La democracia es como el amor: para conservarla es preciso trabajar por ella, consolidarla a diario en el respeto por las leyes y los derechos de los otros, participar como ciudadanos y cultivar ideales comunes en la búsqueda de la igualdad, con tolerancia por las ideas ajenas. Todo eso dentro de un ambiente de paz y armonía. Lindas palabras cuya realidad suele ser incompatible con la naturaleza humana, más inclinada al abuso de poder, a la codicia y a la búsqueda de satisfacción individual. Este cuadro, el cual se repite una y otra vez en países como los nuestros, ha causado una debilidad endémica a lo largo de la historia, en parte por la injerencia de potencias industriales cuyas acciones directas e indirectas nos han transformado –en mayor o menor grado- en repúblicas bananeras, pero también por la impotencia ciudadana.
Durante el fin de semana, Guatemala se ha convertido en el ejemplo más representativo de esta triste definición. Un gobierno bajo la influencia de una casta de empresarios cuyo dudoso mérito reside en haber conseguido montar todo un sistema de privilegios, tan efectivo como para haber perdurado por siglos y para continuar engañando a los ilusos, quienes creen en su aporte a la economía y al desarrollo. Sumado a ello, un ejército en cuyo papel de guardián de esta casta de privilegiados ha perdido todo contacto con su verdadera misión y una clase política cuyo mayor interés es blindarse contra la acción de la justicia para hacer de los bienes nacionales su caja chica.
Cuando por obra de algún milagroso fenómeno de la naturaleza se logró crear un organismo de investigación y apoyo a la justicia (Cicig) para perseguir los delitos cometidos por las organizaciones criminales insertas en el Estado, se podía augurar una apertura en esa cobija espesa de la impunidad institucionalizada. Por ese esfuerzo se logró avanzar en importantes casos de alto impacto, llevando a prisión a personeros de los sectores políticos, empresariales y castrenses. Sin embargo, el presidente de la República y su consejo de seguridad, integrado por los ministros de gobernación, relaciones exteriores, de la defensa y otros funcionarios de menor rango, se han atrincherado contra cualquier investigación sobre sus actos de corrupción, rompiendo en pedazos el marco institucional, violando disposiciones constitucionales y desobedeciendo las órdenes de las más altas cortes del país en su afán por impedir la acción de la justicia.
Pero este escenario que podría haber provocado una repulsa general e inmediata de la ciudadanía, solo ha permeado en ciertos estratos de la sociedad como las organizaciones civiles y los grupos más próximos a la vida política nacional. La grandes masas, divididas por estrategias pergeñadas desde los grupos dominantes, siguen en la duda de si perseguir a los criminales instalados en el Estado es bueno o malo para la salud nacional, porque hay quienes afirman que esta clase de noticias perjudica gravemente a la economía y a la imagen del país en el exterior, desanimando a posibles inversores.
El silencio ciudadano ha sido la protección más eficaz para los corruptos, a lo largo de su historia y, por supuesto, durante los gobiernos de la época democrática. El saqueo de riquezas ha sido constante y pródigo para los grupos de poder, mientras el pueblo se consume en la miseria más injusta. Las acciones intimidatorias del gobierno contra la Cicig y la ciudadanía son apenas una muestra del peligro al que se expone Guatemala: la posibilidad de perder una democracia incipiente que ha costado miles de vidas.