Los fenómenos migratorios forman parte ineludible de la historia de la Humanidad. Múltiples motivos han generado desplazamientos de grandes conglomerados humanos desde que aparecieron sobre la faz de la Tierra: sequías, inundaciones, invasiones, pestes y hambrunas han obligado a comunidades enteras a buscar refugio en otras latitudes. Por lo tanto, es preciso observar el fenómeno desde una perspectiva más amplia y no como un problema puntual de un país o una región determinados.
Las recientes oleadas de migrantes procedentes de países en crisis han impactado a quienes, con una mezcla de solidaridad y repudio, ven a las familias en tránsito o en proceso de convertirse en residentes permanentes como una amenaza latente, sobre todo cuando esos movimientos migratorios son masivos y objeto de gran atención mediática. Pero también existen migraciones lentas y sostenidas, como las procedentes de los países más afectados por la miseria y la violencia, cuyos habitantes van escapando en un goteo constante hacia tierras más prósperas buscando aquello que su patria no les brinda.
Nada hay más injusto como el rechazo hacia quienes por necesidad abandonan su tierra, sobre todo si está basado en la ignorancia y el prejuicio. Para comprender la dimensión del drama humano implícito en una migración forzada por el hambre y la violencia, es preciso acercarse y conocer cómo el miedo y el instinto de supervivencia son fuerzas tan poderosas como para inducir a una familia a enfrentar los riesgos de una ruta desconocida y plagada de obstáculos. La criminalización de los migrantes por parte de líderes de países poderosos –el caso Trump y sus mensajes de odio y racismo hacia los pueblos latinoamericanos- no hace más que provocar un eco destructivo en ciertos sectores de la sociedad, tanto aquella perteneciente a los países que experimentan el fenómeno de paso como de ingreso de migrantes, ambos temerosos de la amenaza implícita en todo lo que escapa a su visión conservadora y proteccionista.
Esta falta de empatía es claramente perceptible en un amplio sector de la sociedad estadounidense, pero también en ciertas capas medias urbanas de los países afectados, cuya aparente sensibilidad humana desaparece ante la vista de la cruda realidad de sus periferias, en donde se hacen visibles los estragos de la corrupción, la desidia gubernamental y la indiferencia ciudadana. En países con elevados indicadores de desigualdad, pobreza, violencia y desnutrición, la huida hacia otros horizontes es casi inevitable y termina siendo el resultado obvio de la falta de oportunidades y del círculo vicioso de una miseria abrumadora.
En esta era de la comunicación instantánea y ante el desarrollo de los procesos migratorios masivos en algunos países de la región, llama la atención la abundancia de comentarios xenófobos y racistas contra quienes arriesgan su vida y la de sus hijos en la búsqueda de una vida mejor. Al parecer, olvidan su propio origen –producto de otras migraciones con similares motivos-, reniegan de sus ancestros y con ello hacen evidente que el lustre de barniz de solidaridad y empatía se descascara ante la menor amenaza a su marco de valores y estilo de vida. Muy pocos habitantes de este continente pueden considerarse plenamente pertenecientes a su territorio. Las migraciones europeas, asiáticas y africanas han poblado, mezclado y asentado sus reales en estas tierras pródigas de las Américas. Las pretensiones de pureza étnica o nacionalismos herméticos son por lo tanto cada día más insostenibles y absurdas, pero sobre todo aterradoramente inhumanas.