El gran tema de hoy (y esperamos que también el de mañana) son los movimientos sociales. Por
cierto, no es primera vez que este fenómeno se manifiesta en la historia. Incluso puede existir
cierto consenso de que, en general, su ciclo de vida tiende a ser más bien corto, ya sea porque
después de un período de movilización se entra a negociar un paquete de demandas específicas
con el poder establecido (lo que ya ha comenzado a suceder en Chile), o bien porque se desgastan
y se desarticulan.

Sin embargo, la situación actual es muy distinta a las de aquellos otros momentos, básicamente
por la profunda e irreversible ruptura que se ha producido entre la institucionalidad y la base
social. Ya está claro que esperar más de las dirigencias es un completo despropósito y tal vez
haya llegado la hora de que los pueblos fracasen en sus tradicionales expectativas paternalistas
y pasen a convertirse en genuinos protagonistas de su propia historia, obligando al poder a abrir
la puerta hacia los cambios. Pero, ¿serán suficientes estas nuevas condiciones para rescatar a los
movimientos sociales de su brevedad e impulsarlos hacia una nueva dimensión revolucionaria? Es
posible, siempre y cuando se cumplan, al menos, tres requisitos.

En primer lugar, esos conglomerados necesitan contar con un ideario común, en torno al cual
puedan aglutinarse y confluir las distintas sensibilidades y miradas que bullen en su interior. No
se trata de un programa, eso viene mucho después, sino que de una cierta cosmovisión a partir
de la cual se irán estableciendo los pilares fundamentales de la sociedad que se aspira a construir.
Ese horizonte común, que va más allá de las demandas reivindicatorias puntuales, ese mundo
querido, se constituirá en una imagen-guía capaz de sostener la lucha durante todo el tiempo
que sea necesario y hará posible aquello que al interior del humanismo hemos definido como
convergencia de la diversidad.

El segundo requisito se refiere a la factibilidad real de efectuar cambios estructurales desde el
llano. Aunque el movimiento llegara a constituirse en un auténtico *“poder ciudadano”*, siempre
será necesario legitimar mayoritariamente las nuevas directrices y eso solo puede conseguirse
a través de un proceso democrático, en el marco de la legalidad existente. Si bien la aversión
a todo lo *“político”* es una tónica transversal entre sus miembros, la voluntad de llevar los
cambios hasta el corazón del poder establecido los obliga a contar con una herramienta política
y bien sabemos de las dificultades que ese paso presenta al interior del actual sistema. Pero lo
más importante es tener muy claro que el modelo de partido que se utilice no puede ya estar
concebido como *“vanguardia organizada”*, porque la experiencia histórica nos enseña que dicha
fórmula siempre tendió a instrumentalizar a los grandes conjuntos movilizados (*“las masas”*) en
beneficio de una élite. Hoy el partido debe ser la expresión institucional del movimiento y su
directiva no tendrá otra función que la de una vocería de la voluntad del conjunto, de modo que
habrá que generar los instrumentos necesarios para controlar aquellas tendencias mecánicas. El
Partido Humanista, por ejemplo, ha sido concebido desde su fundación en base a los parámetros
descritos.

El tercer punto (y tal vez el más importante) se refiere a las formas de lucha. Sin duda que la
urgencia por efectuar los profundos cambios que nuestra sociedad necesita, puede conducir al movimiento a validar cualquier forma de lucha que parezca efectiva para lograr tal propósito.
Esto no es así y hoy podemos decir con total propiedad que la violencia es contrarrevolucionaria.

Hay razones éticas, si queremos diferenciarnos radicalmente de los opresores de siempre, puesto
que una conducta no violenta implica un cambio interno de gran magnitud. Y también hay
razones operativas, ya que la acción violenta siempre genera una reacción proporcional entre
los afectados, con lo cual esos aparentes logros inmediatos tienden a esfumarse en el mediano
plazo. Es necesario aprender y practicar nuevas formas de lucha no violentas y de ello existen en la
historia algunos modelos ejemplares que pueden ser imitados por los luchadores de hoy.

Estamos entrando en la fase final de la crisis de un sistema y necesitaremos de la máxima lucidez
para operar con eficacia en medio del caos que se avecina. El estudio de las respuestas del pasado
solo nos sirve para saber qué es lo que no se debe hacer, pero no nos entrega pautas claras y
precisas para afrontar la actual coyuntura porque, aun cuando existan algunas similitudes con
aquellas circunstancias históricas, en el fondo se trata de una situación completamente nueva y
distinta. Sabemos muy bien que no es fácil moverse en ese vacío y también cuan rápidamente éste
vuelve llenarse con aquellas soluciones que están más *“a la mano”*. Pero tal vez el gran desafío
de este momento consista justamente en aprender a ir mucho más allá de lo que antes se fue, sin
aminorar la marcha del proceso.