Saiba Bayo, Máster en Filosofía Política y Doctorando en Ciencias Políticas (opción teoría política) en la universidad Pompeu Fabra de Barcelona.
Desde mi posición de intelectual africano formado en occidente, producir un discurso riguroso y genuino sobre la otredad cultural se presenta como una tarea peliaguda y un desafío intelectual enorme. Esa complejidad es debido, por un lado, a que mi formación como politólogo y filósofo me exige un alto compromiso con la metodología y la lógica argumentativa. Por otro lado, debo ser consciente y mantenerme alerta ante el carácter parroquial del conocimiento que caracteriza a menudo la producción académica en occidente. Este “parroquialismo” constituye un enorme riesgo para el intelectual no-europeo por dos motivos. 1) suele alienar y alejar al intelectual de la esencia de sus orígenes y su identidad cultural conservadas a través de la escuela tradicional no oficial 2) suele provocar una reacción atípica y contraproducente del no-europeo, en su rebelión intelectual contra este “parroquilismo” de la academia. Estas observaciones pueden parecer esenciales, por lo tanto merecen ser esclarecidas.
Veamos la primera observación. Siendo un mandinka, mi conocimiento de la cultura de África empezó a formarse en edad temprana y descansa sobre las enseñanzas que he recibido durante mi socialización. El hecho de pertenecer a una sociedad donde el pasado convive con el presente implica que me hayan educado a través de símbolos, signos, imágenes y cuentos. Hablar de mí suena algo pretencioso y sería aún más prepotente si estuviera pensando en mi “yo” singular, en mi persona como individuo, en mi experiencia personal desconectada del resto de los africanos, esto es, única y anecdótica. No obstante, sin ánimos de extrapolación de mi experiencia al conjunto de los africanos, quiero decir negros-africanos, la reflexión que llevo aquí a cabo puede valer para un wolof, un yoruba, un zulu, un fang, un bamileke etc. Pues desde el contacto de África con occidente, es decir desde que África sucumbió ante el fuego escupido por los cañones de occidente, el africano se ha desplegado y refugiado bajo el manto de su tradición. Ahora bien, la tensión entre nuestra tradición y la modernidad (que simboliza la derrota de nuestros padres) surge cada vez que nos posicionamos ante nuestra responsabilidad como investigadores, filósofos, novelistas, etc.
Envueltos por el manto del pasado, el intelectual africano observa al futuro con confusión, incerteza y a veces con perplejidad. De modo que mi existencia como la de cualquier africano se alimenta constantemente de esta tensión entre tradición y modernidad.
Mi segunda observación pretende poner el foco sobre la necesidad de considerar la cultura africana en todas sus facetas, incluso aquellas influencias que recibimos o que nos fueron impuestas por el colonialismo. Esto no implica que tengamos que asumir dichas influencias como positivas. Lo que intento decir con esto es que debemos poder considerarlas como parte de nuestro patrimonio cultural de la misma manera que parte de Europa se ha apropiado de los valores árabes durante los siete siglos de dominación árabe. Esta reflexión es necesaria porque hay quien opina que los africanos tienen que empezar a pensar en el porvenir sin importar lo que piensan los otros de él. Este planteamiento además de ser estéril comete un error letal de análisis. Pues ningún pueblo se ha emancipado sin tener en cuenta su historia y sin asumir la complejidad de su presente.
Soy consciente de las posiciones de aquellos intelectuales que siguen pensando que debemos dejar de recrear, de una vez por todas, los tumultuosos y traumáticos episodios de nuestras derrotas ante el hombre blanco. Esto implica, peligrosamente, que debamos dejar que descanse el espíritu de nuestros antepasados en el laurel de nuestra muy cuestionable libertad, autonomía e independencia; esto es, dejar de cuestionar y censurarnos cualquier intento de buscar las causas de nuestra confusión y enredo en nuestro pasado. Pues para estos intelectuales, igualmente formados en las universidades europeas en su gran mayoría, la emancipación de África pasa por ignorar toda la crueldad que occidente haya infligido a África.
Las preguntas subyacentes a este respecto son muchas y voy a subrayar solo algunas. ¿Podemos hablar de nuestro futuro si no asumimos nuestra historia, como desplazada, enjaulada y silenciada por el imaginario occidental? ¿Acaso los pueblos descolonizados (si así podemos considerarlos) deben obviar el trauma de la dominación cultural asumiendo sin más su condición de “hombre libre” y moderno? La respuesta a estas preguntas no puede consistir en una rotunda y mayúscula negación. Ni siquiera podemos estar seguros de responderlas con total confianza. Si bien, supongamos que, en nombre del renacimiento de un nuevo tipo de africano, uno asume que ya va siendo tiempo de pasar página, hacer “borrón y cuenta nueva”. Todavía se nos resiste una duda que de repente nos conecta con nuestra intuición ante lo que significa ser africano. Es cierto que la contingencia del debate sobre el significado de la africanidad nos deja poca esperanza de hallar un consenso. Así mismo, no está del todo claro dónde debemos situar la frontera entre nuestra relación con occidente en nuestra tarea de autodefinición y autocomprensión como africano ante el relato de la historia única.
Antes de embarcarnos de lleno en la discusión sobre la otredad cultural, debemos recordar que el imaginario occidental, porque también se trata de esto cuando hablamos de otredad cultural, toma dimensiones cruciales durante el colonialismo.
A partir de la segunda Guerra Mundial, con la llegada de los inmigrantes, esto es, los colonizados en territorio de sus colonizadores, el relato sobre el africano se ha normalizado, banalizado y diluido en la sociedad occidental. El cambio de paradigma se ha ocupado en moldear el discurso mientras que las ideas preconcibas y estereotipadas se renuevan y se mantienen. Esta situación nos ha conducido a una tensión entre el multiculturalismo y el nacionalismo identitario por un lado y el universalismo moral impregnado por el imperativo kantiano y el relativismo cultural de Franz Boas, por otro lado. Andrew March había descrito este fenómeno como el resultado de la diversidad del razonamiento humano sobre las preocupaciones básicas universales, como la seguridad, el reconocimiento, la dignidad y la membresía comunitaria, cuando varios grupos ocupan el mismo espacio político.
La evidencia de esta tensión es palpable en la narrativa de nuestra época. Veinticinco años han pasado desde que Charles Taylors publicó «Multiculturalismo y políticas de reconocimiento” y durante casi dos décadas prevaleció la tolerancia en el discurso político en occidente. Sin embargo, cuando Michel Houellebecq publicó «Soumission», nos percatamos que, a pesar de los cambios en el contexto de la globalización gracias al desarrollo tecnológico, parece que nos encontramos en una encrucijada de las políticas de reconocimiento y la diversidad cultural en Europa. Justo después de la elección de Donald Trump en Estados Unidos, los sectores negacionistas de la igualdad entre los hombres y la universalidad de los derechos básicos de las minorías parecen estar en su momento de máxima expectación. Los partidos de derecha reciben un gran apoyo al centrar su agenda en el rechazo de los recién llegados, los llamados inmigrantes. Esta situación ilustra el doble rasero del humanismo occidental.
La urgencia del momento no impone desafiar fríamente un debate sustancial y genuino sobre la trascendencia del intercambio cultural para comprender la pluralidad y anticipar lo que Amin Maalouf llama «identidades asesinas». Por su parte, Abdelmalek Sayad desenterró la complejidad de ser inmigrante en el contexto de «no estar en ninguna parte», es decir, ser extranjero en Europa y un extraño en su supuesta patria. Aunque Sayed describió la cotidianidad de la lucha y el sufrimiento de los inmigrantes argelinos durante la década de 1980, tenemos suficientes razones para argumentar que los inmigrantes no europeos pueden identificarse fácilmente en el cuadro pintado por Sayed.
Ahora volvamos a la otredad. Jacques Derrida ha descrito este fenómeno como “auto confirmación” recurriendo a través de los meta-relatos de la modernidad. Allí tenemos, por ejemplo, al prototipo de héroe español reflejado en el “Cantar del mio Cid” o el personaje de Alonso Quijano “Don Quijote de la Mancha”. Irónicamente, sería durante la expansión colonial que los franceses descubrieron, gracias a las epopeyas, que sus ancestros eran galos y héroes invencibles. Así pues, la narrativa parece imponerse como uno de los mejores afectos de creación colectiva de las identidades.
Si bien, debemos reconocer que todo pueblo tiene sus mitos y relatos populares, no obstante, lo que debemos entender es que mientras que el occidental se considera como una especie humana más evolucionada, inspirado en la narrativa de ficción, percibía al no-occidental como un «espécimen de interconexión» cuya existencia debía dar sentido a este «evolucionismo» del hombre blanco. De modo que aún hoy, como lo ha recalcado Achille Mbembé, África constituye una de las metáforas a través de las cuales Occidente representa el origen de sus propias normas, desarrolla una imagen propia e integra esta imagen en el conjunto de significantes que afirman lo que se supone que es su identidad.
Centrémonos aquí en el teatro de la otredad cultural, es decir en la antesala que ocupa el imaginario occidental sobre África y la alienación cultural de los africanos que conlleva el colonialismo. Me parece útil abordar este tema ya que abarca la controversia sobre la construcción occidental sobre África, delineada por “tiza de azufre” y desplegada a través de un lenguaje y un modelo de auto-interpretación para justificar el orden de dominación. El eurocentrismo de los eminentes pensadores de la iluminación, esto es, los sabios del siglo de las luces y del esplendor cultural y civilizacional de occidente, rechaza todo lo que parece ajeno a la forma en la que el europeo se concibe en el mundo y en su relación con el resto de la humanidad.
Para occidente, el africano, es decir, el negro, aún se define por su pasado de no haber sido siempre un ser total y verdaderamente humano y por poseer una «mentalidad primitiva», por lo menos hasta su contacto con el blanco. La imagen negra queda enjaulada en esta “realidad ficticia”, caricaturizada por el exotismo, la violencia biológica y el pensamiento infantil. Todavía hoy existe un importante sector en Europa, desde la alta sociedad hasta el “lumpenproletariado” que siguen reproduciendo en sus adentros lo que Hegel escribió sobre el negro. “El negro, dice Hegel, representa al hombre natural en toda su barbarie y su falta de disciplina. Para entenderlo, no debemos […] pensar en un Dios espiritual o una ley moral… no podemos encontrar nada en su carácter que concuerde con lo humano”.
A través de un simple ejercicio de masturbación intelectual, Hegel “demostró (mejor dicho, supo, luego afirmó) que los negros eran inferiores a los blancos”. El legado de Hegel en el pensamiento contemporáneo occidental y del pensamiento dominante es sumamente notorio puesto que constituye la piedra angular de la dialéctica. De modo que todavía (con mucha razón) persiste una cultura dominante en occidente que percibe y observa a los africanos como culturalmente ingenuos, intelectualmente dóciles y racionalmente ineptos. La influencia de Hegel ha dejado una marca indeleble en la mentalidad del europeo y se expone llanamente cuando esta se enfrenta a la cultura y la identidad de otros pueblos, en particular la africano. Así mismo, más allá de la perspectiva cultural hegemónica, África permanece dentro del canon occidental como un tema de estudio que «no ha entrado completamente en la historia” como indica Nicolas Sarkozy en su famoso discurso de Dakar.
A través del discurso de Sarkozy, es Occidente con el peso de su historia y el imaginario sobre África que habla. Su opinión refleja el chovinismo (descriptivo y narrativo) que caracteriza la actitud occidental ante el no-occidental. Por un lado, el chovinismo descriptivo consiste en recrear otras tradiciones a imagen propia. Por otra parte, el chovinismo narrativo moldea la tendencia de creer que nuestra tradición es la mejor. Esta característica de la actitud occidental ante la cultura del otro, del negro, por ejemplo, fue descrita por Mogobe Ramose cuando señala que los filósofos occidentales todavía tienen dudas sobre la existencia de una filosofía africana debido a su convicción de que África no tiene una historia o una tradición que valga la pena mencionar dentro de la historia de la filosofía. Esto es, el nihilismo y el fundamentalismo del pensamiento occidental conducen al rechazo de todo lo que parece ajeno y extraño. En definitiva, como subraya el filósofo congoleño Yves V Mudimbe esta actitud occidental revela la fuerte tensión entre una modernidad considerada como una ilusión de desarrollo y una tradición que a veces refleja una imagen pobre de un pasado mítico.
En la encrucijada de estos dos mundos prácticamente paralelos, es decir, desde el contacto de África con Occidente, escribir o hablar sobre África ha sido equivalente a una exposición de la sabiduría de la totalidad de África, esto es, una exaltación del imaginario sobre África y, en muchos casos, un ejercicio de fabulación de África y del africano. Durante siglos, el conocimiento sobre África ha sido dominado por académicos occidentales. Investidos por una especie de «derecho de nacimiento» estos académicos asumen el estatus de portavoz para hablar sobre África en nombre de África e incluso de los africanos. Asumo la idea de que el derecho de nacimiento y el derecho de pensar y representar a África han sido respaldados simbólicamente por el «derecho de conquista» y justificado por lo que Edward Said caracterizó como «la relación de poder y dominación».
Aunque la amplia bibliografía sobre África en toda disciplina y teorías, el reconocimiento de los africanos para hablar sobre África a través de sus símbolos, signos e idiomas es relativamente nuevo en Occidente. Cada vez, los expertos sobre África sofistican sus teorías sobre cómo nacemos, crecemos, nos enamoramos, nos reproducimos y morimos en África. Todo vale para explicar por qué huimos de África y sobre todo cómo evitar que siguiéramos invadiendo Europa. La consecuencia de esta sobreexposición del africano a través de los relatos de los expertos europeos acabó por crear una identidad del africano en Europa: la de inmigrante de primera, segunda, tercera,… etc. generación. Por lo tanto, la lucha de los africanos por la emancipación está íntimamente vinculada con su deseo de reescribirse para sí mismos, a través de su propio pensamiento sistémico.
La necesidad de reescribir África es hoy más que necesaria mientras que la lógica evolucionista que he mencionado arriba sigue renovándose. En esta lógica, todo lo que se espera del africano, como ya lo he dicho antes, es ser domesticado, cristianizado, civilizado para luego ser cosificado, empaquetado, “marketingsable” y comercializable. No se desperdicia nada para reforzar esa inferioridad del africano. El relato evolucionista no ha sufrido prácticamente ningún cambio a pesar del aparente cambio de paradigmas en las relaciones entre África y Europa.
El europeo sigue constante y sigilosamente sometido a un excesivo bombardeo neuronal en todas las facetas de su cotidianidad y en todos los ámbitos de su vida. Por doquier, la otredad del negro y su inferioridad se transmite a diario en los telediarios, en las portadas de los diarios, en las pancartas de los medios de transporte público, en los andenes de los metros y los autobuses, en los bares, en los supermercados, en los hospitales y las farmacias incluso en los envoltorios de los productos llamados Eco. Allí tenéis al niño malnutrido y moribundo incapaz de ahuyentar las moscas. Allí al recién nacido que necesita una vacuna y para ello tiene que permanecer en los grandes carteles publicitarios de las grandes corporaciones llamadas ONG. Allí tenéis a los pobres campesinos en las campañas de marketing de las empresas importadoras de “productos ecológicos” de África. Esas imágenes por si solas simbolizan y transmiten un mensaje que refuerza la idea sobre el abandono, la dejadez, la irresponsabilidad del africano.
El paradigma de la inferioridad del negro ha venido siendo, desplazado, deslizado y solapado por lo que yo llamo el paradigma de la “rentabilización” y de la “convertibilidad” del africano. La rentabilización o convertibilidad del africano va disfrazado por lo que me atrevo llamar humanismo ecológico. No tengo sufriente espacio para desarrollar este concepto. Lo que llamo humanismo ecológico va ligado a la idea de ayuda humanitaria. El humanismo ecológico puede resumirse en la tendencia de separar las personas en situación de riesgo (hambre, enfermedad, guerras, pobreza, etc) en función de su grado de vulnerabilidad y actuar según nuestros propios criterios (morales y normativos) para decidir quién merece ser ayudado, asistido y salvado. El humanista ecológico sigue las pautas de la elección racional cuando actúa. Busca satisfacer sus preferencias personales (en base a los criterios personales) y pretende maximizar siempre el retorno o el beneficio de su acción en forma de satisfacción personal.
En este escenario, la convertibilidad del africano asciende cada vez dimensiones descomunales y roza la autodestrucción. Hoy, ante su más que evidente fracaso, gran numero de dirigentes africanos han decido participar en este negocio. Hoy, un gran número de dirigentes africanos se prosternan y se arrodillan ante sus amos europeos para recibir la limosna o las sobras de la opulencia occidental. No pierden ni una sola oportunidad para vender la desgracia de su pueblo (pobreza, hambruna, enfermedades, inmigración clandestina) que ellos mismos provocan sea por causa de su alienación, sea por el narcisismo o tal vez la estupidez. Lo que está claro es que todo vale para recibir una ayuda muchas veces envenenada, para hacer funcionar o fingir gobernar unas repúblicas importadas. En todos estos casos, el negro debe ser rentabilizado independientemente de su condición social.
Consciente o inconscientemente, el africano sigue mirando a Europa, esperando de ella su compasión y le cuesta entender que esa Europa es un puro espejismo, el fantasma de su pasado colonial y su presente neocolonial. Por otro lado, Europa, a pesar de su gran dependencia de África por motivos más que evidentes (materia prima, mano de obra barata, mercado de consumo, etc) se vuelve antipática y entra en una especie de esquizofrenia. Desarticular esta esquizofrenia colectiva de africanos y europeos se vuelve compleja puesto que los estados poscoloniales recuperan los métodos coloniales en sus formas de administración para crear y empoderar un conglomerado de intereses, esto es, un gobierno privado indirecto, integrado por empresas multinacionales, burguesías locales y políticos corruptos.