Por Alexandra Vega Rivera
Después de cinco meses de un debate histórico en la Argentina frente a la posibilidad de legalizar la interrupción voluntaria del embarazo, se trató el proyecto de ley en el Senado este pasado 8 de agosto. La oposición al proyecto de ley se impuso por 38 votos sobre 31. Mientras tanto millones de personas –en su mayoría mujeres– esperaban el resultado en las calles, en las plazas, en las casas, en los hospitales y en muchos países y latitudes. Treinta y ocho versus un número imposible de contabilizar.
Es difícil poner en palabras lo que se ha vivido en las calles durante los últimos meses, fundamentalmente el pasado 14 de junio cuando se aprobó la media sanción en diputados y el impulso catapultara a la despenalización del aborto al Senado. Es difícil poner en palabras lo que implica hacer historia y cambiar el rumbo impuesto de una historia escrita y forjada con pluma colonial, masculina, occidental y católica. Es difícil explicar las emociones, las alegrías, las sensaciones, los abrazos y el haberse reconocido las mujeres, unas en otras y haber estado luchando codo a codo entre nosotras y por nosotras.
El mundo ya cambió, pero claramente una parte de sus habitantes no ha querido darse cuenta. El 9 de agosto, el día después del resultado en el Senado se respiró un aire distinto en la capital argentina, un halo a victoria compartida reflejado en las miradas cómplices entre las mujeres que a la mañana siguiente salieron a sus trabajos y lugares de estudio manteniendo el pañuelo verde en sus bolsos, mochilas y puños. Más significante que nunca.
El frío bajo cero de la primera movilización por el tratamiento en Diputados fue tan contundente, como el maratónico tratamiento del proyecto que se extendió por veinte horas, durante toda la noche y siendo votado a la mañana del día siguiente de empezada la sesión. La lluvia del pasado 8 de agosto fue tan contundente como el reclamo que se sigue sosteniendo: las que ya están muertas y las que seguirán muriendo, y tan contundente –pero desmantelado- como el poder e injerencia que tiene la Iglesia en el Estado.
Es cierto que garantizar un acceso libre, seguro y gratuito a la interrupción voluntaria del embarazo necesita de muchas cosas, pero por sobre todo de la valentía de un Estado que verdaderamente se comprometa con ser social y de derecho. En este caso el actual Estado argentino no tuvo la valentía que hay que tener (como la que tiene una mujer cuando pone el cuerpo cuando la única alternativa es someterse a procedimientos clandestinos para interrumpir un embarazo no deseado) y no se la jugó aunque alardea haberlo hecho. Aprobar esta ley implica no sólo aprobarla, sino reglamentarla y llevarla a cabo, implica revisar sus propios actos gubernamentales ya que en la actual gestión se ha desmantelado considerablemente la Educación Sexual Integral en las escuelas. Implica además aplicar medidas que van en contra de las consideraciones culturales a las que se ciñen sus votantes, implica velar por la vida de sus ciudadanas. Pero el actual oficialismo argentino por lo único que ha velado es por empobrecer más a la población, endeudar al país, desfinanciar las universidades y la investigación y prescindir de sus obligaciones con la población más vulnerable eliminando planes sociales en vez de plantearse dejar de financiar a la Iglesia, por ejemplo.
Iglesia y Estado
El aborto es la punta de un iceberg cada vez más descongelado, que demuestra la connivencia entre los Estados y la Iglesia en Argentina y en América Latina. No es para nada casual que al mismo tiempo en que las calles de Buenos Aires estaban abarrotadas, mujeres de otros países de la región acompañaran con sus pañuelos verdes frente a las representaciones diplomáticas del país en el exterior. Y es que mujeres muertas por abortos clandestinos existen en todo el mundo, salvo donde no lo penalizan que son ‘casualmente’ países donde la injerencia clerical ha dejado en gran medida de existir.
Este debate en el mundo no es nuevo, es demorado y es lento porque el mundo es una construcción falocéntrica y para las mujeres votar, estudiar, divorciarse y –ahora– abortar, son reclamos y logros que han costado generaciones de pares luchando en las calles y en todos los ámbitos para hacer de este mundo un lugar cada vez más justo y por tanto, menos patriarcal. Es quizá el producto de años previos en los que se sancionaron leyes de un alto nivel de acceso y ejercicio de una plena ciudadanía, como la de igualdad de género y matrimonio igualitario. Es el resultado de una sólida e ininterrumpida presencia de la Campaña por el Aborto Legal y es por sobre todas las cosas un punto de convergencia respecto del cual únicamente las mujeres asisten y se espejan, porque mencionar aborto implica arropar los aspectos de la maternidad, el deseo, el placer, la decisión y el cuerpo. Y esos temas, junto con los de derechos humanos y exención de impuestos para el clero, son asuntos que la Iglesia nunca va a querer discutir. Como no lo hizo en estos cinco meses y como no lo ha hecho nunca.
No lo hizo, pero fiel a su mitología envío a sus discípulos. Porque sus acciones directas en estos meses fueron mínimas, así es que lo manejó como bien saben la Iglesia y el capitalismo: con una mano invisible, nunca dando la cara. Lo que se tuvo en frente durante este tiempo fue sobre todo a sus feligreses que sustentando mitos creacionistas de su fe, vociferaban y coreaban un mentiroso “salvemos las dos vidas”. Premisa mentirosa porque no están salvándole la vida nadie. Hasta que llegue el momento en que la ley se apruebe, seguirán muriendo mujeres en abortos clandestinos (y seguirá también ocurriendo la pedofilia) porque de eso es de lo que estamos hablando: parir y abortar son hechos existentes y mucho más antiguos que las religiones monoteístas, pero en esta realidad que vivimos producto de procesos de colonización a punta de pólvora y crucifijos, abortar y parir están incrustados en escalas de valores que son estratificadas exclusivamente por escalas culturales.
Uno de los puntos más importantes en las agendas derechistas y conservadoras es modificar el sentido común alterando los significados de las categorías más básicas –las palabras clave–, que son empleadas para comprender el mundo y el lugar que se ocupa en él. Esa tarea consiste en alterar radicalmente quién se cree que se es y cómo, de qué manera deben responder las principales instituciones a esta identidad modificada. En este sentido las posiciones de esa parte de la población y del poder que encontró representatividad el pasado miércoles en 38 votos, creen que esta sociedad sólo se podrá salvar si nos guiamos por sus creencias religiosas particulares aplicadas en todos los ámbitos de la vida.
Sin argumentos
Uno de los reclamos más escuchados y recurrentes dirigido a la postura en contra de la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo, fue su falta de argumentación. Aun a la mañana siguiente del 9 de agosto, después de haberle demostrado a la sociedad entera que el mundo cambió, se seguía esperando esa sólida argumentación que respaldara esos 38 votos que condenan a miles a mujeres a seguir muriendo. Empieza a concluir la semana y ya se oficiaron misas en toda la Argentina y esa argumentación tan necesaria y ausente sigue sin aparecer. Y no es para menos, no tuvieron con qué porque sus posturas responden a sus subjetividades y a la libre elección de cultos.
Lo único que mencionaron fue que la despenalización del aborto es inconstitucional porque atenta contra la vida, otra gran equivocación ya que hacen un uso sumamente peligroso de la categoría “vida” remitiéndola de modo estricto y esencial a la vida humana, anteponiendo ése uso e interpretación cultural de la categoría por sobre la vida de una persona comprobablemente existente y que para el caso en cuestión porta cuerpo de mujer.
Por tanto, si algo es inconstitucional en todo esto no es la despenalización del aborto, sí lo es la imposición de creencias personales y de orden religioso por sobre toda la población de una Nación.
¿Qué es a lo que en realidad tanto temen? A la consideración de una mujer libre y a posibilidad de la separación entre la Iglesia y el Estado.
La legalización de la interrupción voluntaria del embarazo implica movilidad social para las mujeres y por tanto para su mundo circundante, esa movilidad en el orden jerárquico del cristianismo produce miedo porque se configura como una potencial amenaza de que la bíblica prostituta pueda ascender a virgen.
Desenmascara en la actualidad el lugar de incapacidad que le ha otorgado siempre a la mujer, considerándola incapaz de decidir, asignándole un destino inexorable dentro de su ordenamiento simbólico del mismo modo que lo ha hecho con las concepciones de pobreza y maternidad.
Educan a sus feligreses para vivir en esa incapacidad de decisión y acción sobre su propia vida, justamente para que ello en sí mismo se convierta en un mérito redentor que les acerca al cielo católico, la aceptación y la sumisión. Las instituciones de este sistema y encabezadas por la Iglesia, transforman en destino individual lo que no es más que el producto de una construcción social, cultural, política, jurídica y económica.
Si sos madre sin desear serlo pero ‘te tocó’, ahí está la bendición, en aceptarlo sin chistar. Igual lectura hace la Iglesia católica de la pobreza, ya que el pobre vive su desventaja, nada azarosa, como destino personal. El feligrés es algo que se fabrica y que se usa como soldadito de batalla en las calles o en el Senado de la República, por citar un ejemplo nomás.
Las Iglesias católicas en Europa suelen estar desiertas, en contraposición a las Iglesias católicas y evangélicas en América Latina que más bien suelen estar abarrotadas. No hay que pasar por alto que uno de los tipos con más poder influyente dentro de todo este sistema es el jerarca del Vaticano, llamado Jorge Bergoglio, alias Francisco y que porta un detalle para nada menor: es argentino. ¿Puede acaso verificarse un nombramiento más político o geopolítico que ése?
Lo que sigue
América Latina ha sido siempre un caldero de lucha y acá, dar esta pelea de años con una marcada intensidad los últimos cinco meses, no ha sido fácil y por todo esto es que ha sido tan importante.
La Iglesia católica además de seguir recibiendo subvenciones con los impuestos de los contribuyentes necesita también seguir redimiendo almas, necesita seguir abrazando e imponiendo la tradición de la sumisión sobre las mentes y los cuerpos, que en este caso se traduce en la utilidad y obediencia maternal. Sigue la Iglesia trabajando arduamente por mantener viva la investidura disciplinar de la maternidad y del ser esposa, peligrosos reductos del amor romántico.
“Cada tipo de orden social produce los fantasmas que lo amenazan”. Porque claro, así como ellos inventaron ése lugar en dónde le asignaron el código postal a Dios, llamado cielo, también inventaron el infierno. En esa maniobra de construcción dual y binaria del mundo como lo conocemos, en la que necesitan de esa otredad subalterizada para seguir autoconstruyéndose como el reino de Dios, los cielos y todos sus super poderes juntos. Necesitan de esa otredad, de la identidad subyugada, de las aborteras, las brujas y las putas, para que pueda la Iglesia en contraparte, reivindicar y afianzar su autodefinición redentora. En gran medida eso nos puede echar luz sobre el porqué aun cuando excluidas o negadas, las voluntades sobre los cuerpos de las mujeres siguen estando tan activas construyendo una referencia para la identidad.
Legalizar la interrupción voluntaria del embarazo implica para la Iglesia perder la legitimación de sus privilegios culturales que son trasmutados por herencia social. Y acá tenemos otros dos puntos fuertes en este asunto: legalidad no es legitimidad. Una la otorga el derecho, la otra la otorga la cultura.
Despenalizar el aborto es una cuestión de forma, porque de fondo de lo que se trata todo esto es de algo verdaderamente coyuntural y hasta paradigmático: la puja por el orden de lo simbólico.
El mundo ya cambió, las mujeres muertas en abortos clandestinos no. Los abortos van a seguir existiendo como milenariamente ha ocurrido. La resistencia frente a las violentas imposiciones sobre nuestras vidas y nuestros cuerpos también.
No nos detuvieron quemándonos en hogueras, mucho menos lo van a hacer 38 voluntades contra las millones de mujeres que en el mundo somos. Ya no hay marcha atrás, el aborto es un tema que se repite como mantra en escuelas, en las calles, en los bares, en las mesas a la hora de la cena. Más temprano que tarde se aprobará la ley en Argentina y en América Latina. Mientras tanto hay que ir teniendo presente que nuestros pañuelos verdes son el símbolo de las mujeres como eternas portadoras de todo lo que a la Iglesia hace temer y de un patriarcado que cada vez tiene menos idea de qué hacer.