Por Cristina Moyano Barahona, Gladys Bobadilla Abarca, Bruno Jerardino Wiesenborn y Roberto Mayorga Lorca*
Cualquiera que desee profundizar en los orígenes del homo sapiens amans-amans -como lo define Humberto Maturana- podrá inferir que su desarrollo existencial ha estado inexorablemente relacionado con correr los límites de lo posible. Si no lo hubiese hecho así, la especie humana como la conocemos hoy -con sus luces y sus sombras- habría sido muy diferente. Por ejemplo, antes de saber producir el fuego, el ser humano tuvo que aprender a conservarlo y antes, mucho antes, tuvo que acercarse a ese fuego superando sus propios miedos. Todo esfuerzo por avanzar a niveles superiores en la existencia humana está relacionado con poder decidir en libertad la opción de avanzar hacia espacios desconocidos. Sin duda, ese empeño comporta desafiar también los miedos que la propia sociedad le hereda a sus integrantes.
En efecto, superar los miedos propios heredados de una comunidad implica una transformación del propio ser, pues es un desafío que se asume con valentía y fraternidad por los otros que forman parte de su comunidad. Lo interesante es que todo lo que ha hecho el ser humano ha sido posible gracias a que ha conservado determinadas dinámicas de interacción con el mundo. En efecto, como lo señala el premio chileno nacional de ciencias Humberto Maturana, cuando se conservan dinámicas de convivencia en que “los otros” son aceptados como “legítimos otros”, los seres humanos nos hacemos humanos fraternos en la convivencia y la vida social inevitablemente se desarrolla con sabiduría.
Lamentablemente, hoy lo que prevalece no es precisamente este tipo de dinámicas sino más bien una que “des-otra” al “otro” convirtiendo al prójimo en prótesis de intencionalidades fundadas en valores mono-culturales que uniformizan la vida y el pensamiento. De ahí que la competencia, el individualismo, la avaricia, la discriminación y la violencia, en síntesis el patriarcado disfrazado de democracia, da como resultado una sociedad indolente, injusta e inhumana. Luego, la preocupación por el bien común pasa a segundo plano y se instala una ambición egoísta movida por intereses meramente individuales. Vivir en el individualismo, en el “desotramiento” de los otros, es vivir deshumanizándose a sí mismo, es vivir bajo el rendimiento de autoexplotación, como lo describe Byung-Chul Han en su libro “La sociedad del cansancio”.
Lo dramático es que si todo esto pasa en una universidad del Estado, que a nuestro entender debe ser “conciencia social crítica del país”, da como resultado una cultura universitaria que promueve interacciones individualistas clientelares, que fomenta la competencia por un puesto o por un mejor sueldo y no incentiva ni promueve la colaboración entre los diferentes miembros de la comunidad universitaria. En consecuencia, para el patriarcado, cualquiera que trabaje por transformar este estado de cosas pone en riesgo los beneficios personales y pasa a ser automáticamente un enemigo que quiere «hacerle daño» a la universidad. Aparece el miedo a perder lo que se tiene, -da lo mismo cómo se obtuvo-, y junto al miedo la pérdida de la libertad.
Lo paradójico es que en la Universidad de Santiago de Chile muchos dicen defender la necesidad de tener una universidad que cultive la colaboración y no la competencia, libre de miedo y de amenazas, sin embargo, no todos actúan en consecuencia. Ello solamente será posible si se abren espacios reales, auténticos y genuinos de participación democrática, para que cada miembro de la comunidad -académicos, estudiantes, funcionarios- sea tratado como un “legítimo otro” en la convivencia universitaria.
En el contexto descrito, la triste realidad nos muestra que la USACh, Universidad de Santiago de Chile, que reemplazó a la Universidad Técnica del Estado, ha vivido durante las últimas décadas sumergida en el miedo y en una especie de sopor y apatía ética e intelectual, en que los otros, no somos “legítimos otros”.
Y aunque ello sea inaceptable, tiene un origen. Respecto del miedo, aún se perciben huellas de las balas con que la dictadura civil militar acribilló a profesores, estudiantes y funcionarios en sus aulas y patios, y se huele el estigma de aquellos rectores uniformados que la transformaron en un reducto militarizado, bajo un estatuto antidemocrático, supervisado por Juntas Directivas ajenas y extrañas a su esencia y a su real autonomía.
Han transcurrido casi 30 años del retorno a una democracia formal, pero no real, y aquel miedo, que la ha carcomido, se mantiene. ¿Por qué?
He aquí algunas reflexiones en la idea de provocar un debate que la libere del miedo, apatía y sopor que la ha anestesiado durante los últimos años, impidiéndole reasumir su rol de comunidad universitaria y conciencia social crítica de la nación.
Partamos por señalar que el miedo es una emoción, una dinámica corporal como lo señala Humberto Maturana, que determina espacios de acción y que es fundamental para comprender la conducta y reflexión humanas. En efecto, desde la emoción de amor, diría Maturana, el otro surge como legítimo otro en la convivencia. Sin embargo, bajo la emoción del miedo el otro deja de ser un legítimo otro y pasa a ser un intruso que modifica impertinentemente el espacio de confort en la que se está. Si la emoción del miedo no es enfrentada, no hacemos nada y es naturalizada como una dinámica corporal que forma parte de nosotros mismos, nos deshumanizamos. Alguien que pone en duda las certezas del sujeto con miedo pasa a ser inmediatamente “des-otrado”, puesto que pone en riesgo su sistema de creencias. Al temor se lo enfrenta yendo al encuentro con el otro, cultivando la hospitalidad, yendo más allá de la mera tolerancia, saliendo de esa zona de confort y comodidad para abrirse al mundo y a nuevos significados, a nuestro entender, único camino que permite resignificar la existencia humana y superar los miedos.
Jorge Millas, reconocido como el más prominente filósofo chileno, describe esa situación de miedo en las universidades bajo la dictadura civil-militar de la siguiente forma: “El espíritu universitario es cosa frágil y sensible y termina por retrotraerse y apagarse, como lo muestra el ánimo medroso y apocado de algunos académicos, cuando presos de temor y de las presiones de uniformización, caen en la autoinmolación intelectual, incapaces de sostener en público lo que legítimamente piensan en privado”.
Pero han transcurrido 30 años y ello se mantiene. ¿Por qué? Nuestra explicación es simple. Porque durante todo este lapso las autoridades superiores, Juntas Directivas y Rectores, han gobernado a la USACh imponiendo exactamente las mismas dinámicas y regulaciones de la dictadura, concretamente un estatuto originado el año 1981, un decreto, DFL 149 de la dictadura militar. Y a pesar de todo tipo de apariencias y de poses democráticas, el clima de autoritarismo, discriminación y discrecionalidad se ha mantenido prácticamente intacto, traduciéndose en exoneraciones masivas; en una atmósfera permanente de inestabilidad laboral para quienes osan discrepar de la autoridad; en nombramientos en altos cargos directivos a personas sin merecimientos; en manejos sin transparencia de los recursos de la universidad. En fin, autoridades rodeadas de una corte de incondicionales, anodinos y ambiguos, en un ambiente colectivo similar al de la dictadura que, sin ser impuesto por el filo de las armas, descansa en el mismo marco de sospechas, amenazas y temor a las represalias de antaño si no se está al servicio del Rector de turno.
Esta realidad ha logrado salir parcialmente de las sombras y el ocultamiento cuando 12 de los 1800 profesores por hora excluidos de participar en la elección de rector han logrado en primera instancia un veredicto judicial que anula la referida elección. Las autoridades -Junta Directiva y Rectoría- aferrándose a las mismas normas de la dictadura, que les han permitido un ejercicio discrecional y abusivo en sus cargos, han hecho lo imposible por revocar aquel veredicto a fin de mantener excluidos a esos 1800 “intrusos” académicos de la USACh.
Independientemente de lo que suceda, la anterior circunstancia ha posibilitado un despertar del espíritu universitario y que, poco a poco, académicos comiencen a reaccionar y a repensar su rol como tales, a perder el miedo a la libertad, -parafraseando a Erich Fromm- atreviéndose a manifestar en público lo que legítimamente han pensado en privado, augurando un nuevo renacer para esta emblemática universidad.
Pero hay otros factores que, conjuntamente con el miedo, han desvirtuado la genuina misión a que se debiera la comunidad USACh y que la han llevado a un estado de sopor y apatía ética e intelectual. Nos referimos a la dinámica mercantilista, a aquel deprimente ambiente individualista, monetarizado, en que se desotra al académico y se lo mira como un número, no por la excelencia de sus teorías, sino por los negocios lucrativos y contactos con grupos económicos que logre, donde el dinero vale más que el conocimiento y que las personas, despojando a la universidad de humanidad, sentido comunitario y diálogo fecundo. La universidad, en definitiva, convertida -estudiantes incluidos- en una esfera más del mercado donde todos compiten contra todos en vez de trabajar colaborativamente en comunidad.
En resumen, una universidad en que las personas son cosas, mercancías, meros ladrillos para la construcción de muros que nos aíslan, donde el otro en vez de prójimo es un enemigo que debe ser doblegado en el campo de la competencia laboral. No es éste un fenómeno nuevo. En efecto, las enseñanzas nos ilustran cómo a través de la historia se ha despreciado al ser humano y su dignidad a costa de las mercancías y los precios. Baste recordar, a vía de ejemplo, el significativo episodio bíblico de los “mercaderes del templo”, que hoy se reproduce en una suerte de decadencia cultural y valórica al interior de los “templos del saber universitario”.
Una clara muestra de esa suerte de decadencia, de aquel ánimo individualista, junto a una penosa carencia de solidaridad ha sido constatar, también recientemente que, ante una auditoría de Contraloría General de la República que exige a la rectoría de la universidad devolver cerca de $3.400 millones que no se habrían destinado a becas, los estudiantes, -salvo honrosas excepciones-, han sido indiferentes frente a los 1500 de sus compañeros o compañeras que habrían podido ser beneficiados, en una especie de complicidad pasiva ante esos desvíos de dineros.
Las autoridades durante estos 30 años no sólo han sido incapaces de visibilizar y enfrentar el peligro y el daño de esta dinámica neoliberal mercantilista, individualista e indiferente para la sana convivencia universitaria sino que, insólitamente, no obstante sus disfraces vanguardistas, la han promovido dentro de las aulas, como si la universidad fuese más una empresa privada que una casa de estudios. Como alguien señaló, “nuestro desafío ha de ser cómo la ciencia y el conocimiento constituyan un aporte al desarrollo integral del país y no una industria de artículos (papers) para revistas al servicio de intereses particulares”.
La USACh discute actualmente nuevos estatutos, -con una baja participación-, resultado natural del miedo, sopor y apatía descritos y en medio de un proceso tutelado por el Consejo Académico presidido por el Rector, que desconoce la autonomía de un organismo triestamental electo para los fines de liderar un proceso participativo y democrático, como lo indica la ley 21.094.
La propuesta de un nuevo calendario, que permitiera extender los plazos para aumentar la participación, garantizar el debate y movilizar a la comunidad, para perder el miedo y atreverse a imaginar una universidad distinta, fue desconocida por el Consejo Académico, que insiste en un calendario acotado, estrecho, que no tiene en cuenta los tiempos que nos permite la misma ley y que no fomenta la participación de los distintos miembros de nuestra comunidad.
A pesar de lo anterior, y ante el esfuerzo de reemplazar los estatutos de la dictadura, se abre la esperanza de cambios en la USACh, pero al igual que en una partitura en la se requiere un director a la altura de los acordes, la USACh clama por nuevas autoridades, que entiendan el sentido de una auténtica comunidad universitaria, -humanista, libre, participativa, democrática, pluralista, dialogante, con conciencia social- capaces de crear un espacio de trabajo colaborativo donde nadie debe quedar fuera. El principio de no reelección, que enarbolara Francisco Madero, en 1910 en pleno proceso de Revolución Mexicana, buscaba precisamente, evitar la generación de autoridades que se vuelven autocráticas y lesionan la participación real de la comunidad. Esa búsqueda ha quedado trunca en nuestra universidad y en ella reside gran parte de la apatía, el miedo y el sopor de la misma.
Del mismo modo se requiere una comunidad organizada en torno a estos nuevos valores que vayan más allá del discurso teórico. Se requiere una comunidad de académicos, funcionarios y estudiantes unida y organizada que encarne una nueva dirección, que cultive un nuevo entendimiento del ser y hacer universidad, que comprenda que el progreso de solo unos pocos termina en el progreso de nadie. Sin la participación activa de todos los estamentos, que representen una mirada innovadora, unos nuevos estatutos carecerán del impulso necesario que le confieran legitimidad para una transformación profunda de nuestra universidad.
Tenemos la certeza que, al igual que en los primeros tiempos, el ser humano logrando superar sus miedos y con los pies en la tierra levantó unas brasas encendidas iluminando el camino de la especie humana, la comunidad universitaria organizada de la USACh, será capaz de superar el miedo, el sopor y la apatía resignificando su quehacer para devolver al país una universidad Estatal con conciencia crítica de la nación.
A este enorme desafío se enfrenta entonces hoy la USACH: a reencontrarse con su esencia y sus tradiciones para servir realmente al país y a las necesidades más urgentes de su pueblo. Una gesta para sus académicos, estudiantes y funcionarios que ha de abordarse con nobleza, grandeza, excelencia, solidaridad, desprendimiento y, especialmente, coraje.
*Académicos USACh