Centroamérica acaparó portadas una semana sí y otra también en los años ochenta y principios de los noventa. Sus guerras desbordaban las principales páginas de los diarios y las revistas estadounidenses y del resto del mundo. Eran mediáticas, fáciles de cubrir, pero también peligrosas. No se necesitaban visados y había acceso a las zonas más conflictivas.
Una semana podías empotrarte con el ejército nicaragüense y a la semana siguiente incursionar con la Contra, la guerrilla derechista financiada por Estados Unidos. La dimensión de El Salvador, poco más de 20.000 kilómetros, te permitía atravesar toda su extensión en la misma jornada. Por la mañana entrevistabas a un comandante guerrillero y por la noche cenabas con un coronel.
El país más complicado era Guatemala. Sus fuerzas armadas y sus guerrillas eran menos displicentes con los periodistas. Necesitabas más energía para contactar con los guerrilleros ocultos en sus montañas y selvas. El ejército guatemalteco era poco transparente. Las autodefensas muy sanguinarias. Pero nada estaba prohibido. Si estabas dispuesto a arriesgarte podías llegar a cualquier punto del país.
Panamá era el cuarto conflicto que formaba aquel bélico póker de ases centroamericano. Los estadounidenses custodiaban el canal, era un privilegiado lugar de paso de la droga que llegaba de Colombia y el paraíso fiscal de los especuladores y ladrones. Mientras la mayor parte de Centroamérica se desangraba, la economía panameña crecía a un ritmo trepidante.
Viajé a Panamá en abril de 1989 por primera vez para cubrir las elecciones generales. Me sorprendió la limpieza de sus calles, sus taxis con aire acondicionado, lo bien que se comía por unos cuantos dólares y el carácter festivo de sus ciudadanos. Puro Caribe con rascacielos. Por la noche la ciudad parecía aún más despierta y la luminosidad de sus calles contrastaba con la oscuridad del resto de las capitales centroamericanas.
Aquellas elecciones parecían fáciles de cubrir y apenas hubo incidentes. En marzo las elecciones salvadoreñas se habían celebrado bajo el fuego con tres periodistas muertos durante la jornada electoral.
Los mítines panameños eran muy coloristas. La demagogia inundaba los discursos de los candidatos opositores y del general Manuel Antonio Noriega, el hombre fuerte de Panamá, amigo de la CIA durante muchos años y ahora caído en desgracia por culpa de sus relaciones con los cárteles de la droga colombianos.
Pero todo cambió al cierre de las urnas. El escrutinio era claramente favorable a la oposición. Era difícil encontrar un colegio electoral donde hubiese ganado Noriega. La noche se hizo muy larga y peligrosa. Paramilitares pertenecientes a los batallones de la Dignidad empezaron a patrullar las calles y visitar colegios electorales. Los funcionarios fueron obligados a detener el recuento de los votos.
A la mañana siguiente me dirigí con los periodistas Joaquín Ibarz y Román Orozco a la junta distrital de San Miguelito, donde votaba el 10% de la masa electoral de todo el país. Hacia 15 horas que había empezado el conteo y no había un solo dato fiable. Panamá ya tenía dos candidatos autoproclamados presidentes.
Nos recibió un grupo de personas encolerizadas que gritaban: “Nos han robado”. Entramos en el gimnasio y aquello parecía un campo de batalla. Las urnas estaban destrozadas y miles de votos cubrían el suelo. Había varias decenas de actas firmadas. La oposición había conseguido tres veces más votos que Noriega en una de las zonas más populosas y humildes de la ciudad. El general había sido derrotado en sus propios feudos. Un par de días después Ibarz y Orozco fueron expulsados del país por mostrar las actas y denunciar el intento de fraude.
La oposición organizó una gran manifestación callejera que fue interceptada por los paramilitares de Noriega. Uno de los candidatos de la coalición opositora fue golpeado con barras de hierro y la imagen de su rostro ensangrentado dio la vuelta al mundo (fue portada de Time y Newsweek). Noriega anuló las elecciones. Los estadounidenses empezaron a buscar una excusa para barrer su gobierno.
Meses más tarde cené con Juantxu Rodríguez e Ivo Saglietti en un restaurante de la calle Pío Nono en el barrio de Bellavista de Santiago de Chile. Era el 16 de diciembre de 1989. Hablamos del presente y el futuro. Creíamos que venían tiempos más pacíficos tras la caída del muro de Berlín. Después de años de guerras había un agotamiento generalizado en América Latina. Los soviéticos habían abandonado Afganistán como simples rusos. Chile recuperaba la democracia.
Juantxu no era un fotógrafo de conflictos. Estaba realizando con la gran periodista Maruja Torres un reportaje para el dominical de El País sobre los jesuitas en América Latina. Hacía un mes que Ignacio Ellacuría y otros cinco religiosos habían sido asesinados en El Salvador. Al día siguiente viajaba a Brasil y de allí a Panamá.
Dormí en casa de Ivo y a la mañana siguiente escuchamos por la radio que un oficial estadounidense había sido asesinado en Panamá. “Sería bueno que hicieras escala en Panamá antes de ir a Nicaragua. Creo que este incidente puede provocar una escalada”, le dije a Ivo.
El lunes por la mañana cambió su vuelo y viajó muy temprano al país caribeño. Las autoridades aduaneras panameñas tenían orden de impedir la entrada de los periodistas. En el aeropuerto se encontró con Juantxu. Maruja Torres había conseguido sortear la prohibición haciéndose pasar por turista. Las cámaras fotográficas delataron a Juantxu y también a Ivo. Durante varias horas estuvieron negociando la entrada hasta que al final de la jornada les obligaron a coger el último vuelo que salía con destino Costa Rica.
La llegada de Tomás Lozano, embajador de España en Panamá, al aeropuerto con un permiso de entrada para Juantxu obró el milagro. Los dos amigos se despidieron en la puerta del avión. La madrugada de 20 de diciembre Estados Unidos invadió Panamá. Juantxu tomó imágenes inolvidables que darían la vuelta al mundo. Treinta seis horas después su cuerpo sin vida alcanzado por una bala estadounidense yacía en el suelo.
Ese día inicié mi viaje de regreso a Chile después de tres meses de coberturas latinoamericanas sin conocer lo que había pasado en Panamá. Al llegar a Barajas me acerqué a un kiosko y me quedé petrificado al ver la fotografía de Juantxu muerto cubriendo todas las portadas. Bloqueado por el dolor le pedí a un taxista que me trasladase a la sede de la agencia Cover en la que trabajaba el fotógrafo asesinado. El cadáver de Juantxu tardó unos días en llegar a España.
Un año después recibí el encargo de realizar un reportaje fotográfico en Panamá. Me reencontré con Tomás Lozano, el embajador español. Me contó que se sentía culpable por haber conseguido el permiso de entrada de Juantxu. Le dije que había hecho muy bien su trabajo y que la muerte del fotógrafo era responsabilidad de los estadounidenses, acostumbrados a disparar primero y preguntar después.
La herida de la invasión seguía abierta en Panamá. En las calles había muchas pintadas pidiendo el fin de la invasión. Barrios enteros como Chorrillo estaban destruidos. Cuarteles de las fuerzas de seguridad y de los batallones de la Dignidad habían sido abandonados. Todo el mundo recordaba la cobardía de los paramilitares de Noriega capaces de golpear a civiles, cobardes a la hora de defender la patria.
Dos mil personas se hacinaban en dos hangares porque sus casas habían sido destruidas por las bombas. En el país se había instalado el temor ante el vacío de poder. Las encuestas ya no eran favorables a la presencia militar estadounidense. El desempleo se había disparado y el miedo era el dueño de la calle.
Artículo original: http://blogs.heraldo.es/gervasiosanchez/?p=2186