En la era de lo post, es común oír hablar de la necesidad de hacer un arte moderno, novedoso. La búsqueda de lo moderno, entendido no ya como el reflejo de un espíritu de época, sino en su sentido más laxo como lo original, ha llevado al arte a caer en una trampa de la cual resulta sumamente difícil salir. De ahí la confusión que reina hoy en muchas de las manifestaciones, donde los artistas parecen haber perdido la brújula y las concesiones cada vez más evidentes al mercado.
La supersticiosa ética del consumidor, parafraseando a Borges, se ha impuesto sobre nuestras concepciones del arte, haciendo que se diluyan fronteras que habían estado claras hasta este momento y que ahora parecen inexistentes. Por eso la noticia de la existencia de un museo del “arte no-visible” donde los interesados pueden adquirir, por cifras astronómicas, un papel donde se describe una obra de arte no sorprende tanto como hubiera podido hacerlo hace un siglo. El capitalismo y su ideología post-moderna han logrado, entonces, vendernos incluso el concepto de una obra, por encima de la obra en sí.
La fractura del paradigma imperante en el arte occidental, a la cual hiciera referencia Stephen Morawski en la década del setenta, es hoy una brecha que atenta contra la esencia misma de lo que el arte representa en la sociedad humana.
Desde los orígenes de nuestro ordenamiento como seres sociales, el arte ha jugado un papel definido. Ha servido como medio para la comprensión del hombre sobre las fuerzas de la naturaleza, de la sociedad, de lo real. La pintura, la danza, la música, la narración oral, respondían entonces a las necesidades de un ser humano que, al ir abandonando el salvajismo, había descubierto que no le era suficiente solo con la carne y el fuego.
La misma función, en forma más o menos elaborada, ha ido desarrollando el arte a través de toda la historia humana. No podemos entender una época exclusivamente por su arte, pero la época está en el arte, con todos sus desgarramientos, anhelos y frustraciones. A través del arte el hombre toma conciencia de un orden de cosas, es la expresión simbólica de una época y sus contradicciones. No es coincidencia, por tanto, que en el seno de todas las grandes revoluciones se haya dado, antes o después, un proceso de reflexión y discusión estética. Ninguna subversión realmente efectiva de la realidad puede darse sino pasa también a través de las formas simbólicas en que el arte la interpreta.
Estas formas son la superestructura, por usar una noción marxista, a la que no siempre se ha prestado la debida atención, pero cuya relevancia para entender la historia ya señalara Antonio Gramsci.
El siglo XX es la frontera que marca el nacimiento de una nueva concepción en torno a este tema. Hay una búsqueda por reducir el arte a lo que es realmente esencial, a lo que es exclusivo de cada manifestación y, a la vez, como reacción a lo convulso de los tiempos, hay un intento de destruir incluso el arte en sí. El movimiento Dadá encarna este espíritu y sienta una pauta que signará el resto de la centuria.
Con Dadá se hace definitivo algo que se venía percibiendo en los procesos artísticos desde el siglo XIX, y es la ruptura entre el arte y la realidad, entre el artista y su tiempo. Esta brecha, apreciada por múltiples creadores, dio lugar en buena medida a lo que se denomina como las vanguardias artísticas del siglo XX. La búsqueda de estos movimientos no será solo un intento por revolucionar el arte, sino que, en muchos casos, pretenderán recomponer lo que ya parecía irreparable.
Incluso Dadá es, aún, una reacción a esta ruptura intuida, aunque ya vendrá mezclado con el cinismo y la frustración de los que han visto al mundo sumirse en una Guerra Total y han contado por millones los muertos en la civilizada y, anterior a 1914, próspera Europa.
El siglo de las dos Guerras Mundiales, de la Guerra Fría, del Neoliberalismo y del auge avasallador y, por primera vez en un sentido total, globalizador del mercado, acabó determinando entonces el divorcio definitivo entre el arte y la realidad y, lo que es aún peor, la supeditación del primero a las lógicas mercantiles.
El reto del mercado es el mayor al que se ha enfrentado artista en época alguna. Uno de los principales valores de un producto en el plano mercantil es la novedad. Todo debe ser nuevo, novedoso, o presentarse como tal. Esta lógica, en el arte, se traduce en lo moderno, en lo post-moderno: el post-teatro, la post-literatura. Llámese como se llame, el resultado siempre es igual: un arte desnaturalizado, soso, banal.
Hay una esencia en cada arte que determina, más allá del virtuosismo de la forma. No importa cuán bien escribamos una obra literaria, por ejemplo, cuán bien utilicemos los recursos a nuestro alcance en materia de forma; lo verdaderamente importante siempre será qué contamos. Porque la esencia de la literatura está en nuestra necesidad, como seres sociales, de oír y contar historias. Porque la esencia del arte está en nuestra necesidad de comprender nuestro tiempo, nuestras circunstancias. Soslayar esto es caer en el culto vacío de la forma, en una lógica de consumidores acríticos.
Debe existir en el arte una búsqueda de lo nuevo, de nuevas formas de expresión, pero nunca al precio de deformarlo con tal de que encaje en los patrones del mercado. Debe existir experimentación, pero el culto a la forma no nos puede hacer olvidar de que existen esencias en cada manifestación que son las que la hacen única, las que le dan sentido. No se debe, por el afán de lucro y fama, violentar las esencias del arte.