Por Patricio Zamorano
Hace algunas noches he conocido cara a cara al padre de uno de los 43 jóvenes de Ayotzinapa, Antonio, progenitor de Jorge Antonio Tizapa, que en la fatídica noche del 26 de septiembre de 2014 desapareció de la faz de la tierra junto a otros 42 jóvenes en la zona rural de Iguala, estado de Guerrero, al sur de México. Por supuesto que los temas fuertes en Washington DC esta última semana giran en torno a la nueva matanza en las escuelas de este país (esta vez en Florida), y los escándalos de corrupción de la Casa Blanca. Pero cuando tienes frente a frente a un padre como Antonio, que te dice con fuerza “¡vivos se los llevaron, vivos los queremos!”, a casi 3 años del desaparecimiento de su hijo, entonces la agenda política diaria se transforma en una brutalidad superficial, comparada con este hecho increíble, que pone en serias dudas lo que debería ser prioritario para nuestra humanidad. El eslogan de “¡vivos se los llevaron, vivos los queremos!” es compartido por 86 padres, unas centenas de hermanas y hermanos, unos miles de familiares, unos millones de mexicanos y habitantes de otras latitudes que comparten el dolor sobre esos jóvenes desaparecidos y sobre otros miles de asesinados y asesinadas en un país que se retuerce en un gemido de muerte.
A tres años de un silencio criminal, ¿qué pasó con los 43 jóvenes desaparecidos de Ayotzinapa? ¿Qué pregunta puede ser al mismo tiempo tan simple y tan dolorosa, tan llena de impotencia y cargada de injustica e impunidad completa? Pues a Antonio le quitaron a su hijo Jorge dos veces. Primero, a través del acto de militares, policías y narcos que todas las pistas señalan como los culpables. Y en segundo lugar, a manos del gobierno de México de Peña Nieto y la impunidad escandalosa que ha rodeado este caso.
Recordemos los hechos: 43 jóvenes, ¡43!, desaparecieron la noche del 26 de septiembre de 2014 luego de que al parecer retuvieran unos buses que usarían en una protesta fijada para octubre. Todas las investigaciones parciales realizadas hasta ahora por diversos actores nacionales e internacionales, incluida la OEA, CIDH, Naciones Unidas y un largo etcétera, concluyen que sí, que agentes policiales de Iguala junto a la complicidad de militares del gobierno de México, se aliaron con narcos de la zona para reprimir a los estudiantes a punta de balas y tortura. En el caos de esa noche incluso dispararon a deportistas que en otro bus se trasladaban a un partido de futbol. De esos 43 desaparecidos, solo uno de los jóvenes ha sido identificado, Alexander Mora Venancio, a través de pequeños trozos de huesos. Se ha hablado de que los jóvenes fueron incinerados en un basurero, pero las pistas del paradero de los estudiantes hablan de varios lugares donde habrían sido llevados para ser desaparecidos. La acción policial ordenada por la alcaldía local esa noche provocó la muerte de 6 personas, una veintena de heridos y la desaparición de los 43 estudiantes. El cuerpo de uno de los jóvenes asesinados en esa jornada, Julio César Mondragón Fontes, fue encontrado con su rostro desollado y sin ojos. ¿Se puede describir de otra forma más clara la crueldad que rodea a este caso inverosímil?
¿Dónde está la condena de la OEA al gobierno de México? ¿Por qué no hay sanciones del gobierno de EEUU contra el país que vio desaparecer a 43 jóvenes, a vista y paciencia de toda la comunidad internacional? ¿Por qué no hay sanciones contra funcionarios del poder judicial, de la cúpula militar, de las policías locales? Frente a la gran actividad política que se despliega desde Washington DC hacia varios gobiernos de las Américas por temas políticos, ideológicos, económicos o de derechos humanos, algo tan grave como la desaparición de decenas de almas no parece merecer el mismo tratamiento político o mediático. Es una inconsistencia moral y política enorme, indefendible.
El lector podría imaginar cuál sería el escándalo si desaparecieran 43 jóvenes a manos de la Guardia Nacional de Estados Unidos en una zona rural de Wyoming. Quizás esta comparación tan simple pueda dar luces sobre la profunda gravedad de este hecho, que deja a las autoridades mexicanas involucradas en este caso en completa impunidad.
La desaparición en una noche de 43 jóvenes crearía una crisis gigantesca en EEUU. El país se detendría en un ahogado grito de horror, mientras no se dejaría ninguna roca sin voltear en todos los rincones de esta tierra, hasta no dar con el paradero de cada uno, y de los autores materiales y cómplices. ¿Por qué no existe la misma vara moral en el caso de estos jóvenes mexicanos? Nunca la vida de las personas tuvo un valor tan desigual como en este caso de Ayotzinapa.
Mirar a los ojos a Antonio mientras relata el dolor de perder a su hijo inspira una sensación muy profunda de impotencia. El padre no sonríe. Lo inunda una gran gravedad y tristeza, cuando relata que mientras no vea pruebas concretas, él seguirá buscando a su hijo vivo, pues “vivos se los llevaron, vivos los queremos”, insiste, según reza el eslogan de los padres organizados. ¿Cuántas miles de veces Antonio ha repetido esa frase en estos 3 años de vacío?
Antonio lucha cada día de su existencia, en un caso que ha trastocado su vida y la de su esposa para siempre, la de sus amigos, la de sus parientes. Este padre ha canalizado la pena profunda y el enojo con acciones concretas: acude a espacios de protesta, atiende conferencias, utiliza al máximo las redes sociales. Pero una de las actividades más inspiradoras, y seguramente terapéuticas para Antonio, es usar el deporte para sumar solidaridad a su causa, la de su hijo y la del resto de estudiantes. Organiza carreras grupales, aprovechando las múltiples competencias de trote de 5K y 10K que se realizan en EEUU. Quien desee acompañar a Antonio en su esperanza de encontrar a su hijo vivo, o quizás por lo menos terminar con esta incertidumbre que es tan dolorosa, puede visitar la página de Facebook https://www.facebook.com/ Running43ayotzinapa/ para informarse sobre las próximas carreras de solidaridad en Estados Unidos con la causa de Ayotzinapa. Una lucha justa que inspira también demandar a los cuatro vientos, con la esperanza de Antonio en la garganta: “¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!”.