Carta abierta a Juan Guillermo Tejeda
Ahora bien, como el docto señor Tejeda no se dio la molestia de dejar un correo electrónico o una dirección donde pudiese recibir respuestas –lo que contradice de plano algo esencial al sistema democrático con el que tantas gárgaras hace: la posibilidad de debatir y confrontar visiones de mundo– es que me veo obligado a lanzar estas líneas al mundo virtual con la esperanza de que lleguen en algún momento a don Juan y lo hagan perder los mismos cinco minutos que perdí yo al leer su rabieta verborrágica.
Lo primero que me interesa decirle, señor, es que usted comete un error al meter en un mismo saco a todas las personas que no votan asumiendo que en todos ellos opera un patrón común: la desidia. Asume usted que en cada uno de esos casos –más allá o más acá de las explicaciones que cada uno esgrima– lo que está en juego es la dicotomía lógica entre flojera/responsabilidad, infantilidad/madurez o desinterés/compromiso. Lo que usted sostiene es que habría, de un lado, ciudadanos inteligentes y, del otro, una manga de simios consumidores incapaces de mirar un metro por delante de sus tristes y precarias existencias posmodernas, poscapitalistas, posindustriales, poshumanas. En extremo, lo que usted quiere afirmar es que se trataría de una distinción visible e indudable entre los “buenos” –extraña y coincidentemente aquellos a los que usted pertenece– y los “malos” –esa tropa de subnormales, antisociales, antipolíticos y malagradecidos que son, al mismo tiempo, resultado y productores del estado actual de las cosas, vale decir: víctimas y responsables de que hoy gobiernen los que gobiernan y lo hagan de la forma en que lo hacen–.
Sepa, don Juan, que los sistemas políticos no se “disparan en las patas”, el primer deber del príncipe es seguir siendo príncipe, decía hace quinientos años Maquiavelo, o sea: el primer deber del poder es mantenerse en el poder. El poder no se pone en riesgo a sí mismo de manera gratuita, si el poder lo invita a las elecciones es porque sabe que con ellas no cambiarán diametralmente las relaciones de poder.
Huelga decir, pontificante señor, que si bien el orden de cosas actual presenta –y representa– a muchos de aquellos a los que usted apunta, existe además una serie de sujetos que, con fundadas y legítimas razones, hemos decidido renunciar a participar de estas elecciones. Le explico someramente algunas, esperando que su magnánima señoría pueda comprender.
Seguramente usted conoce muy bien la ya vieja sentencia aristotélica que subyace en la idea del zoon politikon según la cual: sólo vive fuera del orden político una bestia o un dios. Yo no sé si usted creerá en la existencia de las divinidades y debe estar pensando, tal vez, que es de perogrullo que un subnormal como yo –que no vota– no tenga el “don de la fe”, pero en lo que debemos estar de acuerdo es en que los humanos no somos dioses y que, en consecuencia, aquellos que renunciamos a votar somos bestias. Hasta aquí su punto es plausible y debe estar sonriendo confiado al sentir el respaldo de un pensador tan profundo y decisivo para la filosofía política como lo es el viejo Aristóteles. Sin embargo, imagino que usted desconoce –porque si lo conoce y lo está omitiendo el asunto es más grave– que ya para los mismos griegos el problema de “lo político” es muchísimo más profundo y complejo que la sentencia del pensador recién citado. Si usted se toma la molestia de recorrer un breve tramo de la obra platónica –me refiero a La República─, podrá ver que ya Platón tiene muy serias dudas respecto de la democracia y sus implicancias. Me imagino que desconoce u obvia –qué horror que así sea– la antiquísima polémica entre Sócrates y Trasímaco que el mismo Platón, en libro primero de la obra recién citada, expone. Desconoce los temores que Alexis de Tocqueville, uno de los teóricos que más aportó en la conceptualización del régimen en defensa del cual usted rasga vestiduras, expresa sobre este mismo. Desconoce las precauciones de Rousseau, la desconfianza de Marx y la crítica de Nietzsche, desconoce los textos de Horkheimer, de Adorno y de Benjamin. Debe desconocer –porque insisto en que sería un horror que conociéndolos los obvie– a Arendt, Weil, Foucault, Agamben, Nancy, Esposito y un larguísimo etcétera de autores que en diferentes épocas y con distintos argumentos han enunciado y desenmascarado el juego de dominaciones, renuncias y sometimientos que se esconden por debajo de su “sacrosanta democracia”.
No es mi función –ni mi interés– explicarle aquí los aportes que ellos han hecho a este antiguo e irresuelto debate, entiendo que el leerlos y analizarlos es una tarea que usted debiese hacer antes de tomar la palabra y apuntarnos desde su púlpito con su dedo acusador y sus insultos infamantes. No obstante, quisiera plantearle una distinción conceptual que, si revisa, puede encontrar tanto en los planteamientos de Rancière como en los de Mouffe, esto es: la diferencia existente entre “lo político” y “la política”.
Para los recién nombrados, la “politicidad” es un campo en el que los individuos están en una constante definición y redefinición de sus identidades al interior de un espacio –a un solo tiempo– social, económico, discursivo, religioso, etc. Así, entonces, “lo político” dice relación con esa condición de redefinición y cambio en la que están inscritos –de por vida– los sujetos. “La política”, por el contrario, sería lo relativo a los regímenes institucionales que se crean con la intención de controlar, regular y constreñir dicho movimiento de cambios y redefiniciones. Puesto muy simple: mientras “lo político” es el devenir incontrolable de la actividad humana, “la política” es la herramienta con la que el poder trata de limitar dicha potencia y articularla para su propio beneficio. Mientras “lo político” es apertura, potencia y posibilidad de un mundo otro, “la política” es un régimen de captura y anquilosamiento a un orden ya dado –orden que, como sabrá bien usted, hoy y antaño beneficia a muy pocos a costa de muchos–. Es esto lo que afirma Mouffe cuando señala: “Concibo ‘lo político’ como la dimensión de antagonismo que considero constitutiva de las sociedades humanas, mientras que entiendo a ‘la política’ como el conjunto de prácticas e instituciones a través de las cuales se crea determinado orden”.
Como podrá ver, estimado Juan, la simple proposición de Mouffe y Rancière nos permite dilucidar dos asuntos. Primero: que existen sujetos a los que no nos interesa participar en “la política”, pero no por eso somos sujetos a los que no nos interese “lo político”. No se trata de flojera o desidia, por el contrario, en mi opinión, resulta un ejercicio infinitamente más trabajoso –y a veces hasta doloroso– el tratar de comprender la plenitud y complejidad del fenómeno político, que el levantarse un domingo cada dos o tres años, hacer una cola y marcar un papel. Y segundo: la distinción que proponen dichos autores permite entender que existen infinitas y múltiples formas para participar de “lo político”, siendo el proceso eleccionario sólo una de ellas. Se lo digo de otra forma: toda acción humana tiene su propio régimen de politicidad y es nuestra obligación saber desentrañar y entender la forma y la legitimidad atribuible a cada una. Luego, habría que saber leer qué es lo que expresan, qué es lo que “políticamente” dicen y defienden acciones como las de los no votantes, las de una barricada o, en extremo, el incendio de un camión maderero, la ocupación de tierras o un bombazo en un banco o en un basurero. Yo sé que al “sentido común democrático” tan institucionalista, tan republicano, tan “ordenadito” todo esto último le parece una aberración y una infamia, pero sepa que para la filosofía política su comprensión resulta obligatoria.
Con el asunto despejado entonces –y habiendo dejado en claro que “lo político” es algo que efectivamente me interesa–, quisiera decirle algo que imagino usted sabe bien, pero insiste en hacer caso omiso: todo régimen político –todo orden– tiene por primera y principal función administrar la vida de los “sujetos”. Efectivamente, como usted sabrá, de ahí la etimología del término: sujeto es el “subjectum”, es aquel que esta “sujetado”, constreñido, ligado obligatoriamente y sometido a un régimen de control y obediencia. Los diferentes regímenes políticos que han existido durante la historia han tenido dicha función: poner la vida de estos a disposición y beneficio de un poder o, para decirlo como Marx, de una clase. No se engañe, Juan, y no engañe a la gente que lo lee: la democracia que usted defiende no es en modo alguno “el régimen menos malo” ni “lo mejor a lo que podemos aspirar”. La democracia que usted defiende es sólo la variante moderna –más o menos maquillada dependiendo del caso– de un larguísimo sistema de dominación. No es verdad aquello que usted señala respecto de que “la democracia ha costado sangre” y que el voto fue “una peleada conquista de nuestros antepasados”. Es cierto que la sangre de muchos –tal vez de los mejores– ha bañado nuestra tierra y otras, pero al mismo tiempo es cierto que el poder no ha cedido un ápice en consideración a dichos muertos. Cuando el régimen político ha vivido transformaciones es en atención –primero y principalmente– a la necesidad estratégica de hacer del poder una herramienta más eficiente, tenue y sutil que disminuya al máximo la resistencia que su ejercicio brutal provoca. No creo que usted sea tan inocente e ingenuo para pensar que en el caso chileno la democracia “volvió” a nosotros un cinco de octubre y que la misma fue recuperada con el famoso slogan de campaña que decía “sin odio, sin violencia, vote no”. No creo que sea tan ingenuo para no ver que dicho recambio obedecía a un “nuevo momento” donde el orden económico implantado estaba ya asegurado y se necesitaba un recambio político que lo legitimara y lo hiciera soportable. Usted dice que eso no es más que lo que “la mayoría quería” y, bueno, el punto debo concedérselo, pero sabrá usted que “la mayoría” no somos “todos”, y que hubo gente que por perseguir la opción legítima de un cambio real terminó muerta o encarcelada.
Para que usted y su “mayoría” pudiera ir a votar hubo gente torturada y encerrada por el aparato policial que la “democracia” que usted defiende hizo funcionar de manera oscuramente similar al de la dictadura que se había “derrotado”. No se trata aquí de llorar muertos, no me interesa hacerlo, sólo pretendo señalar que este sacrosanto régimen que usted aplaude y defiende está parado sobre los cadáveres y la sangre de muchos, está erigido sobre cuerpos acribillados el ochenta y nueve, el noventa, el noventa y dos, y también el dos mil nueve y el dos mil doce. En lo fundamental nada ha cambiado, esperanzado amigo, lo único diferente es que ahora el poder opera con la legitimidad que le permite el decir que fue electo “democráticamente” y que cuenta con el apoyo de usted y de su “mayoría”. Entonces, así como usted me acusa de “cómplice pasivo” –parece que le gustó el terminó que acuñó nuestro querido Sebastián–, yo lo puedo acusar de “cómplice activo”, puesto que es con su apoyo y beneplácito que el orden político vigente actúa en contra de la vida de las personas y de los intereses de la patria que usted dice defender. Es con su apoyo y beneplácito que los candidatos por usted electos: privatizan empresas públicas, niegan acceso a la salud, nos ofrecen una educación mercantil y precaria –y de pasadita les perdonan las moras y les rebajan los impuestos a las grandes empresas–. Usted, don Juan, es cómplice de las hidroeléctricas y de Pascua-Lama, cómplice del royalty irrisorio que paga la gran minería privada y de un sinfín de injusticias más. Es cómplice porque usted los votó, porque usted los eligió, porque usted les dio su apoyo y legitimó su actuar. No me venga ahora con que usted no vota por Golborne o por Piñera, porque sepa que aquello que le digo se produjo en el período de la Concertación. Sepa –me imagino que lo sabe– de la relación “incestuosa” entre esos conglomerados políticos que hacen como que pelean en el Congreso y sus campañas electorales mientras educan a sus hijos en los mismos colegios, comparten intereses empresariales y –de tarde en tarde– se toman un traguito mirando el bello mar de Cachagua o Zapallar. Usted, asúmalo, es su cómplice y, como le decía: no pasivo sino activo.
Dirá usted que si no me gusta la Concertación ni la Alianza por qué no elijo otro candidato a presidente, senador o diputado. Dirá usted que hoy existen nueve postulantes a la presidencia y un número mayor de postulantes al parlamento. Le pregunto yo a usted ahora si lo está diciendo en serio. Le pregunto si no me está tomando el pelo. Le pregunto si no sabe que la elección está definida ya entre las dos señoras –en rigor, a favor de una de ellas: aquella que nos dice que ahora sí, que esta vez será diferente y que, como decía Neruda, nosotros los de antes ya no somos los mismos, aunque claro está que don Pablo se refería a otra cosa–. Entonces le vuelvo a preguntar, ¿me está tomando el pelo?, le pregunto si no sabe que las demás candidaturas son como las ensaladas que acompañan un plato de carne; las guirnaldas del árbol navideño destinadas sólo a dar más luz y color a ese árbol que –ya derruido y de tanto ser armado esperando la llegada del gordo viejo de rojo que trae los regalos– ha ido perdiendo su brillo. Le pregunto si me está jodiendo o es que usted –como los niños– sigue esperando la llegada de ese viejo de rojo. Como no creo que usted sea así de iluso, debo asumir que me está tomando el pelo al invitarme ¡y exigirme! votar al interior de un sistema electoral que asegura que el control del Congreso quedará en manos de los sátrapas de siempre. Me toma el pelo al invitarme a votar al interior de un modelo eleccionario que permite que grandes eminencias como la “brillante” hija del “brillante” alcalde Sabat sea ahora diputada. Sepa, don Juan, que el que ella y otros de igual calaña estén ahí no es solamente culpa de los que los eligen, sino de un modelo eleccionario que permite que los votos se cuenten como se cuentan –usted sabe cómo se cuentan– y les asegura el triunfo a aquellos que saben poner la plata donde hay que ponerla y mover “las máquinas” de campaña como hay que moverlas. Un modelo tan hábilmente diseñado que incluso los que lo criticaban ahora le ven los rendimientos y beneficios, hasta tal punto que ninguno de ellos quiere –seriamente– reformarlo. Un modelo que era criticado única y exclusivamente por aquellos que estaban fuera –los comunistas– y que desde que les dieron un par de cupos parlamentarios –y les prometieron un par más en el futuro– descubrieron que más que seguir agitando el gallinero era mejor buscar un pacto espurio con aquellos que fueron directamente responsables de la muerte de sus compañeros hace no muchos años –no creo que usted sea de los que niegan el papel de la DC en el golpe militar–. Si los socialistas habían pactado con los democratacristianos, si los socialistas ya habían estado en la casa del tirano defendiéndolo –no me diga que se olvidó de Insulza y su defensa del tirano en Londres–, si sus primos socialistas ahora eran “socios-listos” y no habían muerto en el intento: pues ¿por qué tenían que estar ellos fuera?, ¿por qué no aprovechar el glamour y la frescura de su niña maravilla y llevarla a ella también –cual princesa fuere– al “palacio de la ley”? Y entonces le vuelvo a preguntar: ¿me está tomando el pelo?, ¿es al interior de ese orden donde yo debiese sentirme responsable de participar?, ¿es esa la fiesta a la que me invita?, perdóneme, pero en verdad no me gustan ni sus luces, ni su música, ni los tragos, ni la comida que me ofrecen. Perdóneme, pero me asquea el olor nauseabundo de las componendas que en medio de la pista de baile se están fraguando. Y, además, deje aclararle una cosa: usted tampoco está invitado a la fiesta, don Juan –¿o sí lo está y por eso la defiende?, ¿está invitado a la fiesta y no nos había contado?–. En la fiesta de repartijas no hay votantes, en la fiesta que tiene al Estado por piñata –ciudadanos incluidos– usted, ni yo, ni su vecino, llevamos arte ni parte. Usted, yo y su vecino no estamos invitados a la fiesta, estamos invitados simplemente a su simulacro, y es esa asistencia vicaria la que ahora es “de vida o muerte” según usted. Lea –o relea si ya lo hizo– a Baudrillard, don Juan, tome Cultura y simulacro y descubra –o recuerde– eso de que en las sociedades capitalistas posindustriales –sí, hoy– el orden político ha generado un campo de indistinción entre realidad y mentira suplantando lo “real” por su “simulación”, haciendo imposible determinar qué corresponde a cada uno de esos campos. Recuerde aquello y comprenda que en la votación del domingo no se está jugando la Democracia, la Felicidad, ni el Futuro. Lea y comprenda que el sistema electoral es un “simulacro” de participación e inclusión social diseñado no para cambiar la realidad ni la política, sino para legitimar el ejercicio de un poder que tiene bien repartidas sus cuotas desde antes.
Como verá, don Juan, podría pasar largas horas y llenar muchísimas más carillas exponiendo ideas y razones por las cuales la fiesta por la que nos denosta por no querer asistir me resulta tan vana y poco atractiva, pero lo resumiré así: sepa, don Juan, que los sistemas políticos no se “disparan en las patas”, el primer deber del príncipe es seguir siendo príncipe, decía hace quinientos años Maquiavelo, o sea: el primer deber del poder es mantenerse en el poder. El poder no se pone en riesgo a sí mismo de manera gratuita, si el poder lo invita a las elecciones es porque sabe que con ellas no cambiarán diametralmente las relaciones de poder. Hace ya muchos años, cuando los ricos tuvieron que –por obligación– otorgarles derecho a voto a los pobres, temblaron de miedo pensando que, por lógica, los pobres votarían por otros pobres y “ahí te quiero ver”; sin embargo, mayúscula y reconfortante fue la sorpresa de los primeros al ver que los pobres no votaron por los pobres sino, precisamente, por los ricos.
Respiraron tranquilos y felices sabiendo que su poder estaba asegurado porque los pobres votaban por sus patrones y porque, en los contados casos donde eso no fue así, pues, para eso estaban las armas, los militares, la tortura y las presiones económicas que ayudaban a recomponer rápidamente el orden. Me imagino que le suena el nombre de Allende, el de Joao Goulart y el de Jorge Eliecer Gaitán: derrocados o muertos antes de concluir o de asumir la presidencia de la república para la que habían sido democráticamente electos. No sea iluso, Juanito, el día que las elecciones permitan transformar una nación de esclavos en un país digno van a ser inmediatamente proscritas porque, como le decía, la fiesta electoral es sólo la fiesta a la que invitan a los esclavos para que se sientan escuchados e incorporados, pero tienen por función principal que todo siga igual.
Perdóneme si le pincho el globo, es que lo que usted nos dijo y la forma en que nos trató fue muy fea, fue poco digna de un señor con el talante democrático que usted pretende tener y, como ya sabe, las palabras sacan palabras y lo demás es historia vieja. Entonces me despido de usted recuperando las últimas palabras que utilizó para cerrar su ofensiva columna, y lo invito a que este domingo vaya a votar, haga la cola, marque la papeleta y se entinte el dedito; pero, cuando haya terminado el simulacro: vuelva a su casa, tome un par de libros y lea, estudie, piense, analice, no vaya a ser cosa que siga escribiendo como un saco de huevas.
Roberto Bruna Henríquez
Fuente: El Mostrador