Es más fácil ser un simple transeúnte que, al caminar por las veredas primaverales de la ciudad, se va enamorando del perfume de las mujeres en flor, del canto de los pájaros autóctonos y de los sonidos de esa trompeta que, desde la ventana abierta del departamento del 3° B, nos cuenta la historia de un trabajador del algodón en el sur de Yanquilandia. Sí, es más fácil, pero uno eligió este oficio y vive atiborrado de informaciones, declaraciones y otras manifestaciones de la fauna bípeda de nuestra sociedad. Y esas informaciones, noticias y testimonios se hacen a través del habla, del lenguaje que mamamos y nos constituye. Aunque casi siempre lo bastardeamos hasta el límite del absurdo o de la paradoja. O, para ser más preciso, más allá de ese límite. Ejemplos sobran.
El exgobernador de Santa Fe y actual candidato a diputado nacional por el Frente Amplio Progresista, Hermes Binner, sostuvo (con ese gracejo tan cautivante en su melodiosa voz de oficinista suizo recién levantado de la siesta) que el hambre y la pobreza que azotan a la periferia de Rosario son producto del flujo migratorio. «Vienen muchos paraguayos y bolivianos y hay barrios enteros de chaqueños y tobas», dijo. No le faltó nada. De inmediato y sin tragar saliva, espetó que la responsabilidad es del gobierno nacional. Figurita repetida y conceptos internalizados de quienes corren desde atrás, en el más amplio sentido del término. Y aquí me surge el primer deseo de absolverla a ella, nuestra lengua. Cuando yo era pequeño (niño, quiero decir) y el determinismo histórico era casi una verdad revelada, ser progresista era estar a favor de los humildes, los humillados, los débiles y desheredados del sistema. La colectividad judía, entre la que crecí, se bifurcaba en dos grandes ramas: la sionista y la progresista o asimilacionista, a la que pertenecía mi familia. Aunque el concepto se ha ido diluyendo, licuando en la posmodernidad (léase, por favor, a Zygmunt Bauman), que un señor diga hoy, en nombre del progresismo y el socialismo, que el hambre y la pobreza son producto de corrientes migratorias de pueblos hermanos, recuerda lo peor del Lugones del año 30 y las hordas nazionalistas del Centenario, actualizadas en la concepción elitista y concheta de los Macri que supimos conseguir.
Otra. Por fin, el delincuente sexual con sotana, Julio Grassi, está donde corresponde. En cana. Todas las instancias judiciales lo han declarado culpable de los delitos de abuso sexual agravado y corrupción de menores y lo sentenciaron a pasar 15 años en prisión. El cura perverso debía proteger a esas criaturas mientras estaba al frente de una Fundación que, paradójicamente, se llama «Felices los niños». El Obispado de Morón, a cuya jurisdicción pertenecía Grassi al momento de cometer sus fechorías ha declarado en un documento que duda de la Justicia y, lo más grave aún, que su muchacho había sido denunciado por diecisiete hechos y fue encontrado culpable en «sólo» dos. Si no resultara insultante para las víctimas, uno podría comparar el exabrupto con el gesto de algunos futbolistas que al ser expulsados por el árbitro, tras pegarle una patada al adversario en el medio del pecho, argumentan en su defensa que tan sólo es la primera que cometen en el partido, mientras el rival es retirado en ambulancia del estadio. O ciertos energúmenos morales que aseguran que nuestros desaparecidos no son 30.000 sino «solamente» 8.000. Con tal de cuidar su kiosco celestial aquí en la Tierra son capaces de cualquier patraña. Como seguir cobijando al sacerdote genocida, condenado a perpetua, Christian von Wernich, el delegado de Dios ante los torturadores y desaparecedores Ramón Camps y Miguel Etchecolatz. Los tres, propietarios de la muerte y el robo de niños en la provincia de Buenos Aires. Mientras el Papa Francisco, al menos desde la retórica y la puesta en escena, trata de limpiar su patio trasero de pedófilos y corruptos, los inmorales con púlpito de su patria, la nuestra, hacen de las suyas. También con el lenguaje.
Sigo. Un ejemplo más y no jodemos más, como dicen los pibes. Iván Petrella es el responsable académico de la Fundación Pensar, un reducto de los intelectuales y empresarios que le aportan ideas al gerente de la ciudad de Buenos Aires. Petrella es, además y desde antes, licenciado en Relaciones Internacionales, recibido en la Universidad de Georgetown y doctor en Filosofía, especializado en Religión y Derecho, por Harvard. O sea, se formó en el corazón ideológico del Imperio. Tanto título le valió ser designado como candidato a diputado nacional, en primer lugar, por el PRO, partido político de la derecha recoleta argentina. «Espero estar a la altura», declaró al agradecer el convite. No sé cuánto mide, pero sí sé que le creció la verba y, como Falcioni, se fue de boca. Para Iván (Juan, pero en versión gourmet) el PRO es el partido más progresista de la Argentina (otra vez la palabrita mancillada) y él es un pensador de ultraizquierda. ¿Postulado como sucesor de Trotski o como émulo de Tato Bores? En todo caso, más allá de sus delirios ideológicos, un nuevo ataque al entendimiento básico de nuestro idioma, pobrecito. Aunque, como dice la mexicana Myriam Moscona, «entendemos más de lo que aceptamos entender».
Cuando, entre abril y mayo de 2003, las inundaciones arrasaron con la ciudad de Santa Fe, la extraordinaria escritora rosarina Angélica Gorodischer escribió un artículo que eximía de responsabilidad al agua. Se llamaba, si la memoria no me hace burlas, «El agua no tiene la culpa», publicado en Página 12. Algo así me pasa con el idioma. Manipulado, tergiversado, maniatado a veces en el abuso del condicional (habría, sería, estaría), subutilizado. Pero él no tiene la culpa, nunca.
Como bálsamo y reivindicación, acaba de aprobarse en la última reunión del G-20 que los territorios en los que buitres y otras aves carroñeras de la timba internacional viven a sus anchas no se llamen más «paraísos fiscales» y se denominen desde ahora como corresponde a su naturaleza: guaridas.
Algo es algo, pobrecito el idioma.