Desde diferentes sectores se sostuvieron diversas
posturas y entre ellas, algunas que afirmaban que la participación directa minaba
las instituciones de la democracia representativa y afectaba seriamente la
democracia en su conjunto. En este breve escrito, quisiera abordar algunos de
los argumentos allí esbozados para complejizar la discusión e incorporar algunos
aspectos que no han sido tomados en cuenta.

Hagamos un breve paneo de los argumentos en contra más utilizados. En un
contexto en el cual las demandas estudiantiles tienden a desbordar los canales
institucionales de participación, se ha abogado por la defensa de las instituciones
como modo de resguardar el rol de los representantes, asegurando que de
otro modo se generaría una crisis de la representación misma. Por otra parte,
se ha argumentado también que las formas de participación directa favorecen
la manipulación demagógica de la población por parte de grupos de interés o
líderes políticos, acompañado de una creencia respecto de la inmadurez de los
ciudadanos.

Respecto del primero de los argumentos, diré que efectivamente hay una
tendencia a la crisis de representación, pero que esta no viene dada por
una demanda de mayor participación. Extraño sería afirmar que una mayor
participación social y política mina las bases democráticas ¿verdad? Muy por el
contrario, la participación directa fortalece el principio de la soberanía popular, del
cual emana el sistema representativo. Por otra parte, la crisis de representación
surge en un momento anterior ya por la separación existente entre los paisajes
e intereses de gobernantes y gobernados, que va camino a aumentar su
brecha diariamente. Al mismo tiempo, dado un contexto de posible desborde,
lo más acertado políticamente hablando sería plantear posturas flexibles y de
acercamiento que permitan canalizar e incorporar esa demanda en términos de
democratización y fortalecimiento de la legitimidad. En ese marco, formas de
participación directa podrían ser un modo de mantener dinámica la relación entre
gobernantes y gobernados, no sólo en términos de legitimidad de origen, sino
también de ejercicio.
Respecto del segundo argumento, se puede decir que este fenómeno se da
casi en igual modo con o sin las formas de participación directa antes comentadas.
La posible manipulación por parte de grupos de interés se da abiertamente en
casos de plebiscitos o consultas populares (así también en las revocatorias) y
del mismo modo sucede en las elecciones para cargos ejecutivos o legislativos.
De este modo, creo que el ejercicio ciudadano del cual forma parte una toma de
decisiones sobre asuntos de importancia nacional o local termina por fortalecer el
control de los gobernados sobre los gobernantes y no así la práctica inversa, que
termina por *“separar”* la política de las poblaciones.

Por último, intentaré responder a estos argumentos en conjunto y sobre la base de
una reflexión de los principios políticos mismos, para dar cuenta de una situación
que considero novedosa respecto de los momentos iniciales de la modernidad, en
tanto cuna de las instituciones representativas.
La aceleración del tempo histórico ha generado en las últimas décadas una
caída de las referencias y los modelos a seguir por parte de las sociedades a nivel
mundial. En ese contexto, grandes sectores de la población se encuentran en la
encrucijada que presenta una adaptación creciente al cambio, una adaptación
decreciente o la simple desadaptación. Lo político, en tanto ámbito incluido en este
sistema, no es ajeno a este fenómeno. Así las cosas, se encuentra con una serie
de cambios y fenómenos sociales que se manifiestan cada vez más velozmente,
intentando a través de la institucionalidad una cristalización de normas y valores
que suponga un mínimo de estabilidad. Sin embargo, por la propia aceleración,
no alcanza a dar cuenta de los cambios que se expresan en las sociedades,
corriendo siempre por detrás y con un destino de atrasado eterno2.
Esto nos lleva a reflexionar sobre el mismo rol de la institucionalidad
en un mundo de veloces cambios, contexto muy diferente al de la modernidad
decimonónica. ¿Qué utilidad sugiere hoy una institucionalidad que, en vez de
canalizar y guiar los cambios sociales, termina por frenarlos bajo argumentos
tradicionalistas? ¿Es la estabilidad -en términos de rigidez- un objetivo a plantear
en un contexto de constante cambio? Para brindar un ejemplo básico: si estoy
bañándome en el mar y se acerca una gran ola contra mí, puedo ir al choque
contra ella presentando mi pecho, siendo de este modo tumbado por su fuerza
mayor, o por el contrario, barrenarla y aprovechar su fuerza canalizándola en
la dirección más apropiada. ¿Qué respuesta dará el sistema político en su
conjunto frente a la aceleración y los cambios sociales constantes? El desafío
más importante será entonces no intentar rechazar los cambios con una mirada
tradicionalista que ingenuamente añora un momento pasado, ya que estos
regresarán con mayor fuerza y desbordando al propio sistema político, sino
canalizar la inestabilidad y reformular los principios de la institucionalidad en
dirección progresiva, de modo que acompañen y den dirección a los cambios
cada vez más veloces que viven las sociedades. Es dentro de este marco que las
formas de participación directa pueden cumplir un rol importante de vinculación
entre la sociedad civil y la política, revitalizando una relación que hoy tiende a
quebrarse. De otro modo, el desborde de los canales tradicionales será lo habitual,
presentando un panorama incierto a mediano plazo para el sistema político.