Ya nadie podrá saber las respuestas a tanto misterio sembrado a sangre y fuego en estos suelos hace 50 años. ¿Por qué dentro del inexplorado mapa de las selvas y las montañas de América se eligió un lugar como este, con todas las características de una trampa? ¿Por qué los experimentados comandantes guerrilleros cubanos y su jefe cometían tantos errores militares, uno tras otro, y la red clandestina de apoyo urbano, tan imprescindible y tejida con tanto cuidado durante años, se desmoronó en pocos semanas? ¿Por qué el grupo de Joaquín, uno de sus mejores cuadros militares, con años de experiencia y entrenamiento, ya con las claras evidencias de la presencia militar en la zona, cruza el Vado del Yeso sin la mas mínima precaución, todos juntos en el río, con las armas arriba, listos para ser acribillados por una emboscada enemiga? Habrá más libros y más películas, pero la verdad de los hechos quedará esparcida entre las neblinas y las polvaredas del monte de Ñancahuazú, en esta zona denominada como la ruta del Che en Bolivia.
Cuando cayó la noche, las sombras de la selva se acercaron e hicieron el camino de nuestro auto más lento y estrecho. Y en algún momento nos imaginamos saltar la brecha de los tiempos. Tal vez lo hicimos, quien sabe. Viajábamos ya varias horas por un pésimo camino de puras curvas, piedras, acantilados y arboles caídos. La náusea del camino montañoso ayudaba a superar el hambre… muchas horas de viaje sin ninguna claridad de horarios ni referencias, como es normal en Bolivia… Hace 50 años un pequeño grupo de otros seres humanos, agobiados por hambre, cansancio y tal vez soledad, durante semanas y semanas estaban haciendo la misma ruta, cuando este precario camino tampoco existía, y las tropas alertadas por algunos campesinos sobre la presencia de unos forajidos armados, ya empezaban el despliegue por toda la zona…
Los ruidos de la noche del monte no nos dejaban escuchar sus pasos. En el auto sacamos un disco y lo pusimos a medio volumen… En una de las biografías del Che leí que le gustaba Mozart… Después de Mozart escuchamos Calle 13. Creo que le gustó.
El río Ñancahuzú resultó ser un gran arroyo con hermosísimas piedras y levemente fúnebres composiciones de bromelias, orquídeas y lianas sobre sus aguas. En una enorme piedra que fue el escondite de los guerrilleros en su primera emboscada al ejército, encontré una pareja de mariposas secas, muertas durante el amor. El Río Grande, un río de verdad, con su espesa neblina matinal que unía sus orillas, sus fantasmas y sus tiempos, a la primera vista parecía un enorme escenario teatral de la mayor tragedia griega del siglo pasado.
Sobre el Che en Bolivia ya hablaron casi todos, incluyendo a quienes corresponde y a quienes no. Hay lecturas de la guerrilla guevariana para todos los gustos y sensibilidades, todos los que quisieron ya sacaron su partida, adornando una que otra conclusión con sus conveniencias o resentimientos del momento. Los ganadores militares insisten en la autenticidad de su triunfo y repiten la misma versión derechista, patriotera, básica, predecible, evidente. Las izquierdas – diversas, enfrentadas y confusas – usan su guevarismo religioso como paraguas universal contra cualquier precipitación política. Y los sobrevivientes de esta historia – muy pocos, viejos, azotados por el ojo del huracán que les tocó – pequeños fragmentos de un espejo roto, ya imposible de unir, parecen testimonios vivientes de un sueño truncado. Parece que la prueba llegó a ser demasiado grande para todos.
El lugar en el aeródromo de Vallegrande, donde encontraron los restos de los guerrilleros, hoy está enterrado dentro de un palacio memorial, frío, patético y faraónico. Un templo para el oficialismo guevarista que me hizo recordar lo peor de la estética de los realismos socialistas del siglo pasado. Se podría armar una crítica más elegante y constructiva, argumentando las falencias y tal vez algunos logros de este monstruo arquitectónico, pero muy claramente sentí una sola cosa: el Che no estaba aquí. La verdad es que estaba en cualquier parte, menos esa. Aunque no… Tampoco estaba en los testimonios de la gente importante, las sobrevivientes víctimas y los sobrevivientes victimarios, entrevistas grabadas y repetidas cientos de veces, libros, reportajes, documentales, películas, obras de arte, todo construido para desviar, distraer, encaminar nuestra mirada hacia un culto, un fetiche, un tótem, un dedo indicador hacia las estrellas.
El Che, que hace un par de semanas estaba escuchando a Mozart en el monte entre Lagunillas y el río Grande, nunca llegó a La Higuera. Quedó en los niños de una escuela rural, donde conocimos a don Aníbal, un maestro que durante horas y horas nos hizo caminar por la selva, por la historia, por sus recuerdos y esperanzas. Quedó en las miradas de los increíbles Daisy y Waldo, una pareja de vallegrandinos que buscaron, encontraron y cuidaron las tumbas de los compañeros del Che asesinados y escondidos por los militares, en la preciosa niña Vanessa que en la casa de su madre prende una humilde velita para él y su amigo Fidel “porque ellos nos cuidan” y hasta en los borrachines del Vado del Yeso que siendo pequeños, estuvieron con los guerrilleros y nos acompañaron hacia el río contando e inventando sus historias sobre los “hombres buenos que murieron por el pueblo”.
Hace un poco más de una década los burócratas del gobierno boliviano junto con algunos empresarios del turismo inventaron “la ruta del Che”. Un documento confidencial que conseguimos de la municipalidad de Camiri comienza así:
“En algún momento indefinido de la historia, el guerrillero argentino Ernesto Che Guevara pasó de ser un símbolo revolucionario a objeto de consumo. Su rostro se transformó en bandera, tatuaje, camiseta, bolso y en todo aquello que pudiera ser comercializado. La industria del turismo, pues, no podía quedar fuera del negocio. Cuando Guevara llegó a Bolivia en 1966 dispuesto a expandir la revolución socialista, seguramente no imaginó que el mismo trayecto sería recorrido por miles de curiosos turistas. Y lo que es peor, que su propia ruta se convertiría en dinero fresco para el capitalismo…”
Este año en Bolivia descubrimos que la famosa maldición del Che sigue vigente. Pero en vez de causar accidentes o problemas a sus victimarios y perseguidores, ahora afecta a los mercaderes del turismo. La ruta del Che no generó ningún “dinero fresco” y quedó en el papel. En Ñancahuazú no se divisan miles ni decenas de “curiosos turistas”. Solo se escucha el monte al despertar y despedir cada día, el río, los mosquitos, y muy a veces y a medio volumen, algo de Mozart que acompaña a un grupo de caminantes armados, que cada amanecer cruzan la neblina.