Hoy, mientras millones de personas en el mundo no tienen qué comer, otros comen demasiado y mal. La obesidad y el hambre son dos caras de una misma moneda. La de un sistema alimentario que no funciona y que condena a millones de personas a la malnutrición. Vivimos, en definitiva, en un mundo de obesos y famélicos.
Las cifras lo dejan claro: 870 millones de personas en el planeta pasan hambre, mientras 500 millones tienen problemas de obesidad, según indica el informe El Estado Mundial de la Agricultura y la Alimentación 2013, publicado recientemente por la FAO ( la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), y que este año analiza la lacra de la malnutrición. Una problemática que no sólo afecta a los países del Sur, sino que aquí cada vez nos resulta más cercana.
El hambre severa y la obesidad son sólo la punta del iceberg. Como añade la FAO, dos mil millones de personas en el mundo padecen deficiencias de micronutrientes (hierro, vitamina A, yodo…), el 26% de los niños tienen, en consecuencia, retraso en el crecimiento y 1.400 millones viven con sobrepeso. El problema de la alimentación no consiste sólo en si podemos comer o no, sino en qué ingerimos, de qué calidad, procedencia, cómo ha sido elaborado. No se trata sólo de comer sino de comer bien.
Aquellos que cuentan con menos recursos económicos son los que tienen más dificultades para acceder a una alimentación sana y saludable, ya sea porque no se la pueden permitir o porque no se valora. En Estados Unidos, por ejemplo, la obesidad afecta principalmente a la población afroamericana (36% del total) y la latina (29%), según el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades de los Estados Unidos. La posición de clase determina, en buena medida, qué comemos.
La crisis económica no ha hecho sino empeorar esta situación. Cada vez más personas son empujadas a comprar productos baratos y menos nutritivos, según se desprende del informe ‘Generación XXL’ (2012), de la compañía de investigación IPSOS. Como estos indican, en Gran Bretaña, por poner un caso, la crisis ha hecho que las ventas de carne de cordero, verduras y fruta fresca hayan disminuido considerablemente, mientras que el consumo de productos envasados, como galletas y pizzas, haya aumentado en los últimos cinco años. Una tendencia generalizable a otros países de la Unión Europea.
Millones de personas sufren hoy las consecuencias de este modelo de alimentación “fast food”, que acaba con nuestra salud. Las enfermedades vinculadas a lo que comemos no han hecho sino aumentar en los últimos tiempos: diabetes, alergias, colesterol, hiperactividad infantil, etc. Y esto tiene consecuencias económicas directas. Según la FAO, la estimación global del coste económico del sobrepeso y la obesidad fue, en 2010, aproximadamente de 1,4 billones de dólares.
Pero, ¿quién sale ganando con este modelo? La industria agroalimentaria y la gran distribución, los supermercados, son los principales beneficiarios. Alimentos kilométricos (que vienen de la otra punta del mundo), cultivados con altas dosis de pesticidas y fitosanitarios, en condiciones laborales precarias, prescindiendo del campesinado, con poco valor nutritivo… son algunos de los elementos que lo caracterizan. En definitiva, un sistema que antepone los intereses particulares del agribusiness a las necesidades alimentarias de las personas.
Como afirma Raj Patel en su obra ‘Obesos y famélicos’ (Los libros del lince, 2008): “El hambre y el sobrepeso globales son síntomas de un mismo problema. (…) Los obesos y los famélicos están vinculados entre si por las cadenas de producción que llevan los alimentos del campo hasta nuestra mesa “. Y añado: para comer bien, para que todos podamos comer bien, hay que romper con el monopolio de estas multinacionales en la producción, la distribución y el consumo de alimentos. Porque por encima del afán de lucro, prevalezcan los derechos de la gente.
*Artículo publicado en la revista digital ‘Ets el que menges’.