Para todas/os quienes tenemos formación en sociología, una de las cualidades mentales fundamentales que se nos trata de desarrollar desde el pregrado, es aquella que el profesor norteamericano Charles Wright Mills denominó como la “imaginación sociológica”. Con dicho término, el maestro estadounidense nos convocaba a desarrollar esa destreza intelectual que nos permite identificar en los dilemas individuales, los grandes temas sociales, y/o en las cuestiones públicas, las necesidades privadas. Por ejemplo, si usted usualmente se siente deprimida/o (más allá de predisposiciones psicológicas a aquello), es probable que se deba a deficientes niveles en calidad de vida: inexistencia de áreas verdes cerca de su casa para hacer deporte; que viva lejos de su lugar de trabajo, y “gracias” al TranSantiago pierda cuatro horas diarias movilizándose; que, asimismo, perciba que el actual sistema político de (auto) representación considere irrelevante todo lo anterior, por lo que no ve luces de que algo vaya a mejorar, etc. En consecuencia, mucho de nuestros estadios particulares, por muy individuales que puedan parecer, posiblemente estén significativamente relacionados con condiciones sociales, de la misma manera que muchas “virtudes” públicas estén intrínsecamente relacionadas con vicios privados.
Traigo a colación el párrafo anterior, porque al conmemorarse un nuevo 11 de septiembre, creo que hay dos constantes que se mantienen en dichas conmemoraciones: por una parte, la fractura en nuestra historia chilena y en cada una de nuestras biografías individuales; y por otra, cómo también se le invisibiliza de manera casi permanente, de tal manera que su remembranza sólo emerge en la víspera del referido evento, para abandonar rápidamente la agenda político-noticiosa antes de las “bacanales patrias” de la semana siguiente.
En relación a esto último, es cierto que este año como nunca hemos visto solicitudes de perdón, exculpaciones y declaraciones en torno a ello, ¿pero ocurrirá diferentemente una vez que nos enfilemos al próximo 18?, ¿o en la semana subsiguiente? La desafortunada historia anterior, nos licencia para, al menos, dudarlo.
A diferencia de lo que creen los pinochetistas, y también algunos DC y concertacionistas, el mayor legado de la dictadura cívico-militar no fue “la vocación modernizadora” del ex jerarca, sino, como bien lo define el colega Alberto Mayol, un modelo basado en el lucro. En dónde es lícito lucrar incluso con derechos que históricamente han sido sociales (salud y educación), y pues si se puede lucrar con ello, todo el resto de la realidad es vista en perspectiva de flujos de caja.
Como correctamente también sostiene Mayol, la implantación de un modelo en que se enajenan derechos sociales presupone un contexto social en que el miedo es el denominador común, pues sólo a través de él se puede “disuadir” a la ciudadanía de no luchar por algo que ha sido históricamente una victoria, y a su vez la reflexión sobre el origen de dicho miedo, nos conduce precisamente a la violencia en la que se fundamenta. Violencia material y violencia simbólica: la primera, aquellos apremios físicos o psicológicos por parte de alguien que la ejerce, en la persona de quien la recibe; la simbólica, por otra parte, conceptualizada por el maestro francés Pierre Bourdieu, dice relación con aquellos actos indirectos, a menudo invisibles, en las que un actor (individual o social) ejerce acciones de menoscabo en contra de otro colectivo o persona.
En términos materiales, conforme el 2do Informe de la Comisión Valech, la dictadura dejó un total de 40.018 víctimas de diversa índole: detenidas/os desaparecidas/os, ejecutadas/os políticas/os, prisión política y tortura, etc. Sin perjuicio de ello, y con todo el respeto que merecen todas las víctimas de tan oscuros años, y las fracturas indelebles que dejan en sus respectivas biografías el haber sido objeto de persecución, exilio y exoneración, permítasenos el detenernos en las/os familiares de los detenidas/os desaparecidas/os, pues es en ellas/os quizás en dónde confluyen con mayor crudeza, primero el acto material del secuestro de un ser querido, y luego, la violencia simbólica permanente de la falta de justicia, de la falta de verdad, de la falta de respuestas.
La psiquiatra Patricia Barceló ha definido y caracterizado dicha experiencia como de “traumatización extrema”, representada a su vez como profundamente angustiante y de desestructuración de la conciencia: angustia por la impotencia de impedir la separación del ser querido, angustia igualmente por saberse potencial objeto de nuevos hechos de violencia presentes y futuros, y desestructuración de la conciencia como un intento de disminuir la percepción del daño y aliviar, de esta manera, parcialmente el sufrimiento (“Cuando detuvieron a mi hermano mi mamá se desmayó. Desde entonces ella siempre ha seguido enferma”, relata uno de los entrevistados por la referida doctora).
Desconocemos si existen investigaciones a nivel nacional respecto de la salud de estas/os “eternos dolientes” (por favor disculpen nuestra ignorancia en caso de que existan), pero de no existir quizás puedan ser relativamente generalizables a la realidad país, los hallazgos del psiquiatra Carlos Madariaga en la localidad de Parral en 1991. Según el profesional, el costo personal de dicho trauma es variado: envejecimiento prematuro, trastornos cardiocirculatorios, etc., y como causa principal de fallecimiento de dichas personas en duelo no resuelto, el cáncer, con casi la mitad de los decesos. Muchos de dichos casos afectando senos y/o el útero, como cruel metáfora del dolor por la pérdida del hijo o del compañero de vida de la más delicada intimidad.
Eso como legado material/simbólico de la dictadura para dichos seres humanos, ¿pero acaso la democracia ha significado un “New Deal” para con ellos? Revisemos algunos hechos: principio de lo 90 y las nefastas declaraciones de Pinochet al ser consultado por la existencia de 2 ó 3 cadáveres en las tumbas de Pisagua, “Pero, ¡qué economía más grande!”; la ácida tragicomedia de equivocaciones en la identificación de osamentas del Patio 29, (o también las ocasiones en que los diferentes gobiernos democráticos han nominado para ascensos a militares involucrados en casos de tortura y desaparición); año 2001 y el triste espectáculo dado por la “Mesa de Diálogo”, cuyo mayor aporte fue hacernos saber que sus seres queridos habían sido retirados, y conceptualizados con una cruel retórica de electrodomésticos y artefactos. Qué decir de la prensa y su trato vejatorio en dictadura, que ha devenido en mera invisibilización progresiva en democracia; o las fuerzas policiales, reprimiendo en su mayoría a mujeres indefensas y, (debido al citado envejecimiento prematuro), en edades aun más dignas de consideración y respeto. Incluso en la madrugada de este 8 de septiembre (sí, hace sólo un par de días), carabineros ha retirado sus lienzos desplegados en 9 puentes del Río Mapocho, sin justificación, excusa o razón alguna.
Entonces, ¿cuál ha sido nuestro legado/trato hacia ellos en más de 20 años de democracia? Sólo “justicia en la medida de lo posible” (que es lo mismo que injusticia en la medida de lo pragmático) verdad, y sobre todo consideración, en igual medida.
Claramente, en todos estos años ha habido por lo menos poco “tacto” para con el trato de estos seres humanos en continuo sufrimiento. No es casual, que hace sólo unos días otra víctima de la dictadura, Carmen Gloria Quintana, declarara: “Durante muchos años las víctimas hemos sentido que molestamos”.
En dicho contexto y volviendo a la reflexión que origina esta columna, es posible que el “problema del eterno retorno” de cada 11 de septiembre y de la fractura en nuestra historia y biografías, esté en gran medida indisolublemente ligado al permanente dolor de estas personas, de estas/os compatriotas en continua situación de duelo no resuelto, y que cada año al acercarse septiembre, nuestra sociedad no viva más que la somatización propia por la neurosis de la negación de este conflicto. Quizás, como sociedad estemos unidas/os a estas personas no tan sólo en su trayectoria y presente sino también en su futuro y destino.
Desafortunadamente, al día de hoy debido al tiempo transcurrido, y al sadismo con que los perpetradores trataron a las víctimas de las desapariciones, es difícil que se tenga claridad respecto al destino de todos los atormentados aún sin paradero, pero incluso así pueden tomarse decisiones políticas sustantivas, traducidas a su vez en políticas públicas serias, para al menos reparar en parte aquello. Por ejemplo, todavía quedan decenas de osamentas correspondientes al Patio 29 que no han sido identificadas: ya es tiempo de destinar los recursos necesarios para que, lo que a tantos años de su descubrimiento en nuestro país no se ha podido pesquisar, se investigue en las mejores universidades e institutos de genética, con tal de dar respuesta a sus potenciales deudos. Asimismo, en esos casos en que nuevamente se plantee “verdad por sobre justicia”, sean precisamente las/os familiares de detenidas/os desaparecidas/os quienes tengan tanto la primera como la última palabra, respecto a condiciones, limites, plazos, etc., en que pudiera aplicarse nuevamente otra tentativa como ésta. Y, finalmente, para aquellos casos en que, tristemente, no es posible ni justicia ni verdad, pues consideración y respeto (!): que no tan sólo nunca más se cometan actos como los cuales se origina su inconmensurable padecimiento, sino que nunca más también se vuelva a hablar por ellos, nunca más a pretender cerrar ciclos sin tomarles en cuenta, nunca más a tratar de enterrar el pasado cuando aún es dolorosamente presente, y cuando, para colmo de males, no hay alguien para ser inhumado.
Tal vez sólo una verdadera “ética de la reparación”, un nuevo trato para con estas víctimas, posibilite la superación de la insondable discordia en que como sociedad aún al día de hoy vivimos, y que se hace manifiesta en cada víspera del 11/9. No se trata de que al repararles y tratarles con el debido respeto, desarrollemos un acto cuasi “sociomágico” en que todo se mejorará sólo por su propio ministerio, sino que los actos políticos sustantivos y transversales que lo presuponen signifiquen que, quienes estuvieron del lado de los “victoriosos” comprendan que aquí de lo que se trata es un tema de “bien común” para Chile, pues querámoslo o no, es éste el país en el que hemos nacido, dónde residimos y donde las vidas de todos nosotras/os están unidas en un destino común.
Como sociedad debemos ser capaces de superar el fatalista derrotero que desde hace 40 años se manifiesta en estas fechas, pero que vive de manera latente todos los días del año, como una larva que horada lenta pero sistemática y significativamente lo que aún queda de nuestra vida republicana. De lo contrario, si no podemos resolver este grave entuerto que cruza nuestra biografía, historia y cuerpos, quizás terminemos más temprano que tarde, condenándonos a nosotras/os mismas/os a compartir un destino doloroso relativamente similar al que por nuestra propia indolencia hemos condenado a los familiares de estos chilenos mitad vivos/mitad muertos: a que como cuerpo social, ya prematuramente envejecido, terminemos finalmente generando un cáncer para cuya metástasis sistémica no haya cura o tratamiento.