Era un día normal de clases. Lo habitual: profesor, alumnos y todos escuchábamos. La clase termina pronto, bajo las gradas y veo una multitud considerable donde se mezclaban trabajadores de la facultad, profesores y estudiantes. Todos se preparaban, alistaban los megáfonos, los gritos, los ideales y la escandalosa tela negra de 10 metros.
En este punto, usted que lee esto debe estar un tanto perdido, lo actualizo: era viernes 13 (qué ironía), en Quito (Ecuador), todos estaban a la espera que llegara las 10:50 de la mañana. Un día antes, el presidente Lenín Moreno, se dirigió a la nación y dio un plazo de doce horas para que las personas que habían secuestrado a los tres trabajadores del Diario EL COMERCIO envíen una prueba de su “existencia”. Esto, como respuesta a las fotos enviadas por el medio colombiano RCN, donde se veían tres cadáveres, fotos que parecían comprobar su muerte.
Cuando te topas con una multitud así, no dimensionas qué es lo que los mueve, si compañerismo, humanidad, solidaridad o quizá, muy en el fondo, un ápice de esperanza. Esperanza de que se cumpla el plazo y que haya pruebas de que aún seguían vivos, esperanza de que el país no entre en un conflicto armado en la frontera norte, esperanza en que aún puedan volver a casa, quizá.
Pronto, y ya casi a las 9:40 de la mañana, la movilización arranca tapando la circulación de vehículos que bajan raudos por la calle Bolivia. Cada canto se repetía una y otra vez; pasábamos la Bolivia y decíamos fuerte y claro “Vivos los llevaron, vivos los queremos”; pasábamos la Av. América y se escuchaba “No son tres, somos todos”; ya llegábamos a la Av. 10 de agosto, y aunque el sol nos quemaba los rostros, sentíamos sed y los pies eran cada vez más pesados. Llegaba el “Por Efraín… nadie se cansa, por Paul… nadie se cansa, por Javier… nadie se cansa…” y eso nos recomponía.
Ya nos adentrábamos al centro histórico por la extensa calle Guayaquil mientras la acústica de las casas hacía que se escuche con más fuerza “Moreno escucha, la FACSO está en la lucha”; y finalmente, la Plaza Grande se abría entre nosotros, no existía en ese momento ni tráfico, ni agentes de tránsito ni policía que nos impidiera llegar a nuestro destino. Y ya cuando nos ubicamos frente el “Palacio de Carondelet” junto a familiares de los secuestrados, trabajadores del Diario El Comercio, estudiantes de otras universidades, fotógrafos, camarógrafos, reporteros y más, el último canto anunciaba nuestra llegada “Adelante, adelante, adelante universidad. En el tiempo, en el espacio, tu nombre sonará. Universidad, U, Universidad, U… Central.”
Pero los cantos este día eran cantos unidos por una situación en la que todos estábamos a oscuras, en silencio y suspenso. Las doce horas ya se deterioraban poco a poco, y aunque nada detenía a la gente de seguir gritando por Efraín, Paul y Javier, la preocupación era espesa en el aire, todos tenían un conflicto interno. Todos querían respuestas, pero nadie quería que fueran negativas, eso generaba que todos esperaran con ansiedad pero con pánico el fin de las 12 horas dadas por Lenín Moreno.
Ya se cumplían las 12 horas, 10:50 de la mañana de este viernes 13. La gente no se cansaba de gritar, querían respuestas.
El sol seguía azotándonos, pero aun así seguíamos gritando. En ese momento ya no importaba de que universidad fuéramos, de que medio, trabajo, estrato o siquiera si alguien de ahí fuera algo relacionado con la comunicación, no. Solo sabíamos que los gritos no debían parar, que los tambores debían seguir sonando y que la esperanza no debía decaer, al final, supongo que eso nos movía a todos. Es triste recordar ahora que en esos instantes yo ya había perdido la voz, no sé cuál habría sido la fuerza con la que grité, que mi garganta simplemente me decía silenciándome “ya no grites”.
Un instante, eso es el tiempo que se tomó el sol para apagarse de pronto, quizá fuera una nube que se apiadaba de nosotros. Yo, en cambio, no paraba de tomar agua. Así llegaron las 12:45 de la tarde.
Por unos instantes todos guardaron silencio, y prestaban atención a las palabras del presidente que salían por los parlantes instalados. Y en pocas oraciones, fue solo una la que produjo que el tiempo se detuviera un instante. Incrédulos, todos oíamos: “(…) y lamentablemente tenemos información que confirma el asesinato de nuestros compatriotas…” decía el presidente. Si, el tiempo se detuvo, ese segundo se hizo horas, y el centro histórico enmudeció solo para escuchar los desgarradores gritos de lamentación de los familiares de los secuestrados, de sus compañeros y cercanos. En un instante la esperanza se había hecho añicos, en un instante un tronar inaudible se sintió, eran nuestros corazones que se rompían incrédulos.
Dejé de escuchar los parlantes, simplemente sentía las palabras tardías de justificación que se perdían en el eco del casco histórico. Las palabras habían perdido su sentido.
Sin más, me encontraba en una parada de trole, la gente solo seguía en su rutina, no entendía todo lo que había pasado. Yo difícilmente asimilaba lo que había sucedido, y en los recovecos de mi cordura me ignoraba como hijo, hermano, amigo y estudiante de comunicación social que quería ser periodista. En ese corto instante de cordura me preguntaba ¿Y si hubiera sido yo?
Paul, Javier, Efraín, descansen que su labor ya terminó, descansen que su labor no está incompleta, descansen porque nosotros no lo haremos hasta que se entienda por una vez por todas que no puedes matar la verdad, descansen, porque ahora… nos toca a nosotros.