Las imágenes del ataque a un casino de Monterrey con el saldo de algo más de
cincuenta víctimas son el último eslabón de una larga cadena de noticias violentas
que reproducen a diario los principales medios informativos. La repetición de estas
crueldades no hace sino aumentar en la mayoría de la ciudadanía los sentimientos
de inseguridad, impotencia, desesperanza y acrecientan la fatiga emocional, que
frecuentemente llega a convertirse en anestesia. Sin embargo, más allá de la deformada
visión que estos medios exhiben a través de su exagerada promoción de la violencia, no
puede negarse que el delito afecta a las personas y a la vida social.

Lejos de ser afecto a estas secciones necrológicas que cubren la mayor parte del espacio
comunicacional y muy cercano al estado de náusea que me provoca la violencia,
creo que es imprescindible echar luz sobre las raíces desde donde se desprende en la
actualidad el grueso de las actividades delictivas.

Es precisamente la óptica de la no violencia la que nos permitirá abordar el tema desde
una perspectiva esclarecedora que permita una salida superadora sin incluir el aburrido
y repetitivo catálogo de medidas represivas. Repertorio que – también repetidamente
– ha mostrado su absoluta ineficacia para librar a las personas de la amenaza física
criminal y sus múltiples efectos colaterales.

El fenómeno de la delincuencia organizada se expresa en la actualidad en dos variantes
principales. La más tenebrosa son las redes criminales a gran escala que manejan
millonarias sumas, operan a nivel transnacional e incluyen entre sus principales
actividades el narcotráfico, la venta de armas, la trata de personas y el contrabando.
El lucro proveniente de estas actividades suele ser introducido al sistema nuevamente
en forma de inversiones *“legales”* a través del mecanismo conocido como *“lavado de
dinero”*.

La segunda expresión estructurada de la criminalidad son las pandillas o *“maras”*, que
operan de modo más local, pero que constituyen ya parte del paisaje en muchos países.
Éstas entroncan frecuentemente con las transnacionales del delito sirviendo a su arraigo
y generalmente a la última fase de su comercialización, el menudeo. Pero también
actúan en aquellas franjas que son las más percibidas por el ciudadano común, el atraco,
la extorsión, el secuestro y otras similares.

Las consecuencias sociales de esta epidemia van mucho más allá del perjuicio
individual evidente y doloroso. El temor y la desconfianza se generalizan, el
desconsuelo y el rencor hacen fácil presa de las personas en un ambiente colmado de
inseguridades.

¿Cuáles son las verdaderas raíces de este fenómeno?

La criminalidad, claramente endémica y estructural es consustancial al desarrollo del capitalismo en las últimas décadas. La madre del delito es la guerra y su padre el
capitalismo neoliberal.

Veamos algunos ejemplos. Los protagonistas del ataque comentado en el comienzo
de la nota pertenecen a los Zetas. Esta organización, que está hoy en la mira de la
autoridad represiva del estado mejicano como la principal amenaza a la paz pública,
surge precisamente del corazón de la estrategia bélica del Estado ante el levantamiento
zapatista en Chiapas en 1994. Su fundación se remonta a la deserción de un grupo de
militares de cuerpos especiales del Ejército, entrenados por la CIA para contrarrestar
la insurgencia. También integran sus filas ex militares guatemaltecos. Inicialmente al
servicio del Cartel del Golfo, se separan de éste hacia Marzo de 2010, convirtiéndose en
competidor y enemigo territorial.

Es muy significativo recordar la fecha del inicio del levantamiento campesino del
Ejército Zapatista de Liberación Nacional. El 1º de Enero del año 94 es el día en que
Méjico entra en la esfera del tratado librecomercista conocido como NAFTA.

Esta combinación perversa de guerra y neoliberalismo resultará igualmente fatal en
todos los países vecinos, dando así origen a esta problemática absolutamente estructural.

En Guatemala, 32 años de terrorismo de estado contra la guerrilla y la población
indígena rural costaron aproximadamente 200.000 vidas. Muchos ex militares
y soldados encontraron en el delito un modo de subsistir haciendo uso de
los *“conocimientos”* adquiridos.
La política de *“tierra arrasada”* practicada por el criminal general evangelista Ríos
Montt (ente otros varios) se continuaría con al arrasamiento estatal de los 90, producto
del ingreso de Guatemala al CAFTA (avanzada centroamericana del pretendido ALCA).
Con este tratado Guatemala – al igual que otros países de la zona – fue invadida
por *“maquiladoras”*. Estos talleres de manufactura de bajo costo similares a sus modelos
asiáticos que abastecen aún hoy a las grandes marcas textiles y deportivas, eran la
primera de varias pésimas opciones para el paupérrimo pueblo. La segunda era emigrar.
La tercera, que muchos eligieron, era delinquir.

En El Salvador, luego de los acuerdos de Chapultepec en 1992, que daban término
a la guerra civil de más de una década, tanto los paramilitares de derecha como los
combatientes del FLMN serían desmovilizados. Muchos de estos efectivos, con muy
poca instrucción, tampoco encontrarían lugar en una sociedad de pocas posibilidades.
Un gran número partió en éxodo hacia mejores posibilidades en el exterior. Otro
importante contingente nutrió las nuevas pandillas, remedando al muy lejano Bronx.

Honduras corrió la misma suerte. En el libro *“Memorias del Futuro”*
anotábamos: *“Honduras ha sido un excelente alumno de Norteamérica y se podría decir
que tiene bien ganada su recompensa. Es uno de los países más pobres del continente,
con menor desarrollo tecnológico, sus instituciones distan de ser un ejemplo de
transparencia y se han expandido a extremos increíbles el crimen y los delitos ligados al
tráfico de narcóticos”*. A finales de los 90’, cifras oficiales daban cuenta de un número
de jóvenes cercano a los cien mil como integrantes de las dos principales organizaciones
ilegales del momento, la Mara 18 y la Mara Salvatrucha.

Lo mismo sucedía en Nicaragua, desgarrada por la guerra entre sandinistas y contras luego del triunfo del FSLN en 1979.

Y qué decir de Colombia, cuya sola mención no requiere más explicación que el hecho
que en ese lugar la delincuencia ni siquiera se tomó el trabajo de sacarse los uniformes.

Llevado al plano conceptual, el proceso que conduce a la delincuencia estructural
puede describirse así: los ejércitos y la guerra proveen inicialmente una ocupación
a los millones de desclasados. Una vez terminadas las acciones bélicas, las fuerzas
contendientes no encuentran fácilmente inserción social, por las mismas causas que
antes, generalmente agravadas por el daño ocasionado. Además, la guerra en particular
y el armamentismo en general proveen el instrumental que luego se usará con fines
delictuales. Si a la destrucción del conflicto armado, se le suma la eliminación de las
protecciones estatales y las fuentes de trabajo locales dignas a través de los conocidos
programas libremercadistas, tendremos el panorama completo para entender las vías de
instalación de la criminalidad como *“salida laboral”* para miles de jóvenes.

Por ello, quien quiera realmente detener la ola delictiva tendrá que dejar de proclamar
frases vacías como *“tolerancia cero”*, las cuales revelan ignorancia, mala fe o acaso
complicidad abierta con las fuerzas del crimen. La política represiva no logra menguar
la criminalidad, sólo engrosa la población carcelaria.

Los pueblos lograrán disminuir la delincuencia sólo si eligen derrotar a la guerra,
al militarismo en cualquiera de sus facetas, al tiempo que optan por no cooperar
con aquellas fuerzas que, con falsas promesas neoliberales de libertad y ampliación
económica, sólo quieren aumentar sus propias ganancias.