Por Roberto Pizarro.-
En su reciente libro, «La Búsqueda de la Seguridad», el economista Joseph Stiglitz nos dice que la globalización ha incrementado la escala y velocidad de los peligros económicos y sociales. Hay mayor inseguridad. Los problemas mundiales rápidamente atraviesan las fronteras. Los países con apertura económica rápida y radical, como Chile, reciben los impactos ineludibles de las crisis en otras latitudes. El último ejemplo fue la debacle de las hipotecas subprime en los Estados Unidos, que afectó seriamente las finanzas y actividad productiva en todo el mundo y que, en América Latina, produjo una fuerte caída del crecimiento económico.
Por otra parte, la globalización ha reducido la capacidad del Estado en el ámbito tributario. Los países emergentes, en vez de ponerse de acuerdo, compiten por reducir tasas para atraer inversiones. Así las cosas, el capital transita a través de las fronteras evitando los lugares en que considera se ejerce mayor presión impositiva y se dirige a aquellos países que le otorgan trato más favorable. Ello se ve favorecido además por los Tratados de Libre Comercio (TLC), los que obligan a un trato privilegiado al capital y a una seguridad jurídica inédita, garantizada por la banca privada internacional, el FMI, el Banco Mundial y la OMC.
Además, esas organizaciones empujan a los países a abolir toda norma que ayude a estabilizar los flujos de capital a través de las fronteras, con efectos traumáticos para la macroeconomía. Lo mismo, sin embargo, no sucede con el trabajo: no existe libre movilidad a través de las fronteras. En consecuencia, el capital alcanza su mayor ganancia donde no hay regulaciones; existen mejores tasas de interés y menos impuestos, pero el trabajo no puede dirigirse libremente a los lugares donde existen los mejores salarios.
Con bajos niveles de captación tributaria, el Estado se minimiza y reduce su capacidad para cumplir con sus funciones de protección de derechos. La apertura económica genera incertidumbre y la desprotección social del Estado la acentúa.
El debilitamiento de la protección social es consecuencia de un Estado frágil, con insuficiente captación impositiva, pero también es resultado de políticas deliberadas de privatización de servicios sociales, convertidos en negocios: salud, educación y previsión.
Chile es un ejemplo representativo de inseguridad social. Los bajos niveles de sindicalización y negociación colectiva han debilitado el trabajo decente. Las jubilaciones son misérrimas y están sujetas a las decisiones de inversión de las AFP. La educación es muy cara. La salud para pobres y sectores medios depende de malos hospitales, atiborrados de enfermos mal atendidos, mientras la salud para ricos (de las Isapres) es cara y discrimina contra las enfermedades preexistentes y las mujeres embarazadas.
El debilitamiento de los sindicatos, en nombre de la flexibilidad laboral, apunta a mejorar la tasa de ganancias del capital, pero ha impuesto elevados costos a las personas, restándoles protecciones ganadas a los largo de su vida laboral y con impacto manifiesto en la pérdida de su seguridad.
El pensamiento neoliberal y sus políticas suponen que la libre movilidad del capital, las bajas tasas impositivas, menores inversiones públicas en bienestar social, el trabajo flexible e incluso la reducción de las protecciones ambientales, mejoran la competitividad de los países y les otorgan mayor agilidad en el marco de la economía global. Y ello favorecería el crecimiento, la eficiencia y el bienestar social.
Stiglitz señala que ésta visión es un profundo error, ya que “… la globalización desenfrenada ha llevado a incrementar la desigualdad y la inseguridad. Y la inseguridad socava la buena disposición de los individuos para emprender actividades de gran rentabilidad con altos riesgos, haciendo que baje el crecimiento”.
En consecuencia, la falta de protección social no sólo tiene un impacto directo en las condiciones de vida de las personas, sino un efecto macroeconómico que no siempre se comprende. En efecto, cuando se deterioran los ingresos de las pensiones y los salarios, se reduce el consumo y el ahorro. Más aún, cuando la educación es muy costosa, gran parte del ingreso familiar se ve vulnerado e incluso comprometido a futuro con costosos créditos. Por otra parte, la falta de protección social impide a los afectados asumir riesgos. Por tanto, un Estado mínimo, que no cumple sus funciones sociales básicas, desalienta a los innovadores, a todos aquellos dispuestos a asumir riegos.
En suma, a diferencia de lo que piensa el pensamiento neoliberal, la globalización ha aumentado la necesidad de protección social. Es necesaria mayor seguridad. La globalización nos plantea el desafío de mantener la estabilidad económica, pero también exige rediseñar la seguridad de las personas. Protecciones sociales adecuadamente diseñadas no sólo pueden aumentar el bienestar social, sino que debieran favorecer mayor producción y crecimiento.