El fasto de la realeza británica, sus vestimentas y modos llenan horas y metros en la
prensa. La próxima beatificación del predecesor de Joseph Ratzinger al frente de la
iglesia católica otro tanto. Ambas instituciones se encuentran inmersas en una tremenda
decadencia y son abiertamente cuestionadas por amplios sectores de la población.
Ambas representan estructuras imperiales, otrora omnipotentes y hoy con una creciente
pérdida de popularidad y poderío efectivo.
En el caso de la monarquía británica, cuya costosa manutención ha obligado ya a
un perfil más bajo, se trata de un elemento simbólico de un pasado oprobioso de
dominación colonial, cuya importancia reside precisamente en el símbolo y no en la
ejecución cotidiana de los negocios políticos. La aristocracia real – abolida ferozmente
en Francia y Rusia por las revoluciones republicanas – continuó teniendo prebendas de
abolengo en países tan civilizados como los escandinavos, los Países Bajos y la ibérica
España. Se trata sin duda – a ojos de las modernas democracias (dudosamente modernas
y dudosamente democráticas) – de una concesión necesaria para recordar al mundo de
donde provienen los amos.
Coronas y reyes, vestidos y sombreros deben imponer respeto a un mundo
crecientemente multipolar. Es extremadamente impertinente que los otrora sojuzgados
hindúes, los cientos de millones de coolies chinos, la colonial Sudáfrica y varios más
osen presentarse altivamente soberanos y poner en duda – objetiva y subjetivamente –
el predominio blanco y occidental. ¿o quizás sea la publicitada boda no más que una
de tantas trivialidades distractivas, para que los ahora atribulados europeos, presa de
severas incertidumbres, olviden por un momento los recortes sociales y la creciente
asfixia cotidiana? ¿Será que no bastan ya las contiendas deportivas entre madrileños y
catalanes (en otros tiempos también rivales y luego aliados en los Reinos de Castilla y
de Aragón) para aliviar la terrible pesadilla de ya no ser el “mediterráneo” centro de la
Tierra?
Efectivamente, reforzando nuestra teoría de revivir viejos motivos coloniales, una parte
de la prensa celebra a unos pocos serviles de tez morena que con sonrisa amplia y los
mejores deseos alzan su copa augurando felicidad a la nueva pareja ducal. Sin embargo,
es casi seguro que la mayoría conserve aún en su memoria antigua los terribles azotes y
maltratos que anteriores reyes les propinaron durante largo tiempo.
En el caso del occiso Papa, la curia romana, envuelta en una feroz lucha con sus
parientes evangelistas por la representación exclusiva de un resurrecto mesías – en
cuyo lugar de origen carnal el cristianismo se ha visto relegado a ser una pequeñísima
minoría – intenta resucitar de la agonía que vive por la furiosa aceleración de los
tiempos con movidas publicitarias.
La mala fama pederasta, la fuga de fieles hacia otras confesiones más flexibles y
decentrales, la promulgación de leyes favorables a homologar diversas configuraciones
familiares, la extensión universal de los anticonceptivos, el decreciente interés en la
carrera eclesiástica y el panorama desolado en multitud de monasterios, la (relativa)
pérdida de influencia en la formulación de programas educativos y en la instalación
de figuras políticas son hechos que sin duda preocupan a Joseph Ratzinger, actual
conductor de esa grey.
Sin duda que la elevación de una figura jerárquica de la iglesia a la categoría anterior
a la santificación (a la que sin duda se aspira) cumple con el objetivo de mostrar al
mundo que el mensaje romano todavía está vigente y opera tan milagrosamente como la
competencia pretende en sus apasionadas sesiones. El real milagro sería poder despertar
el espíritu algo alicaído en las huestes de una iglesia que parece abatida por una era de
fuertes transformaciones y desestructuración institucional. Generar algo del vigor o del
rigor con el que el mundo musulmán vive su compromiso coránico, sería un ensueño
anhelado por el nuevo Papa alemán.
Y es justamente el campo de los santos, el que eleva la temperatura de los bandos
en pugna. Los íconos católicos – también compartidos por la iglesia ortodoxa – las
imágenes personificadas, son justamente aquellas que incitan al conflicto con un
protestantismo poco afecto a la intermediación con la divinidad y un islamismo
férreamente anclado en la iconoclastía – al menos en lo que respecta a imágenes de tipo
visual.
Ninguna beatitud (en latín algo así como felicidad) nos traen estos conjuros
eclesiásticos, ni paz alguna la continuidad de la prosapia de ya arcaicas realezas, ambas
unidas intrínsecamente con la negación de la libertad y la diversidad humanas.
El viejo mundo se opone y el nuevo mundo se asoma. En nuestra opinión, sería mucho
más interesante que un Papa se case y que un rey milagrosamente decrete la abolición
definitiva de todo privilegio de casta, abdicando y comprometiéndose públicamente a
reparar los errores del imperio que representa. Entonces sí que celebraremos.