuando estos días de policía militar enloquecida están dejando, de noche, a una generación sin ojos, mientras se están cometiendo delitos sexuales en las comisarías, están arrinconando a los manifestantes para que caigan al río, están matándolos. Y de día, la nueva Plaza de la Dignidad exhibe la contracara del horror de unas horas antes: la explosión de la creatividad y la confraternidad que da la lucha callejera. Muchos vimos el video de Frank, ese joven estudiante de Historia de Maipú, que tomó por asalto una cámara de televisión para hacer probablemente uno de los alegatos y análisis más lúcidos y autorizados que se hayan escuchado sobres las mentiras del neoliberalismo. Frank reprochaba el discurso de la meritocracia porque en Chile “ya están aburridos” de escuchar que el que no tiene éxito es un flojo. Frank tiene una beca y por eso estudia, pero pertenece a esos sectores que “se rompen la cresta” de sol a sol trabajando para después usar su salario apenas en comer mal y enfermarse, porque no hay salud pública, mientras los chicos ricos aprenden tres idiomas y cursan en aulas donde hay veinte, no cuarenta, y tienen su capital cultural ya embolsado por haber nacido en el seno de familias de elite.
“Me aburrí”, decía Frank, y me llamó la atención que reemplazara el me harté o me cansé. En los ´90, la derecha logró generar “jóvenes aburridos” que caían en la abulia política, porque “todos eran lo mismo”. Eso marca una enorme diferencia con lo que pasa hoy, cuando el “aburrimiento” no aísla sino junta, no aplaca sino enardece. También estos jóvenes chilenos están decepcionados de la dirigencia política, pero han descubierto que no están obligados a seguir mansos mientras otros hagan o no hagan las cosas por ellos. Han tomado el destino en sus manos, y si doscientos ojos después, decenas de muertos después, decenas de violaciones y abusos después, siguen y más inflamados todavía, es porque no se trata de espuma y no los convencerán con promesas. Hay una épica de la “primera fila”, que parece una avanzada vikinga protegida con escudos rudimentarios, atrás de la cual avanzan también uno o dos músicos, haciendo salir de su saxo o su violín la cadencia de El derecho de vivir el paz. Y uno ve eso y se queda estupefacto, porque ahí hay un pueblo que estuvo callado pero que entendió visceralmente que lo estaban jodiendo.
Frank pedía un cambio de rumbo, como piden todos los chilenos que hace un mes están en las calles. Colombia sigue esa ruta. Bolivia, mientras tanto, se desangra. No ha sido un golpe cívico militar tradicional el que sacó a Evo Morales del poder. Tuvo componentes inéditos. Los más importantes son la complicidad activa de la OEA, y el odio racial apoyado en la nueva religiosidad impulsada por las agencias de la CIA, que parece que ya abandonan las formas que nunca tuvieron contenido, y renuncian a simular que les importa la democracia. Pronto hablarán elogiosamente de una raza superior.
Todo fue farsa. La democracia nunca les importó más allá de su fachada. Quieren asegurarse que América Latina les pertenece, y han declarado a los pueblos indígenas como los nuevos blancos a eliminar. Vienen por los recursos y esos pueblos siempre han sido los mejores y más persistentes guardianes del equilibrio. El capitalismo financiero y corporativo es enemigo del equilibrio, porque necesita la gran escala en todo. En Bolivia y en Chile estamos viendo la gran escala de la crueldad.
Los gobiernos populares nunca quisieron “perpetuarse en el poder” a través del fraude. Hubo muchas elecciones, de medio término y generales en las que las derrotas fueron asumidas inmediatamente. Pero esos gobiernos, que cada uno a su modo, a su ritmo, con sus errores, con sus contradicciones, repararon más que ninguno de los anteriores las enormes deudas sociales latinoamericanas, trajeron un nuevo paradigma de distribución que la derecha no acepta. Y la repele y reacciona con ira, fanatismo y delitos de lesa humanidad porque es ella la que se ha perpetuado en el poder desde hace dos siglos, ella sí mediante fraudes muchas veces, y otras veces como mandantes de las fuerzas armadas. Es la derecha, el neoliberalismo, el racismo, el supremacismo, la política de los privilegios y la traición a la patria lo que se perpetuó realmente en el poder de nuestra región.
Los que echaron a Evo con el pretexto de que quería “perpetuarse en el poder” son, en Bolivia, los que han tenido el poder a lo largo de toda su historia. Nunca tuvieron reparos en mentir, en falsificar, en robarse lo público, en hostigar a opositores, en cometer crímenes aberrantes. De un partido o de otro, se han pasado la posta liberal y eurocéntrica primero, y neoliberal después, desde mediados del siglo pasado, y no soportan que por algo llamado democracia deban replegarse. Siempre han acusado en espejo. Pero sobre todo en esto: las proscripciones, la del peronismo o ahora la que pretenden del MAS en Bolivia, les resultaron exitosas. Vuelven a ellas. Lo que encuentran sin embargo, ya no son pueblos a los que pueden venderles sus folletos. Encuentran pueblos “aburridos” de tanta oscuridad y maleficio. Y esta vez ese aburrimiento de escuchar siempre lo mismo, de sufrir siempre lo mismo, no viene manso sino furioso. Lo seguirán intentando, pero no solamente Chile despertó. Ya viene Colombia. América Latina es para los latinoamericanos.