La rabia y el resentimiento, junto a la nula integración social, explican, en gran medida, los actos de violencia, en medio de las pacíficas movilizaciones ciudadanas. Por ello es preciso desalambrar. Terminar con la muralla que divide a nuestra sociedad. Los hijos de ricos, de capas medias y pobres tienen que convivir en las mismas escuelas. Las clínicas y hospitales deben atender por igual a la mujer modesta y a la rica. Las pensiones y salarios deben ser capaces de sostener la vida de todas las familias chilenas.
La noche del viernes 18 de octubre se iniciaron las protestas en Santiago. El sábado 19 de octubre, el presidente Piñera optó por amedrentar a la población: decretó estado de emergencia en el Gran Santiago y otras ciudades del país. No le bastó con Carabineros para controlar el orden público y desplegó a los militares. Pasaron apenas dos días y el 21 de octubre Piñera sostuvo irresponsablemente “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable”.
Como siempre, Piñera se equivocaba. Las masivas movilizaciones de octubre no habían sido capturadas por “enemigos poderosos”, ni tampoco por alienígenas (como dijo la esposa de Piñera). Los que protestan son personas sencillas, que sufren todos los días con un sistema económico y un régimen político que abusa de los pobres y capas medias y que enriquece a una minoría privilegiada.
En el año 2011 las movilizaciones se dirigieron contra el lucro en la educación. Ahora, la rebeldía que recorre el país es mucho más amplia en su composición social y reivindicaciones. Cuestiona las pensiones miserables de las AFP, rechaza un sistema de salud vergonzante para pobres y exige salarios y trabajo decentes; y, persevera en una educación gratuita y de calidad para todos. Es que las cuentas ingreso-gasto de las familias modestas no cuadran, porque los economistas, protectores del sistema, han preferido cuadrar las cuentas de la macroeconomía, garantizando siempre las buenas ganancias del capital. Esta es la violencia del sistema contra la familia chilena.
No son sólo las desigualdades las que enojan a la ciudadanía. Son también los abusos de las tarjetas de crédito usureras, la colusión de empresas que elevan precios a consumidores modestos, y los inaceptables incrementos de las tarifas del TAG y servicios públicos. Esta es la violencia de las grandes empresas contra la familia chilena y de un sistema que lo permite.
Así las cosas, la clase política es rechazada. Se cuestiona, sin distinción, al actual gobierno de Piñera y también al anterior, pero no se salvan los gobiernos de “centro izquierda”, la Concertación y Nueva Mayoría. Las consignas de las movilizaciones atacan directamente el modelo de injusticias y exclusiones que instaló Pinochet, y a su lamentable continuidad en los gobiernos democráticos, desde 1990 a la fecha. Por eso en las protestas de octubre sólo flamean banderas chilenas y del pueblo mapuche, porque los partidos políticos ya no tienen credibilidad.
La conciencia ha crecido suficientemente para comprender que es el modelo económico y el Estado subsidiario, consagrados en la Constitución de 1980, los que han cerrado las puertas a una distribución equitativa, del poder y la riqueza. Y, también se ha comprendido que los políticos, que hasta ahora han gobernado el país, han fracasado, no han tenido voluntad para cambiar el orden de cosas. Por ello, la ciudadanía exige mayoritariamente hoy día una Nueva Constitución, que garantice participación ciudadana, asegure derechos sociales a todos los chilenos y permita al Estado impulsar un desarrollo económico con equilibrios sociales, territoriales y medioambientales.
Las palabras y decisiones de Piñera, en vez de frenar las protestas, las multiplicaron. El propio jefe militar de la Zona de Emergencia de la ciudad de Santiago, General Javier Iturriaga, se vio obligado a declarar que él no estaba en guerra contra nadie. Posteriormente, la presión política y ciudadana obligó al presidente a terminar con el estado de emergencia. Pero las protestas continuaron. Y, volvió a equivocarse, al convocar recientemente, al Consejo de Seguridad Nacional. Las amenazas y medidas de fuerza no detendrán las movilizaciones.
En las movilizaciones ha predominado un comportamiento pacífico. A pesar de ello, la violencia represiva del Estado se ha desenfrenado. Y sus resultados son más de 20 muertos, cientos de personas que han perdido la vista por bombas lacrimógenas y perdigones de los fusiles de Carabineros, junto a miles de heridos y detenidos.
Durante el actual gobierno la violencia uniformada contra el pueblo mapuche ha sido fuerte en la Araucanía. Pero ahora la represión se ha extendido a vastas multitudes, con niveles extremos de agresividad, comparables a la época de la dictadura. Las fuerzas represivas han actuado con inoperancia y con maldad. Disparan a la cabeza, violan mujeres, agreden a homosexuales, insultan ancianos. Esto es resultado de la inmensa inutilidad de la clase política, la que ha sido incapaz de educar a Carabineros y Fuerzas Armadas en el respeto al pueblo y en la defensa de los derechos humanos.
Por otra parte, es cierto que se ha presentado un accionar furioso de algunos rebeldes, los que apuntan principalmente contra los símbolos del progreso y modernidad, característicos del modelo económico chileno. Jóvenes violentos han saqueado e incendiado supermercados, malls, bancos, AFP, ISAPRES, universidades privadas y, por cierto, las estaciones del metro y vehículos del Transantiago.
Chile no es entonces el oasis de América latina. La acumulación de desigualdades y abusos instaló una violencia encubierta contra el régimen, muy especialmente en unos jóvenes que patean piedras, en otros que estudiaron en escuelas públicas inservibles y en aquellos que ingresaron a la universidad, pero que quedaron endeudados de por vida con el CAE. Los saqueos e incendios los realizan estos jóvenes, pero son el fruto de la sociedad que hemos construido. De una sociedad que abusó hasta el cansancio con sus padres y abuelos.
La rabia y el resentimiento, junto a la nula integración social, explican, en gran medida, los actos de violencia, en medio de las pacíficas movilizaciones ciudadanas. Por ello es preciso desalambrar. Terminar con la muralla que divide a nuestra sociedad. Los hijos de ricos, de capas medias y pobres tienen que convivir en las mismas escuelas. Las clínicas y hospitales deben atender por igual a la mujer modesta y a la rica. Las pensiones y salarios deben ser capaces de sostener la vida de todas las familias chilenas.
Para que termine la violencia se requiere un sistema económico y político que no agreda a los pobres y a las capas medias, con empresarios que no abusen de sus trabajadores y de los consumidores. Para ello se necesita una Nueva Constitución y un Estado que favorezcan la integración social, donde se valoren las relaciones entre los seres humanos en vez de las relaciones de las personas con las cosas. Hay que terminar con la violencia del sistema para recuperar el derecho a vivir en paz.