Por Ismael Acosta
En 1951, el físico austríaco Erwin Schrödinger escribió un ensayo titulado “Ciencia y Humanismo: la física en nuestro tiempo”, cuyo planteo principal puede resumirse en la siguiente pregunta: ¿cuál es el valor de la investigación en ciencias? Si bien el contexto bajo el cual se escribió este libro fue el de una Europa que salía de la 2da Guerra Mundial, es posible encontrar varios puntos en común respecto a nuestra situación actual.
Se podría argumentar con bastante razón que el avance científico a lo largo de la historia de la humanidad se ha visto favorecido, o acelerado, por la incesante necesidad de conflicto bélico entre dos o más culturas humanas. Y puesto que no es posible observar otro desarrollo de los acontecimientos a como realmente sucedieron, se nos hace difícil imaginarnos cómo hubiera sido el desarrollo de la ciencia y el conocimiento de haber alcanzado un estado planetario de no violencia entre culturas. ¿Eso quiere decir que es necesaria la guerra y el conflicto para que haya avances científicos? ¿Eso quiere decir que el planteo inicial de Schrödinger se responde simplemente asumiendo que la ciencia solo tiene razón de ser cuando esta trabaja al servicio de la conquista o el consumo?
La era de la Globalización trajo un montón de implicancias sociales, económicas, geopolíticas y si, también científicas. El mundo científico es quizás uno de los más globalizados, en donde cualquier individuo que tenga las oportunidades suficientes para acceder a una educación científica profesional (un tema complejo en sí mismo), puede pertenecer a este micromundo de mentes. Y la comunidad científica global parecería estar de acuerdo con este formato, que tiene un origen en Norteamérica y Europa, puesto que por circunstancias históricas (que también están relacionadas con las conquistas y conflictos entre sociedades) fue donde se desarrolló primero y con mayor potencia.
Nuestro país, Uruguay, tiene una tradición de inmigrantes europeos, y por supuesto, posee un sistema cientificista de jerarquías heredado de éstos, y aplicado de forma casi perfecta, sin resabios y sin insurrecciones. ¿Está acaso esta displicencia justificada? Varios argumentarían que sí, puesto que las grandes oportunidades se ofrecen en el hemisferio norte; “ellos ponen las reglas”, y en parte tendrán razón, puesto que para ingresar al mundo científico tanto en nuestro país como en otras regiones del mundo, deben de seguirse ciertos requisitos y rituales propios de la academia. Por otra parte, el hemisferio norte argumentaría que dichos rituales fueron confeccionados para, precisamente, asegurar cierta ‘objetividad’ y cuantificación de los valores intelectuales de un individuo para poder acceder a determinados estándares de “respeto de pares” (Ej.: cantidad de artículos publicados, cantidad de estudiantes tutelados, cantidad de posgrados realizados, etc.). Pero, ¿es este sistema efectivamente la mejor forma de acceder al mundo de la ciencia? ¿Es democrático? ¿Es meritocrático? ¿Realmente valora los atributos intelectuales, o por el contrario, lo que evalúa es precisamente la capacidad de sobrellevar de la mejor manera los obstáculos que impone el sistema, que tiende a la especialización del científico, y no a la visión holística de la naturaleza que nos rodea? Y lo que es más importante, este sistema, ¿a quién favorece?
La cuestión de las especializaciones viene acompañada por una concepción razonable de que el ser humano tiene una capacidad limitada de almacenamiento de información. ¿No podría ser esta una falla del sistema educativo que tiende a las orientaciones y deja de lado las visiones globales e integradoras? Por otra parte, se habla de que “el que mucho abarca, poco aprieta”. Pero precisamente, parte de la inoperancia de poder solucionar los problemas de nuestras sociedades alrededor del mundo, es porque las mejores cabezas pensantes son tan especialistas en su materia que no logran ver la imagen más grande. O lo que es peor aún, teniendo el conocimiento a su disposición prefieren el silencio para no tener que sacrificar su posición socio-económica.
El actual sistema en cierta forma se asemeja al ‘fordismo’, donde el trabajador puede ser el mejor atornillador de la fábrica, pero desconoce el funcionamiento de la máquina que ayuda a construir. Y Uruguay no es la excepción a la regla, al contrario, muchos nichos de estudio están asociados con las ofertas de mercado (alimentos, farmacéutica, cosmética, biotecnología, agronegocios, energética, etc.). Una visión que no hace más que primarizar a sus intelectuales. Se importan tecnologías y se exportan cerebros. En lugar de desarrollar los campos de ciencias básicas, se empuja a sus intelectuales a los campos más estratégicos del mercado mundial y no dejan más remedio a que sus cátedras promuevan científicos con perfil empresarial, que se visten con discursos de progreso, alimentando nuestras sociedades de consumo, y dejan poco o ningún espacio a la curiosidad científica auténtica, y al desarrollo del conocimiento por el bien del conocimiento en sí mismo.
Esta es una discusión bastante vieja sobre dónde hacer el foco, si en ciencias básicas o en ciencias aplicadas. Se podría plantear con cierta legitimidad, ¿está Uruguay capacitado para desarrollar un polo científico independiente de las reglas del sistema anglosajón? Es aquí donde entra el rol de los y las científicas rebeldes, aquellas personas que buscan, a través de sus contribuciones científicas, solucionar los problemas del pueblo, y no asegurarse prestigio y renombre a cambio de investigar por y para otros. Esta postura se ve poco en nuestro país, pero existe en algunos exponentes, como aquellos que buscan la erradicación de agrotóxicos, o la protección contra alimentos transgénicos y la soberanía alimentaria, o advierten sobre los peligros hacia la salud y el ambiente respecto de las tecnologías 5G, o las enormes contradicciones entre el cuidado de la fauna y flora nacional ante las amenazas del sistema celulósico-forestal. Cuando estas comunidades entiendan que estas batallas también se juegan en la arena política, entonces podremos perfilarnos hacia un país con una ciencia nacional soberana y auténtica que trabaja por y para sus habitantes.
Está claro que esta postura rebelde va a causar malestar en los círculos más altos de las jerarquías científicas, puesto que el sistema tiende a menospreciar a aquellos intelectuales que cuestionan las decisiones del mercado, y sobre todo, que cuestionan las decisiones de sus pares en apoyar al mercado. En un sistema científico-educativo que promueve al científico como un actor más de una empresa, que se dedica a mejorar un producto, el espacio de pronunciamiento de aquellos que tienen algo que decir respecto al sistema tiene un costo social muy alto, y por eso muchos de ellos buscan nichos de interés que poco interfieran con los intereses de las empresas. Ese refugio muchas veces se encuentra en las ciencias básicas como la física, la astronomía o la matemática. Parece casi una ironía que el propio Schrödinger señalaba que, justamente, la visión humanizadora de estas ciencias es lo que debería impulsar a los matemáticos y cosmólogos a tener reflexiones respecto a las necesidades de sus compatriotas, y también respecto al mundo como sociedad en su conjunto.
Las áreas de las ciencias naturales también han aportado en este sentido. El estudio de la biodiversidad, el comportamiento animal y la ecología, más allá de sus respectivos intereses respecto al conocimiento del entorno natural, tienen un carácter de humildad, en el sentido de que enseñan al estudiante de ciencias un valor fundamental: la empatía. Una empatía para con los demás seres vivos, para con el cuidado del entorno; una empatía que en algunos casos promueve decisiones políticas, y en otros casos decisiones más personales como el veganismo. ¿Puede ser esta empatía natural enseñada por nuestro sistema educativo actual? En algunos casos ya se enseña, y está empezando, de a poco, a entrar en conflicto con los intereses del gobierno y sus negocios con las empresas internacionales que en sus fines últimos buscan el rédito económico, incluso a expensas del saber científico. Debemos darnos un debate como sociedad si queremos retomar el concepto aristotélico de ‘sabiduría al poder’, pero en este caso, democratizando el conocimiento, para en última instancia desarrollar una democracia real y directa de una sociedad científica y racional.
En la medida que nuestro sistema educativo no logre fomentar el cuidado de nuestra naturaleza, que por otra parte, junto con su gente, es pilar fundamental de nuestra soberanía nacional, no vamos a poder dar ese salto cualitativo que estamos buscando de una ciencia independiente; una ciencia que no busque premios Nobel, sino que busque menos hambre, menos contaminación en sus aguas, menos desigualdad social; que no busque publicar más artículos, sino que denuncie las injusticias, y promueva la empatía.
Necesitamos un sistema científico-educativo que se identifique con la lucha de los pueblos, que sea humanista, que le dé la espalda al sistema y no sea cómplice. Que vuelque el trabajo de sus neuronas a buscar soluciones en pos del buen común, denunciando cuando haya que denunciar y proponiendo cuando haya que proponer. Debemos evitar el corporativismo político, todos somos humanos políticos, y tenemos ideas y convicciones sobre cómo debe funcionar una sociedad y el rol que debe jugar el Estado, pero en última instancia, lo mejor que podemos hacer es poner a disposición todas nuestras capacidades intelectuales al servicio de la gente.
En el muro principal del Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable (IIBCE), puede leerse una inscripción: “Con ciencia grande no hay país pequeño”. Al principio uno podría atisbar que Estable se refería a que si la ciencia es de buena calidad, y si las reglas de la lógica y la empírica fueron aplicadas correctamente, sus conclusiones serán válidas en todo el mundo, sin importar de dónde provenga. Una segunda lectura, más filosófica, más política, nos marca el camino de que para que nuestro país consiga su total soberanía, ésta debe estar acompañada por una ciencia nacional firme ante el atropello de afuera; donde sea ella la que por su irrefrenable carácter de progreso, enaltezca a su pueblo y nos guíe hacia una liberación intelectual, poniendo no sólo de manifiesto los horrores de los que podemos ser capaces, sino que guíe a nuestra especie hacia el mejor de los porvenires.
(*) Estudiante de Facultad de Ciencias (Universidad de la República), Uruguay, integrante del Partido Humanista – Unidad Popular