En el artículo anterior, “El círculo vicioso de la concentración de la riqueza”, describíamos los mecanismos de acumulación a través de los cuales el poder económico, no solamente acelera su apropiación de la renta, sino que además por su posición dominante sale indemne de las pujas distributivas tradicionales (empresarios vs. asalariados; recaudación impositiva vs. Ingresos privados), restringiendo así cada vez más el margen de maniobra para el mejoramiento del nivel del salario real, la rentabilidad de las pequeñas y medianas empresas, y el equilibrio fiscal del Estado. Pero para poder sostener esta brutal transferencia de ingresos es necesario dividir para reinar, convencer a las víctimas de que son responsables de su desgracia, y en la batalla cultural imponer los valores del individualismo instalando un sentido común que acepte a la meritocracia como ordenador social. Todo esto se apoya en cierto sentido moral muy arraigado que valora como justo que cada cual obtenga en proporción a su esfuerzo y dedicación, y por tanto asume al argumento meritocrático como lógico y verdadero, pero ahora veremos algunas de las mentiras que esconde el mismo, engañando a los propios devotos del individualismo.
El cuestionamiento más frecuente pone el eje en la falta de igualdad de oportunidades, condición sine qua non para atribuir los diferentes resultados a los esfuerzos individuales. Los viejos liberales siempre han hablado de la igualdad de oportunidades como requisito del orden meritocrático, pero a medida que las sociedades capitalistas fueron mutando hacia las plutocracias, tal requisito fue pasando a un conveniente segundo plano. Milton Friedman, ideólogo del Neoliberalismo, en su libro “Libertad de elegir”, cuando establece la diferencia entre igualdad de oportunidades y lo que denomina igualdad de resultados, apela sólo a los ejemplos que se acomodan a sus premisas, minimizando la desproporcionada y evidente ventaja que posee el capital acumulado frente a las virtudes y potencialidades de los individuos.
Sin embargo, pese a la ostensible desigualdad de oportunidades, un sector importante de la población no solamente cree que todos los millonarios lo son por mérito propio, sino que además considera natural que el resultado de tal mérito se transfiera a toda su descendencia, conformando verdaderas dinastías cuyas oportunidades crecen de manera inversamente proporcional a lo que disminuyen para el común de los mortales. La propaganda neoliberal se ha ocupado de resaltar las maravillas de la competencia, mientras disimula bajo la alfombra la desigualdad de oportunidades. Mientras que la educación pública, última esperanza para mejorar las oportunidades de los desheredados, es atacada y deteriorada para reemplazarla por la educación privada, no sólo por ser un buen negocio, sino porque además se adecua mejor al modelo meritocrático. Colegios más caros y prestigiosos para los ganadores, y escuela pública para los perdedores, cristalizando aún más las diferencias e impidiendo la movilidad social ascendente. Esto a menudo es bien visto por sectores medios aspiracionales, que consideran que las oportunidades de sus hijos deben ser proporcionales a su esfuerzo por pagarles un colegio privado, y si otros niños por ser pobres no tienen oportunidades, será porque sus padres no se esforzaron, como si los hijos tuvieran que ser una mera prolongación de sus padres.
Esta batalla cultural que da el neoliberalismo por imponer como sentido común a la meritocracia resulta funcional al proceso de concentración de la riqueza, en el que vastos sectores de la población quedan marginados o deben endeudarse para mantener su nivel de consumo, y entonces resulta muy conveniente hacerle creer a toda la sociedad que los que se empobrecen son responsables por no esforzarse lo suficiente. A medida que se concentra la riqueza, la lógica competitiva se reduce a un terreno cada vez más acotado, porque el poder económico se va quedando con la parte más grande de la torta y el resto compite por una porción cada vez menor; pero mientras esa lucha se libre con las reglas de la meritocracia, todos creerán que lo poco que logren será por su dedicación. Es conocido el viejo proverbio que afirma: “no hay que regalar el pescado sino enseñar a pescar”, y a todos nos parece verdadero. Sin embargo, si alguien se fuera adueñando los ríos y los mares, y al resto sólo nos quedara una pequeña laguna, por más que nos esmeremos nunca habría peces suficientes. Supongamos que en esa competencia haya igualdad de oportunidades (la misma laguna para todos, un botecito y una caña de pescar para cada uno), posiblemente alguien que se esfuerce un poco más o sea más hábil podrá pescar dos o tres peces, otros pescarán sólo uno, y muchos no pescarán nada, sencillamente porque no alcanza para todos. Pero imbuidos del “espíritu competitivo”, el resultado de cada cual se podrá explicar por la proporción de los méritos individuales, nos convenceremos de que la distribución fue justa y que la meritocracia funciona……pero nadie se preguntará por qué sólo tuvimos una pequeña laguna a disposición en un planeta tan grande.
Veamos un ejemplo cotidiano. Si en cada hogar hiciéramos un cálculo de los rubros en los que gastamos nuestros ingresos, veríamos que la mayor parte se destina a consumir productos y servicios de grandes empresas. Servicios de electricidad, gas, agua, TV, internet, telefonía, todos ellos provistos generalmente por monopolios u oligopolios. Compramos vehículos y gastamos en combustible y peajes, todo manejado por corporaciones. Alimentos, bebidas y otros artículos de consumo diario, en cadenas de hipermercados que imponen sus condiciones a los productores que los abastecen. Si compramos ropa de marcas conocidas, estas son provistas por empresas multinacionales y las adquirimos en locales comerciales de renombre internacional. Y hasta cuando salimos a comer, a menudo lo hacemos en locales de alguna cadena de franquicias. Cada vez son más los rubros absorbidos por los grandes jugadores del mercado, y cada vez es menor el margen de maniobra de un emprendedor para constituirse en oferente de una demanda acotada por un presupuesto familiar limitado. Desde ya que también hay otros rubros, sobre todo en el área de servicios, que siguen siendo opción para emprendedores y trabajadores, y siempre podrán surgir nuevas alternativas que no dependan de los poderes concentrados, pero lo que estamos diciendo es que deben sobrevivir en un terreno cada vez más reducido, porque los grandes jugadores del mercado se han apropiado de todo lo concerniente a consumo masivo, operan con altos índices de rentabilidad, y por lo general manejan rubros de demanda más inelástica.
Esta progresiva reducción del ingreso social disponible para aplicar al consumo de bienes y servicios de pequeñas empresas, que no formen parte de la cadena de valor de las grandes, reduce las expectativas de la puja meritocrática al nivel de supervivencia, y en esa puja los “menos eficaces” simplemente quedan marginados del sistema. Pero lo curioso es que mientras esa puja haya seguido las reglas de la competencia meritocrática, cada cual supondrá que está en el lugar que se merece. A través de la manipulación mediática se exhiben algunos modelos de self made man que comenzando de abajo llegaron al éxito, así logran que los sectores medios aspiracionales se miren en ese espejo y participen de una competencia salvaje en la que los perdedores serán mirados con desprecio. Pero la vida no es una competencia deportiva, en la que necesariamente hay un solo campeón, un podio para dos más, y el resto se vuelven a sus casas; en la competencia económica los perdedores quedan marginados con empleos precarios o desempleados.
En síntesis, el relato de la meritocracia se basa en la premisa del esfuerzo individual, que a priori parece verdadero pero que resulta falso por la desigualdad de oportunidades, y sobre todo por la reducción progresiva del coto de pesca disponible para la mayoría. Si realmente creemos que el crecimiento y el desarrollo económico se potenciarán mediante la liberación de las fuerzas productivas, lo que significa brindar oportunidades para que cada cual realice el mejor esfuerzo al que esté dispuesto, entonces debemos garantizar la igualdad de oportunidades y desarticular la concentración económica abriendo el juego a todos. Es claro que todo esto no lo hará el mercado, que tiende a la concentración, sino el Estado en la medida que represente los intereses de la mayoría. Seguramente que para lograrlo habrá que tener claras políticas públicas en torno a cuestiones financieras, tributarias y laborales, para facilitar la desconcentración y lograr más espacio para las pequeñas y medianas empresas; pero sobre todo habrá que fortalecer la educación pública y librar la batalla cultural develando las mentiras que se ocultan detrás del modelo meritocrático neoliberal.