Por Richard Ruíz Julién

La Habana (PL) Al salir de casa me llevé la gorra porque sabía que soplaría fuerte el aire en esa noche desangelada del 27 de enero: es ya una costumbre casi patológica no dejar que el viento me despeine.

Conmigo iban mi mamá, mi esposa y algunos amigos; conversábamos de preocupaciones varias. En el teléfono móvil la canción ‘Stay’, de Sia y Marshmello.

Aunque las previsiones de tormentas provocadas por una baja extratropical estaban en la prensa desde hacía horas, cuando decidimos resolver la diligencia a la que íbamos sólo una llovizna atormentaba el barrio de Santos Suárez, en el municipio capitalino de 10 de Octubre.

Pero en cuestión de segundos un tornado cambió el destino de aquella apacible noche habanera.

La oscuridad hizo que me volteara: la impiadosa penumbra, un silencio palpable, nada más parecido a un infausto presagio. ‘Mamá, al llegar a casa no tendremos luz’, dije.

Ella hizo un gesto de ‘ya tú sabes’ con una mano, con la otra sujetaba fuerte la sombrilla: era recién comprada, la única que tenía. Segundos después comenzó un estruendo como de tanques de guerra, como de aviones aterrizando en las avenidas.

Algunos comentaron después que aquello parecía un martillazo en medio de la noche o el fin del mundo tantas veces descrito en la Santa Biblia.

‘Seguro que la termoeléctrica arrancó para resolver el problema de la electricidad’, sugería mi madre con la ingenuidad de quien no está acostumbrado a estos eventos. Mi abuelo tenía apenas 10 años cuando el último tornado azotó La Habana el 26 de diciembre de 1940.

En instantes empezó a granizar y lo que vi en el cielo no lo entendía en ese momento. Para mí eran papeles y cartones volando en círculos -más tarde supe que eran chapas de zinc arrastradas por el endiablado viento.

Mi esposa y los amigos corrieron a refugiarse en un portal cercano; mi mamá quedó atrapada por el miedo y las ráfagas contra la pared, en la acera opuesta. No perdí tiempo, corrí hacia donde estaba en medio de la tempestad y la abracé lo más intenso que pude, aunque juntos no éramos más que otro capricho del aire en su paso arrollador.

Ella cayó al suelo y el rabo de nube se le fue encima con una ferocidad que parecía inquina. Rodaba por entre las piedras desprendidas de los balcones, alrededor de cables del tendido eléctrico que chipoteaban enardecidos. En sus manos ya no estaba la sombrilla.

Me lancé sobre su cuerpo sin importar ya si seríamos o no arrancados del suelo, sólo quería protegerla. Sentí un golpe fuerte en mi cabeza, no sé aún si fue un pedrusco o el granizo que escupía el cielo.

Juntos nos incorporamos y cruzamos al portal, guiados por los gritos desesperados de mi esposa y los amigos. Mi cabeza sangraba y mis piernas temblaban. Sin poder sostenerme, cargado, llegué al policlínico de las calles Coco y Rabí, donde estaban decenas de lesionados.

En todos los rostros se podía ver, a la súbita luz de la sala de enfermería, que acababan de sentir la muerte, flotante, buscando donde posar.

La mañana reveló el desastre: montones de escombros, paredes deshechas en polvo, rejas y postes de electricidad retorcidos, árboles arrancados de raíz, restos de sangre todavía presentes en algunos puntos calientes de la catástrofe.

Hasta el momento se informó de cuatro muertos y 195 heridos, pero las autoridades advierten de que la cifra es provisional pues hay numerosos derrumbes y víctimas en estado de gravedad.

‘Acabó el rabo de nube’, era la frase más pronunciada el lunes siguiente por muchos residentes de las zonas afectadas, que aún sin reponerse del susto ni de las pérdidas materiales, se mostraban agradecidos -como yo- de poder sobrevivir para contarlo.

jf/rrj

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