La retórica fecal del actual presidente de los EEUU no es un descuido ni la ocurrencia de un egocéntrico extraviado. Sus dichos son expresión descarnada de un racismo que nunca desapareció, una segregación que recorre la geografía social estadounidense, un país agrietado, fracturado, cuya falta de cohesión interna no ocultan ya las banderitas agitadas por sonrientes niños al paso de las legiones. Más allá de los exabruptos, el degradante insulto responde a un claro interés del poder económico de reorientar políticas internas para su beneficio.
Los agujeros a los que hace referencia son los propios, producto de la incesante explotación del más débil, de la fosa cavada por el individualismo y la exclusión en la que caen los derrotados en la feroz carrera por el éxito. Más de cuarenta millones de desposeídos en EEUU dan cuenta de ello. Personas descartables para un sistema que no quiere correr con los gastos de estadía.
Los agujeros también son ajenos. Son los que dejan las bombas, los drones, los misiles, el inmisericorde tronar de las balas. Son los vacíos llenos de ausencias irrecuperables; vecinos, amigos o hijos muertos en guerras desgarradoras. Son la destrucción de sociedades enteras en nombre de una y muchas mentiras. Las que profieren repetidamente los máximos dirigentes de una nación que se autodenomina civilizada pero que a su paso deja tan sólo dolor y despojo.
Los agujeros fétidos son los que se horadan para robar petróleo, los socavones yertos de mineral extirpado, la tierra triturada, las cuencas sin agua; son los estómagos vacíos, sacrificados a la insensibilidad de una casta ínfima a la que pertenece el desaforado presidente y a la que pertenece también la responsabilidad por las desgracias de este mundo. Son los agujeros de la malla humana, cuya felicidad es postergada en nombre de un progreso extraviado.
El gran agujero negro
En el cosmos, los agujeros negros son regiones con una enorme fuerza gravitatoria, que absorben todo lo que está a su alcance. Incluso la luz. Y esa alegoría grafica la historia de los Estados invadidos, comprados, combatidos, anexionados, ¿Unidos? – de Norteamérica, una historia de continua absorción y migración, pero también de represión y discriminación al extranjero.
Muy pocos pudieron elegir su destino libremente. No fue voluntaria la llegada de los primeros colonos, perseguidos por sus creencias en la intolerante Europa. Un tercio del millón de inmigrantes que llegó entre principios de siglo XVII y finales del XVIII no vino a esta América en busca de libertad, sino privado de ella. Los trajeron desde África, encadenados y hacinados en la bodega de barcos como mano de obra esclava para las haciendas del sur.
En adelante, más grupos humanos, esta vez indígenas, fueron sacrificados en el altar del progreso blanco hacia el Oeste, genocidio ocultado mediante heroicas películas de pistoleros e inocentes granjeros de trenzas rubias amenazados por el indio salvaje. Para que no quedaran rastros del crimen, el gran agujero negro se tragó también sus creencias, cultura y estilo de vida.
Pero los blancos también se detestaban entre sí. Hacia mitad del siglo XIX, arribaron cerca de tres millones de irlandeses escapando del hambre y de alemanes huyendo de las desastrosas condiciones de subsistencia posteriores a las guerras napoleónicas. El problema para los Wasp (blanco, anglosajón y protestante por sus siglas en inglés) era que la mayoría de estos nuevos inmigrantes profesaba la fe católica. El movimiento nativista – conocido por el público – ¡cuándo no! – a través de la ficción cinematográfica “Pandillas de Nueva York”, fue entonces la expresión de repulsa al diferente.
Por la misma época pero en la otra costa, despuntaba la fiebre del oro, que atrajo no solamente cazafortunas sino a un buen número de labriegos chinos, dispuestos por ínfima paga a trabajar duro en minas, cocinas o cuanta labor se presentara. Lejos del agradecimiento por los servicios (de bajo costo) prestados al engrandecimiento de la nación, la xenofobia fue virulenta. La discriminación se haría ley hacia 1870 con la aprobación del Acta de Naturalización – que impedía ser ciudadano norteamericano a quien no fuera descendiente directo de nativos – y finalmente con el Acta de Exclusión de 1882, que explícitamente prohibía la inmigración de asiáticos, salvo en muy contados casos.
Los primeros latinoamericanos no intentaron llegar a los EEUU cruzando su frontera. Estados Unidos llegó a ellos invadiéndolos. Así perdió México el 50% de su territorio entre 1845 y 1848, expandiendo el gran agujero negro con lo que hoy conocemos como Texas, Arizona, California, Nevada, Utah, Nuevo México y una buena parte de Colorado, Wyoming, Kansas y Oklahoma.
Algo después, llegaría una nueva ola de viajeros, en grandes naves a vapor y atraídos por la irresistible gravitación de humeantes hornos que requerían una nueva masa de obreros dispuestos al sacrificio industrial. Estos tampoco eran rubios ni protestantes, sino italianos, griegos y polacos. El torrente migratorio se completaría con un apreciable contingente de suecos y noruegos, pero también de sirios y libaneses – sobre todo cristianos – y de judíos rusos escapando de la persecución zarista.
Hacia 1924, nuevamente una legislación drástica ordenaría las cosas. Se establecería el sistema de cuotas, restringiendo el número de inmigrantes a ser admitidos al 2% de los connacionales que habitaran en Estados Unidos desde 1890. Los asiáticos continuarían proscritos, pero la ley no preveía restricciones para el Hemisferio Occidental, con lo cual comenzaron a llegar inmigrantes desde Latinoamérica y el Caribe. La barrera migratoria establecida en 1924 seguiría vigente hasta 1965, cuando – durante la presidencia de Lyndon B. Johnson – seria reemplazada por la llamada “Hart-Cellar Act”, que no era precisamente una ley liberal, pero abría posibilidades a través de relaciones familiares y el tipo de profesión. Algunas excepciones con fuerte connotación política fueron la excepción al darwinismo migratorio. Judíos buscando protección del exterminio nazi, húngaros exiliados de la fallida revolución del 56`, refugiados de la guerra de Corea, disidentes cubanos y un variado pelaje oportunista.
En décadas recientes, el paisaje humano norteamericano varió nuevamente a través de una fuerte corriente migratoria latinoamericano-caribeña y asiática. Los primeros, huyendo de la miseria y las guerras instigadas por el mismo imperio. Los segundos, como grupo cualificado para tareas de desarrollo tecnológico.
El agujero negro succionó todo lo que pudo para hacerse poderoso. El esplendor norteamericano no fue consecuencia de un publicitado espíritu emprendedor. Se construyó con mano de obra esclava, ilegal, pero también atrayendo a comerciantes, deportistas, investigadores y dando cobijo a rufianes políticos funcionales.
Ahora, el águila depredadora – las corporaciones y el complejo militar industrial (no tan sólo el magnate al que llaman “señor presidente”) – pretende escupir personas como si fueran pepitas de una fruta que han exprimido largamente y ya no les resulta de utilidad.
Algo huele mal en ello. No es tan sólo el pozo negro de la ambición, la pestilencia del deseo de supremacía y dominio, el hedor del lucro como fin universal. Es el olor a cadáver de un sistema que ya evidencia muestras de putrefacción.