“El Tao, que puede ser expresado, no es el Tao perpetuo. El nombre, que puede ser nombrado, no es nombre perpetuo.”. Con estas palabras enigmáticas se inicia el texto clásico del Taoìsmo, el Tao Te Ching, atribuido por la tradición al legendario maestro Lao Tsé.
Aludiendo a un concepto similar, puede leerse en el cuarto punto del vigésimo capítulo del libro Éxodo, contenido en el bíblico Pentateuco hebreo: “No te harás ninguna escultura y ninguna imagen de lo que hay arriba, en el cielo, o abajo, en la tierra, o debajo de la tierra, en las aguas.” O en las Enéadas, donde Plotino, en referencia a lo Uno, precisa en clave neoplatònica: “El ser tiene una forma, que es la forma característica del ser, y ese término de que hablamos está privado de toda forma, incluso de la forma inteligible.”
Excesivo sería, en el contexto de esta sencilla nota, enumerar las multifacéticas formas en que esta afirmación (y poco practicada recomendación) ha sido expresada culturalmente. A nuestros efectos, baste señalar que se trata de alusiones a un estado muchas veces experimentado por numerosos buscadores de verdades trascendentes. Situación que Silo define con claridad en los últimos párrafos de sus Apuntes de Psicología. En relación a la posibilidad intencional de suspender las actividades propias del “yo”, para acceder a experiencias de Sentido que tipifica como de reconocimiento, éxtasis y arrebato, nos indica: “Continuar en la profundización de la suspensión hasta lograr el registro de «vacío», significa que nada debe aparecer como representación, ni como registro de sensaciones internas. No puede, ni debe, haber registro de esa situación mental.” Y algo más adelante: “No podemos hablar de ese mundo porque no tenemos registro durante la eliminación del yo, solamente contamos con las “reminiscencias” de ese mundo, como nos comentara Platón en sus mitos.”
Sin embargo, la palabra “iconoclasta”, que hemos pretendido rozar con estas alusiones, no se usa habitualmente en el sentido de la imposibilidad de traducir fielmente las experiencias comentadas. Acotadamente, se hace referencia con el término, a cierta tendencia que históricamente luchó al interior de los distintos credos contra la veneración de íconos, entendidas como representaciones pictóricas o escultóricas cargadas de sacralidad. Más extendidamente, apunta la palabra a una decidida oposición a la afirmación exclusiva de cualquier forma que pretenda dar imagen definida y definitiva a registros espirituales, por las manifiestas dificultades de comprensión y diálogo que se desprenden de ello. No se trata sólo de elucubraciones vacuas.
Basta recordar la indecible violencia con la que se ha tratado y se trata actualmente a quién, en razón de una procedencia personal diferente, se imagina algo distinto en el intento de acoger en sí un destello de inmortalidad.
¿Y qué tiene que ver todo esto – según anuncia el titular de este comentario – con el denso y terreno mundo de lo político? Quizás nada. Acaso poco. Sin embargo, nos permitimos una analogía que nos parece útil para entender con cierta anticipación un fenómeno que podría estar ya en ciernes. Sostendremos a través de ello una tesis, cuyas implicancias quizás resulten de algún interés para los que ven en la acción política y social una vía de necesaria concomitancia a la transformación interior para el avance de la humanidad.
En un estudio publicado hace ya un tiempo sobre los procesos políticos latinoamericanos de las décadas pasadas, pude descubrir que había evidentes paralelismos en el perfil de los personajes políticos que ocupaban los sitiales dirigenciales en cada momento. Así destacaban en los años 50’ las personalidades fuertes, como eco de aquellos liderazgos intransigentes que comandaban al mundo en la década anterior. Al respecto, escribíamos: “El tipo de relación que el líder establecía con la masa en el esquema corporativo, recreaba viejos motivos faraónicos que habían perdurado a través de los césares y los emperadores, combinando una conducción indiscutible con un paternalismo en la que el pueblo era protegido, que a su vez respondía con idolatría al representante – en este caso – de la nueva morada de los dioses, la Patria.”
El nacionalismo que encarnaban esas figuras no resultaba congruente con el proyecto avasallante de los Estados Unidos de América. Este país había quedado en situación dominante luego de la Segunda Guerra, produciéndose sin embargo un corto tiempo después la absurda circunstancia del triunfo revolucionario en una pequeña isla del Caribe que servía a sus elites de burdel y distracción vacacional. El insólito ejemplo cundía y legiones de barbados militantes anunciaban nuevas revoluciones. Para contrarrestarlo, la siniestra estrategia imperial impuso entonces el perfil político de la época. Insensibles militares de rostro afeitado y paisaje católico ultraconservador fueron encargados de aniquilar aquel sueño – en aquellos lugares donde no funcionaba la “Alianza para el progreso” y el sopor de su acomodaticio bipartidismo vernáculo (a imagen y semejanza del esquema nórdico). Pese a la sistemática persecución y matanza operada, el sueño habría de resurgir, renovado y modificado por el tiempo, en los albores del nuevo siglo.
A principios de los ochenta, la “Pax Romana” pretendida (y que nunca se había logrado) tocaba a su fin. En Latinoamérica se acercaba la democracia, aunque con una severa herencia de crímenes cometidos, deuda financiera y deuda social. Era necesario que gobiernos civiles asumieran la transición navegando aguas difíciles, arriesgando encallar en la fuerte resistencia de los grupos de poder y de corrupción que habían crecido a la vera de las dictaduras o estrellarse contra las rocas de la debilidad económica y social. En general la tarea sería encomendada a las socialdemocracias conservadoras (en Argentina, Honduras, Perú, Uruguay), a los también conservadores socialcristianos (en Ecuador, El Salvador y Guatemala) y a híbridos en Brasil o nacionalistas arrepentidos en Bolivia. El perfil buscado se convertía en reformistas maniatados.
La historia de los 90´ es muy conocida. La caída del Muro de Berlín simbolizó el desenfreno de las apetencias del capital globalizado. Por ende, el perfil necesario era el de cualquiera que condujera eficientemente el desguace del aparato público, convirtiéndolo todo en negocio privado. Todo político que pretendiera ocupar sitiales de poder relativo en ese esquema, debía traicionar toda idea, seguir los vacuos consejos de costosos aparatos publicitarios y recitar a coro con su aparente oposición el credo del consenso de Washington. Si no había algún político de esa calaña a disposición, entraban en la escena empresarios o personajes farandulescos.
Esta tenebrosa fábula no podía resultar bien y el asunto estalló. “Que se vayan todos” – gritaba la gente, y parecía que la propaganda neoliberal sí había triunfado en un punto: el rechazo a la clase política era prácticamente un sentir unánime.
Entonces la gente, que aún no quería hacerse cargo por sí misma del asunto, eligió un nuevo tipo de dirigente para desencallar el barco común. Corre ya la primera década del nuevo milenio y una serie de nuevos protagonismos políticos asoma en varios puntos. Ya no son los representantes de la vieja aristocracia partidista, ni golpistas provenientes de las añejas familias oligárquicas.
El perfil de la mayoría de los nuevos gobernantes sería mucho más cercano a la gente misma.
Un sindicalista alcanza la presidencia del Brasil. Un sacerdote darle algo de paz y bienestar a los sufridos haitianos. Un emigrado, cuya infancia transcurrió en las barriadas latinas de Nueva York, ganaría tres elecciones en la República Dominicana. Un indígena dirigente cocalero barrería a la corruptocracia electoral con la mayoría absoluta en Bolivia. Un médico centroizquierdista sería sucedido por un antiguo guerrillero en el Uruguay. Otra médica de procedencia socialista presidiría el neoliberal Chile. Otra mujer sería electa poco después en el país vecino, que comparte con Chile no sólo la cordillera sino también una similar huella machista. Algo había pasado en la región. El pueblo no había asumido el poder directamente, pero el mensaje era bastante claro: encomendaba el gobierno a personas más parecidas a sí mismo.
Y el resultado político de esta verdadera “rebelión de las masas” sería un serio proceso de renovación. La región asumía una dirección claramente antihegemónica y lograría – por primera vez en muchos años – avanzar decididamente por el camino de la integración regional solidaria y soberana.
Hasta aquí el sucinto relato de las vicisitudes que ha sufrido el “perfil del dirigente” en los períodos precedentes. Muchas veces me he preguntado cuál será el próximo perfil y hoy creo haberlo descubierto.
Antes de revelarlo diré que muy pocos lectores de esta nota podrán coincidir con ello. Y esto se debe a un hecho de tremenda importancia, pero que habitualmente pasa desapercibido en el análisis social y humano. Este factor se denomina “paisaje de formación”. El paisaje de formación es aquella sensibilidad que arrastramos desde nuestra infancia y que finalmente se transforma en aquel proyecto generacional que configuramos en nuestra juventud. Ese paisaje, al pasar inadvertido, incide con un fuerte automatismo décadas después de su formación, al asumir esa generación su sitial de poder, desplazando a la anterior con sus sueños y proyectos en un mundo que ya no es el mismo.
Dicho esto, procedamos a dilucidar el asunto. Veamos primero que sucede en el campo de los que quieren un mundo mejor y se exponen por ello. Ahí observamos: la excesiva carga que se deposita en la actuación de cada uno de estos encumbrados líderes, personalismo exacerbado al que aún la humildad más profunda podría difícilmente resistir; el permanente embate de los poderes
establecidos que no puede sino hacer mella aún en la personalidad más acerada, llegando incluso a promover las enfermedades que varios atravesaron.; la angustia y la sensación de orfandad que la muerte de algunos de sus actores ha generado en muchos y la absurda y supuesta dependencia de los proyectos colectivos de la continuidad de tal o cual persona como referente; la desilusión que generan, sobre todo en las nuevas generaciones, las contradicciones que se arrastran desde una formación añeja, que lentamente van carcomiendo el impulso revolucionario para dejarlo apenas en un reformismo inconducente, que asemeja acercarse lentamente al pragmatismo de la generación nacida en la temporalidad neoliberal.
En la vereda de enfrente: la contrariedad que ha generado el descubrimiento del elaborado truco publicitario de un desteñido moreno al mando de la ya decadente pero aún molesta potencia; el armado de personajes políticos ficticios por parte de los grandes monopolios comunicacionales de la región, dando letra y música a sus destempladas actuaciones. El vaciamiento consistente de todo enunciado político por parte de las dispersas pero acechantes fuerzas de la conservación, preanunciando la invasión de una generación cuyo paisaje ha sido acuñado en tiempos de pragmatismo e insensibilidad social.
Todo esto me ha dado que pensar y llevado a la conclusión del desgaste del actual modelo dirigencial, tanto de un lado como del otro.
Así he llegado a la conclusión de que el futuro perfil será… ninguno. El vacío ha de llenar ese perfil y será la función misma de “dirigente” la que se pondrá en entredicho. Esta situación irá seguramente de la mano con dos fenómenos sumamente auspiciosos.
Uno: la gente comenzará a querer salir del autoabandono que significa dejar el propio destino a intermediarios y querrá descentralizar, participar, crear, opinar y acceder a la decisión de manera directa.
Dos: para producir este cambio, los seres humanos, además de cobrar fe en sus propias capacidades de autogobierno, de autarquía, comenzarán a valorar las capacidades de los demás, apareciendo la revolucionaria dimensión de lo conjunto. Esa nueva sensibilidad, que hoy ya puede apreciarse en los diversos movimientos que hoy levantan su voz, preanuncia la formalización de un nuevo proyecto generacional en el sentido comentado.
De este modo, la enunciada “iconoclastía política” será una voz profunda que hablará con millones de voces y dirá en miles de dialectos y miles de formas: “Queremos una revolución. Estamos dispuestos a producirla en nosotros mismo y a nuestro alrededor.” Será una imagen clara con millones de rostros, la de una nación Humana Universal, construida por todos y para todos.