¿De qué naturaleza habla el Ministro de Familia y Discapacidad, Lorenzo Fontana, cuando dice que el único modelo familiar válido es el «natural», con esa expresión reconfortante y confiada de Don Limpio que ciertamente dice la verdad?
Ya se ha demostrado ampliamente que en el entorno natural, formado por compuestos inorgánicos y orgánicos, microorganismos, bacterias y virus, flora, fauna y humanidad, todas las formas de desarrollo, reproducción, asociación y «crianza» son consentidos con el propósito de conservación y crecimiento de diferentes especies. Desde los insectos a los monos antropomorfos, los comportamientos homosexuales y la creación de familias «arcoiris» están ampliamente presentes y, en el caso de los humanos, están documentados desde los albores de la historia, con significados y roles de diferente importancia en diferentes épocas y civilizaciones.
En la historia del cristianismo ha habido voces con mucha autoridad que, en la fuerza y en la capacidad infinita de adaptación y crecimiento observadas en el entorno natural, han visto una manifestación del inmenso amor de Dios, hasta el punto de identificar a su Dios con la Naturaleza con una N mayúscula. Y hasta ahora podemos ver una cierta lógica, probablemente dada por experiencias personales particularmente intensas. Pero, ¿cómo podría suceder que este Dios = Naturaleza se volviera tan intolerante que ya no considerara a sus hijos, todas las manifestaciones maravillosas y variadas de su amor?
No existe ningún orden natural en la demonización de las familias arcoiris, del divorcio, del aborto y de todas las medidas que hoy tratan de describir con el lenguaje de la legalidad, aspectos del paisaje humano que siempre han existido y que crecen con el avance de nuestra civilización. Solo son delirios de sectas oscurantistas, son los gritos decadentes de un mundo que no quiere morir y que no es capaz de trascender, son expresiones demenciales de mentes traumatizadas por una aceleración de los tiempos que a menudo asustan. Pero el miedo es real, que vibra entre la gente y resuena ante esos gritos fanáticos.
La diferencia nos asusta, todavía nos asusta porque no somos capaces de reconocernos más allá de los diferentes y coloridos despojos que nos han sido entregados o que hemos usado voluntariamente. Yo no creo en Dios y no creo en la Naturaleza divinizada, pero siento claramente que todo ser humano tiene el derecho de percibir la divinidad en su manera particular, de seguir sus preceptos y de crecer de acuerdo a sus experiencias; pero también tiene el deber de respetar profundamente la existencia de cualquier otro ser humano, con sus creencias, sus preceptos y sus formas de crecimiento. Ya no podemos caer, como lo hemos hecho tantas veces en nuestra historia, en el engaño de una verdad absoluta, la que ha generado conflictos y tragedias de los que nadie quiere sentirse responsable.
Traducido del italiano por Michelle Oviedo