Por Patricio Hales
Nada de versallesco.
Aunque propio de ese estilo frecuente de no llamar las cosas por su nombre y no enfrentarlas como son.
Porque al final, en Versalles, aunque entre guantes, encaje y terciopelo, clavaban a fondo el sable.
El reciente Comandante en Jefe, general Martínez nombrado recién en Marzo de este año, lleva casi un mes dando explicaciones por sus declaraciones a puerta cerrada, pero puerta con oídos.
Dijo ante 900 oficiales: “Tenemos información de que hay oficiales y cuadro permanente que compra armas por la vía legal, que después las dan por perdidas, pero que lo que están haciendo es venderlas a grupos de narcos, de delincuentes”. Agregó que su privilegiado sistema de pensiones había que cuidarlo y defenderlo con dientes y muelas y se quejó comparando las denuncias de corrupción contra su rama con las de mar y aire. Después dijo que no lo ha pasado bien en estos 7 meses.
Aunque el valiente gesto del General Juan Emilio Cheyre (2002-2006) marcó la voluntad de un jefe del ejército de Chile de repudiar a la dictadura cívico-militar 1973-90 declarando “nunca más”, hay que considerar que todos los jefes del ejército chileno de la democracia post Pinochet, fueron formados, sin excepción, en la Escuela Militar durante la dictadura o sirvieron en las filas cuando el mando del ejército residía en el dictador.
No puede inferirse, de estos datos, la adhesión total de los militares a la dictadura, como tampoco al llamado de Cheyre hacia una nueva convicción democrática de sus subordinados.
Tratándose de una renovación del pensamiento y no solo de las formas, el proceso es naturalmente lento.
Pero más lento aún si desde la política y de los gobiernos democráticos, justificando sus propias conductas y programas, se instaló con fuerte decisión práctica en 1990 la idea de una transición “en la medida de lo posible”. Esta ha sido tesistamente defendida por sus partidarios en libros y artículos que dividen las filas políticas hasta el día de hoy.
Así los militares creen poder sentirse justificados, por los propios políticos democráticos, a asumir su propio proceso de transición, el que a la luz de los hechos y no de la imaginación izquierdista, ha sido más lenta que el resto, especialmente en materia de derechos humanos, información de los detenidos desparecidos y arrepentimiento.
La resistencias políticas de la derecha política y de muchos militares al esfuerzo de Cheyre son conocidas con reproches abiertos.
Pero no es solo porque temen ir a la cárcel, como ha ido ocurriendo lentamente, sino porque conservan una concepción del orden republicano controlado bajo las Fuerzas Armadas donde el golpe del 73 habría estado legitimado por el desorden y la tarea cumplida habría sido patriótica. Por eso un torturador habría actuado bien.
Recién en el siglo XXI, más de 10 años después de instalada la democracia, en Chile el gobierno envió un proyecto de ley para eliminar el artículo 5° de la Constritución Política del Estado donde se decía a la letra que el rol de las Fuerzas Armadas es ser garantes de la democracia.
Cuando ahora, en Noviembre de 2018, se conocieron las declaraciones del Comandante en Jefe, el escándalo inmediato y políticamente acertado, fue que ni el Ministro, la autoridad que en la Constitución tiene a su cargo las Fuerzas Armadas, ni el Ministerio de Defensa habían sido informados de la gravedad de oficiales comerciando con el narcotráfico.
Las explicaciones del general no resolvieron nada.
El debate popular fue buscar comprender cómo en un ejército orgulloso de su disciplina, de formación prusiana, alguien desde las propias filas grabó y filtró las palabras delatando al general.
Pero más a fondo en la política es posible que quizás, desde el propio mando del ejército, algunos querían mandar un mensaje militar a la política aparentando que se les había escapado el secreto. Evidenciando lo que a fines de los años 20 se bautizó como “el ruido de sables”. Incluso al riesgo de quedar públicamente como fuerzas incompetentes en sus sistemas de seguridad, apareciendo como incapaces en el resguardo y cuidado de una reunión hermética, en recinto militar, no cumpliendo el reglamento ni las lealtades mínimas de las que hacen gala, con tal que esa imagen de torpeza pudiera servir para expresarle disconformidad a la autoridad política.
Cabe preguntarse entonces cuánto de lo que el ejército piensa es lo que no se dijo.
Y es ahí donde parece residir la gravedad de los hechos.
El ministro convocó al general por la prensa para reprenderlo por sus dichos, pero más preocupante que estos, en los hechos subyace la naturaleza de un acto en que se expresan disconformidades variadas, sin informar al propio ministro de su realización y sus términos.
Un columnista le preguntó al ejército ¿inocentes, culpables, incompetentes o insubordinados?
Este nuevo CJ parece muy lejos respecto a Pinochet y deseoso de transparentar los procesos oscuros en que se han visto envueltos los militares; está colaborando para limpiar las irregularidades financieras del ejército y propiciando la renovación de proceso de control; hace pocos meses llamó a retiro al director de la Escuela Militar porque en un evento deportivo militar, un coronel, hijo del condenado militar Krasnoff le hizo un homenaje en su discurso; tiene claro que en el Chile de hoy nadie, ni la ultraderecha, se atreve a sugerir que el pueblo chileno apoyaría un golpe de estado.
Pero el Comandante en Jefe general Martínez es parte de un ejército que ha hecho una transición a la democracia más lenta que el resto de la institucionalidad chilena.
Una dictadura de 17 años no pasa sin dejar huellas doctrinarias, de país. Deja hábitos adquiridos en la práctica del uso del poder total. Más aún en unas fuerzas armadas que se prestaron para el golpe derechista del 73 porque ya su pensamiento y acción se alimentaron participando de la presión política golpista en Chile desde el siglo XIX.
Alguien dijo que los militares debían profundizar sus cursos sobre derechos humanos. Yo digo que las fuerzas armadas requieren comprender el valor del concepto de orden que tiene una república democrática .
Parecieran no valorar el monopolio del uso y tenencia de las armas como un mandato del país, en que subordinarse al mando político es una oportunidad de servir al país conforme a lo que el pueblo elige libremente.
Aún no entienden el concepto de subordinación como el orgullo de obedecer el mandato de su propio pueblo por la vía de sus gobernantes democráticamente electos por ese mismo pueblo.
Aún miran la subordinación al poder político, o como me precisan algunos, al poder civil, como un concepto peyorativo. Su orgullo residiría en un rol de fuerza y honor misterioso como el que representa de modo brillante, propio de un curso político militar, Jack Nicholson en “Código Rojo”.
Este cambio requiere apoyo desde la política.
Requiere que la política deje de actuar solo con caricaturas o estereotipos militares. Exige comprensión del pensamiento militar y ser firme en las convicciones.
Y exige que los políticos estudiemos esa realidad militar para hacer la tarea con las fuerzas armadas.
Sino seguiremos siempre en transición, en este aspecto.
Porque hasta hoy el ejército chileno no ha demostrado haber transitado plenamente de la dictadura a la democracia.