Por Javier Tolcachier
Estoy en el aeropuerto de Ciudad de Panamá. En breve abordaré el avión que me lleve a Caracas. Voy con exceso de equipaje, cargado con cientos de abrazos latinoamericanos, buenos deseos para el pueblo venezolano y mensajes de fuerza para el gobierno constitucional que preside Nicolás Maduro. Pero la aerolínea no me cobrará el sobrepeso, la solidaridad no cabe en una valija.
En un pasillo largo, de esos que conectan las distintas alas del aeropuerto, veo sobre una pared vidriada una iniciativa interesante. La oficina local de Naciones Unidas ha colocado en letras autoadhesivas el lema “DEFIENDE LOS DERECHOS HUMANOS”. Entre bellos rostros que reflejan la diversidad humana, puede leerse en inglés “Todos somos iguales en dignidad y derechos humanos”. De pronto giro la mirada y descubro frente al mural un amplio salón con interesantes comodidades para los viajeros. Cansado por el largo viaje desde mi ciudad natal, me dispongo a disfrutarlas, pero una amable señorita y un mostrador se interponen. “Es sólo para pasajeros con billetes de categorías más altas” –me aclara. Pasajeros VIP, personas muy importantes, pienso y vuelvo a mirar una vez más la pared del frente, para ver si todavía está allí.
Camino un poco más y a pocos metros, nuevamente el sugerente mural, con las inscripciones esta vez en español. Para que nadie lo olvide, mejor repetir. Miro a la pared del frente y la triste realidad se devela una vez más ante mis ojos. Sobre un sereno fondo azul, se publicita allí el sanatorio privado líder de los Estados Unidos, el «namber uán» de la salud. Desconozco si allí se atiende sólo a “personas muy importantes”, pero estoy seguro que la igualdad de dignidad y derechos seguramente se queda en la puerta, si no puedes pagar por ello.
El Estado panameño ha puesto aquí también una oficina con hermosas imágenes de sus paisajes naturales. En el frontis una pantalla digital invita, en castellano, inglés y chino a los inversores a colaborar en su destrucción. Hay además sustantivos emblemáticos de la visión gubernamental. Busco palabras como “libertad”, “igualdad”, “fraternidad”, pero no las encuentro.
Miro a las personas que trabajan en este lugar. A los que atienden las tiendas – así se dice por aquí -, a los empleados del aeropuerto, a los policías, a las muchachas que limpian, a los señores que se ocupan de la basura. Son casi todos negros o descendientes de indígenas, todos ellos apenas mestizados, inconfundible parte de este pueblo tan colonizado como los demás en América Latina y el Caribe. Pero en Panamá con exceso de colonización. Los “gringos” fueron durante casi cien años dueños de uno de sus recursos más importantes, un canal de navegación entre el Pacífico y el Caribe. Canal que dio origen a este país, separándolo de Colombia. Siglos de esclavitud y oprobio, legalmente desterrados hace apenas pocas generaciones, no desaparecen fácilmente. Tampoco el afán racista. Como burla macabra, la empresa contratada para hacer desaparecer la basura, cuyos obreros son casi en su totalidad personas de piel cobre, negra y mulata, se llama “Hombres de Blanco”.
Algo más allá, una joyería atrae a posibles clientes con un enorme corazón, recordando la cercanía del Día de los Enamorados. Una celebración también importada desde el Norte, en la que el Amor – al menos según este negocio – debería estar acompañado de un brillante. Acaso para que algo de luz entre en las relaciones. Demuestre que ama y que puede demostrarlo, parece ser el mensaje.
Recuerdo una vez más la inscripción de Naciones Unidas y pienso ¿hasta cuándo conviviremos con la hipocresía capitalista? Lamentablemente no tengo tiempo para profundizar la reflexión. El internet del aeropuerto es gratis tan sólo por 30 minutos.