Según la organización colombiana ¡PACIFISTA!, experta en derechos humanos, 13.194 excombatientes de las FARC dejaron las armas y suscribieron su futuro a los Acuerdos de Paz firmados en el Teatro Colón de Bogotá. El 24 de noviembre se cumplirán tres años de una fecha marcada en el calendario como histórica para muchos, como trampa para otros.
¡PACIFISTA! también da cifras sobre los disidentes, sobre los que no aceptaron suscribirse a los Acuerdos y continuaron en la selva como un grupo armado independiente. Lo de disidentes no le gusta a nadie, ni a ellos, que siguen considerándose las FARC propiamente dichas, ni al nuevo partido político surgido de la firma y que comparte el mismo acrónimo, pero con diferencias sustanciales: el partido FARC significa Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común.
El juego en el baile de la semántica deja atrás vocablos imprescindibles de las décadas de la guerrilla: Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia.
¡PACIFISTA! estima que hay entre 1.500 y 2.000 disidentes de la guerrilla más antigua de América Latina repartidos por todo el territorio. El Observatorio Colombiano de Crimen Organizado aumenta la cifra a 2.500.
Los que decidieron seguir libre con un proyecto descabezado sin sus líderes históricos se convirtieron en grupúsculos armados operando en las zonas que habían sido ocupadas históricamente, pero sin la fortaleza de una meta ideológica, sobreviviendo a la inercia de la rutina en una selva cada vez más hostil y disputada.
El vídeo que lo cambió todo… otra vez
Pero puede que todo haya cambiado para ellos sustancialmente el pasado 29 de agosto, cuando el que fuese el líder negociador de las FARC en La Habana y número dos de la organización, Iván Márquez (rival histórico del actual presidente del Partido FARC, Rodrigo Londoño, alias Timoleón Jiménez o Timochenko), reapareciese en un vídeo anunciando la creación de una «nueva guerrilla», «una nueva etapa de lucha» armada contra «la traición del Estado a los Acuerdos de Paz«.
El vídeo causó conmoción no solo en Colombia sino en todo el planeta por la importancia de esta decisión respecto al devenir de un país que en la práctica continúa en guerra. En el vídeo, aparecía no solo Iván Márquez, que lleva más de un año en paradero desconocido, sino otros líderes históricos de la guerrilla que decidieron abandonar el proceso con el Gobierno por considerar que no se estaban cumpliendo los acuerdos en los términos pactados.
Junto a Márquez, al que se le llegó a designar un curul en el Senado que nunca ocupó, aparecían impertérritos, Jesús Santrich, otro de los líderes históricos, delegado en las negociaciones de La Habana y huido de la justicia colombiana desde mediados del pasado mes de junio; y completando el cuadro, Hernán Darío Velásquez, alias El Paisa, junto a casi una veintena de guerrilleros fusil en mano.
Márquez denunció que durante dos años «más de 500 líderes del movimiento social han sido asesinados y ya suman 150 los exguerrilleros muertos en medio de la indiferencia del Estado». De acuerdo con Naciones Unidas, al menos 137 excombatientes han sido asesinados desde que comenzó el proceso. Sobre el atentado de activistas de derechos humanos, el baile de cifras oscila entre los 289, según fuentes gubernamentales, hasta los 777 que contabiliza el grupo de expertos de Indepaz en su último informe.
Menos de 24 horas antes de que Iván Márquez lanzase al mundo la noticia de la vuelta a las armas de las FARC y el nacimiento de una segunda Marquetalia (haciendo referencia al lugar histórico donde nació la guerrilla en 1964), yo estaba cruzando la puerta de la sede del Partido FARC en Medellín. El edificio se encuentra en una zona céntrica de la ciudad y tiene una fachada roja sin ningún tipo de indicativo sobre quiénes son sus inquilinos. Hice unas fotos con el celular y en seguida alguien me llamó la atención.
Medellín no es una ciudad simpatizante con la tradición fariana, desde luego. Tampoco se caracteriza por ser una ciudad políticamente afín a una ideología de izquierdas. En ella nació el expresidente Álvaro Uribe y siempre ha sido su bastión. El día del plebiscito histórico, cuando los colombianos acudieron a las urnas para decidir si querían o no suscribir los Acuerdos de Paz con la gua peerrilla impulsados por el entonces presidente Juan Manuel Santos, Medellín votó NO con un 63%.
La casa de la fachada roja estaba dedicada en su interior a las oficinas de un partido en construcción que en las elecciones legislativas de 2018 apenas obtuvo un 0,39% de los votos a nivel nacional, quedando como el decimocuarto partido en la lista de los más votados. Sin embargo, cuenta con diez asientos en el Congreso, fruto de uno de los puntos del Acuerdo.
Historias de la reinserción: de la idea de «éxito» a la realidad
Algo en el salón principal de la oficina, amplio, luminoso, recuerda a la esencia de los primeros años de la guerrilla, cuando las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia nacieron, como después me diría Patricia, una exguerrillera a la que entrevisté esa mañana, «para que hubiese una igualdad entre los colombianos, para que donde no llegaba el Estado, a las profundidades de la selva, hubiese una posibilidad de cambio, de mejorar la vida de la gente humilde».
Patricia
Patricia tiene 38 años y ahora milita en el partido; coordina la cooperativa de género y pasó 23 años vestida de camuflaje. Era una adolescente cuando se escapó de su casa para seguir a los guerrilleros, como casi todos.
Quizá sea el mural colorido que adorna la pared principal del salón lo que me provoca esta sensación de sus primeros tiempos. En la pintura aparecen un tanto caricaturizados los líderes históricos de la guerrilla, mucho verde madre tierra y en el centro un cartel con el logotipo del partido, su nombre y la zona geográfica donde estamos: Antioquia.
Patricia lleva el pelo rojo, una camiseta negra y un jean azul. No para de sonreír y es activa por genética. Se «enamoró», como dice ella, de la lucha de unos guerrilleros que la presentó una amiga a los 14 años, y se fue de su casa dejando atrás a su familia que la dio por muerta durante casi una década. Ella y el resto de compañeros de su nueva oficina en el centro de Medellín no han perdido el aura romántica de su propia historia edulcorada, que les llevó a meterse indefinidamente en una vida nómada, incómoda y en peligro de muerte permanente.
«En esos momentos, la lucha que se llevaba a cabo era justa», dice Patricia, «porque estábamos luchando por una vida digna, por el pueblo, por los campesinos, por aquellas personas que no tenían voz, que estaban discriminadas. Y ahí estábamos nosotros, el Ejército del Pueblo».
Patricia, como el resto de compañeras y compañeros de la casa-oficina y con los que tuve oportunidad de charlar durante horas, no está decepcionada con los derroteros de los Acuerdos de Paz, a pesar de que apenas se ha cumplido una tercera parte de los puntos suscritos pactados con el Gobierno.
Reconoce que queda mucho por hacer pero no pierde la esperanza: «El sueño de nosotros era el cambio y si no lo lográbamos con las armas, lo conseguiríamos con las palabras». Para ella todavía no se han agotado los cartuchos de la dialéctica, a pesar de todo. No tuve oportunidad de preguntarle por la Nueva Guerrilla, anunciada por Iván Márquez. Todavía quedaban unas pocas horas para la aparición del vídeo viral.
La excombatiente tiene un hijo de 14 años que llama mamá a su tía, la hermana de Patricia, porque se crió con ella. Las guerrilleras que tienen hijos en los campamentos están obligadas a dejarlos con sus familias. Así lo hacen y ninguna de las mujeres con las que hablo afirmó estar arrepentida, a pesar de que sus hijos nacidos en revolución casi no las conocen y las tratan como a unas desconocidas.
Mónica
Le ocurre lo mismo a Mónica Echeverri, de 38 años, que ingresó en las FARC a los 13, también dejando atrás a su familia y todo lo que conocía hasta el momento sin ningún atisbo de duda. Mónica se pasea por la oficina con un carrito de bebé y con su hijo de apenas dos años, dentro, intentando dormir una siesta imposible.
A este le tuvo fuera, con su nueva pareja, a la que conoció en su barrio de Medellín después de salir de la cárcel, donde cumplía condena desde el año 2010, cuando la detuvieron por rebelión. La condenaron a 60 años de prisión, pero fue una de las beneficiadas por el proceso y ahora está en libertad condicional.
Tiene otro hijo de 16 años que crió la familia del papá del niño, otro guerrillero. Casi no se conocen. «El sabe que yo soy su madre pero la relación con él no es buena porque somos como desconocidos prácticamente», asegura.
Volver a convivir con su familia fue lo que más le costó a Mónica porque se habían convertido en gente anónima, casi indiferente para ella: «Una se siente muy extraña. En mi caso yo estuve más de diez años sin saber nada de ellos, si estaban vivos, muertos… Cuando llegué, ellos me decían: ‘opine, hable, que usted también es de la familia’; ellos trataban de integrarme pero yo pensaba qué debía decir porque de pronto decía algo que era malo».
Mónica no se arrepiente de nada. De los años alejada de los suyos, de su hijo adolescente perdido. En la cárcel aprendió a coser y ahora tiene un pequeño taller de costura y confección en su casa, del que vive, poco a poco. Pero la mayoría de excombatientes no tienen un oficio certificado como ella.
«Para todos fue muy difícil [la reinserción]», asegura. «La mayoría no sabíamos hacer nada, solamente manejar un arma, manejar un explosivo… Éramos militares, solo militares, y fue muy difícil».
Todos y todas con las que hablé ese día en Medellín coincidían en una cosa: en la organización, en medio de la soledad de la selva, los guerrilleros aprendían cualquier oficio. Había, por necesidad, médicos, enfermeras, profesores, exploradores, sastres, cocineros… Pero cuando abandonaron sus campamentos y trataron de reinsertarse en la sociedad, todas esas habilidades adquiridas les han servido de muy poco para conseguir un empleo porque no están certificadas por ningún reconocimiento o título oficial que les avale.
La guerrilla firmó los Acuerdos a cambio de beneficios económicos para excombatientes como Patricia o Mónica, de representación política en el Congreso y garantías de seguridad. Pero según el centro de pensamiento Ideas Para la Paz, alrededor de una cuarta parte de los más de 13.000 exguerrilleros que decidieron participar en el proceso vive en campos de reintegración esperando todavía poder concretar su participación en alguno de los proyectos productivos destinados a su reinserción a una presunta vida normal.
Sami
Sami es mi tercera entrevista de la jornada. Es la más joven de las tres. Tiene solo 31 años y pasó 14 en la guerrilla. Me corrige cuando le llamo excombatiente o desmovilizados. «Nosotros no hablamos de desmovilización porque no somos desmovilizados», dice.
«Firmamos un acuerdo de paz donde hubo un pacto con el Gobierno donde decíamos que nosotros hacíamos dejación de armas, pero que seguíamos luchando por nuestras ideas, por el cambio social en el país, por todo». Y termina contundente, como sin posibilidad de réplica: «desmovilizado es la persona que entrega el fusil, que entrega sus ideas y no sigue luchando. Nosotros sí seguimos luchando».
Aclarado el punto fundamental de nuestra conversación, Sami Vázquez tiene una historia parecida a la de sus dos compañeras. Se fugó de la casa siendo adolescente, perdió el contacto con su familia que la dio por muerta, se acostumbró a una rutina en los campamentos e hizo de sus compañeros de camuflaje su nueva familia.
Echa de menos los ratos eternos de compartir cualquier actividad con ellos, recuerda cómo cuando llegó, siendo una niña, le asignaron a un guerrillero veterano que se convirtió en su sombra, «hasta para ir al baño»; y le enseñó todo: a cocinar, a moverse, a manejar un fusil, a montar guardia, a qué decir, a preparar un lecho invisible en tiempo récord en cualquier lugar.
Sobre los Acuerdos dice que «no han sido lo mejor, pero tampoco lo peor. Yo creo que es un camino lleno de espinas al que toca enfrentarse como cuando estábamos en la guerra, cuando estábamos internos en la selva. Yo creo que toca seguir luchando».
Sami, Patricia y Mónica son tres historias «de éxito» de excombatientes prácticamente reinsertadas y, según el Alto Comisionado para la Paz del gobierno colombiano, el 90% de los desmovilizados estarían actualmente comprometidos con el proceso de paz y bajo la garantía de los acuerdos. Sin embargo, es imposible cuantificar el porcentaje exacto de cuántos de ellos están participando de los procesos productivos, acudiendo a los cursos de formación de empleo o recibiendo la asignación mensual prometida por el Gobierno.
Más allá del «éxito»: el estigma de una vida en armas
Durante nuestra ruta por el Cauca, uno de los Departamentos más violentos del país y donde en los últimos meses se ha agudizado el asesinato de líderes sociales, nos fue imposible hablar con algunos de los exguerrilleros de la zona.
«No quieren, tienen miedo y están decepcionados con sus antiguos comandantes que ahora ocupan los puestos en el Congreso. Creen que se han aburguesado y se han olvidado de ellos», nos explicó una de las trabajadoras de Derechos Humanos de Popayán (capital del Cauca) con la que pasé la mayor parte de mi viaje. Las charlas con estos trabajadores, que viven permanentemente en contacto con el conflicto y sus protagonistas, son la mejor fuente de información.
Sentados en una mesa del aeropuerto de Popayán, tomando un café antes de partir para Bogotá, donde haríamos escala antes de llegar a Medellín, esta trabajadora y activista nos explicaba cómo, casi tres años después, muchos de los excombatientes siguen sufriendo el estigma de la sociedad, se esconden, se avergüenzan y no han conseguido un empleo que les permita sobrevivir fuera de la economía informal.
Comenzaba a darse el fenómeno, nos contaba, según rumores de la zona, de que muchos de los grupos paramilitares que operan en el territorio estaban contactando a estos desmovilizados para ofrecerles empleos de vigilancia en las minas ilegales que abundan el Departamento.
Pasó muy poco tiempo desde esa conversación y el anuncio que marcaría nuestro viaje y el presente y futuro inmediato de Colombia. Después de que Iván Márquez apareciese en un vídeo de internet para hacer temblar unos acuerdos que parecían irreversibles y volver a poner en jaque a una sociedad entera, muchos argumentaban que «se veía venir» o que «era previsible».
Lo cierto es que nada, a pesar del evidente incumplimiento generalizado de los principales puntos del pacto, hacía prever tremendo sismo mediático. Tras el anuncio, el terror se hizo eco de nuevos asesinatos de líderes campesinos, indígenas y candidatos políticos a las alcaldías que se medirán en las urnas el próximo 27 de octubre.
Timochenko pidió perdón al país sin consultar a las bases de su partido, disgregado y en crisis. No apareció mucho más, salvo contadas ocasiones. Tampoco sus antiguos compañeros de Marquetalia, cuyo paradero continúa siendo un enigma a pesar de que EEUU ya ha ofrecido suculentas recompensas por su cabeza. La incertidumbre es la tónica en un país completamente desconocido para el resto del mundo a pesar de su excelente vestimenta formal.