El imperio de la justicia y el acceso a la información son de los temas más sensibles para la supervivencia de una democracia saludable en cualquier país. En ambos casos, mucho depende de la capacidad de la ciudadanía para detectar las fisuras, combatir las injusticias desde una posición analítica e informada y participar activamente en los asuntos de la comunidad. A pesar de las dificultades para emerger con mente despierta de la maraña de falsedades en la cual se debaten las sociedades, existen mecanismos para abrir los accesos a las fuentes y los archivos en donde se guarda la actividad de los centros de poder.
Sin embargo, muchas veces esos registros han sido capturados, borrados o negados al acceso público. Esto sucede en países carentes de regulaciones estrictas para salvaguardar sus registros históricos, porque quienes los controlan suelen escatimar esa información para evitar consecuencias legales por la comisión de delitos dentro de las instituciones. En este enorme bagaje de documentación no solo reside el hilo histórico sino también los detalles de crímenes cometidos por quienes administran la política, la economía y la justicia de una nación.
Ayer 24 de marzo se celebró el Día Internacional del Derecho a la Verdad proclamado en 2010 por la Asamblea General de las Naciones Unidas para promover la memoria de las víctimas de violaciones graves y sistemáticas de sus derechos humanos, así como resaltar la importancia del derecho a la verdad y a la justicia. La relevancia de esta decisión de la ONU pone de manifiesto de manera muy puntual el derecho de las víctimas de abusos a conocer los detalles de las acciones cometidas en su contra y exigir la aplicación de la justicia para castigar a los culpables. Por ello, resulta una acción especialmente emblemática cuando tanto en Chile como en Guatemala se pretende liberar a los responsables de algunos de los peores crímenes de lesa humanidad cometidos en América Latina.
Las desapariciones forzadas, los asesinatos masivos por motivos políticos, las persecuciones contra líderes comunitarios y activistas ecológicos y las políticas de tierra arrasada -con el propósito de apoderarse de territorios ricos en recursos- son crímenes imprescriptibles en el escenario mundial. Sin embargo, los círculos de poder bajo cuya protección se encuentran los perpetradores –dentro de las estructuras del Estado y fuera de ellas- poseen un enorme poder ante sociedades acostumbradas a tolerar sus excesos y a vivir intimidadas por sus políticas represivas.
América Latina ha sufrido estos embates una y otra vez. Los países han perdido ya la cuenta de los golpes recibidos en sus intentos por establecer democracias transparentes y orientadas a proteger los derechos ciudadanos. Algunos presumen de libertades y desarrollo, pero solo benefician a un porcentaje mínimo de la población y dejan a las mayorías privada de derechos esenciales como la educación, salud y alimentación. En esas naciones, el acceso de la ciudadanía a la información veraz, verificable y completa sobre los actos de sus gobernantes suele ser casi imposible.
El derecho a la verdad proclamado por la ONU, por lo tanto, también debe incluir a las grandes mayorías. Junto con las víctimas de crímenes de lesa humanidad están enormes conglomerados humanos condenados a la miseria y al hambre por gobiernos corruptos y estructuras criminales apoderadas de sus instituciones. El acceso a la información pública y, especialmente, a los registros de los organismos represivos, debe ser un paso ineludible hacia la restauración del estado de Derecho.