Hasta ahora la comunidad internacional ha respondido a la situación congelando las cuentas de Gadafi y su familia en el extranjero, aislando diplomáticamente al régimen, expulsándolo de ciertos órganos de las Naciones Unidas, bloqueando parcialmente la compra de petróleo y gas, y pidiendo a la Corte Penal Internacional que abra una causa contra él. A la vez, algunos países han reconocido a la oposición como interlocutora, y le han exigido al dictador que renuncie.[media:audio]
Ninguna de estas medidas ha tenido efecto. Gadafi, sus hijos y su grupo de allegados están usando el ejército y diversos grupos paramilitares creados por el régimen para acabar con la oposición, todavía siguen ingresando algunos fondos por la venta de petróleo, y aparentemente tienen grandes reservas en efectivo que les permiten soportar el bloqueo durante algunos días o semanas hasta que acaben con los rebeldes.
La falta de información no permite saber el alcance de la represión, pero el Comité Internacional de la Cruz Roja califica la situación de *“guerra civil”*, y Human Rights Watch denuncia que el gobierno está reprimiendo *“brutalmente”* a la oposición, incluyendo a manifestantes pacíficos y aquellos que tuvieron contactos con la prensa occidental *“con fuerza letal, arrestos arbitrarios, y desapariciones forzosas”*.
**El debate**
En Washington, Europa y algunos países árabes se debate desde hace días qué medidas tomar para apoyar a la oposición. Todos descartan una intervención militar internacional que sería usada por Gadafi para presentarse como una *“víctima del imperialismo”*. Igualmente, en el mundo árabe y en otras partes, por ejemplo de América Latina, una intervención con tropas sería considerada de la misma forma por algunos gobiernos y sectores sociales.
Estados Unidos y la Unión Europea temen, además, que una intervención militar limitada condujese a implicarse en un conflicto imprevisible. Nadie quiere repetir las experiencias de las guerras de Iraq y Afganistán. A la vez, Washington, Londres y París (y en menor medida Roma y Madrid) temen que una intervención militar sea vista por las poblaciones locales como una medida neocolonialista.
La medida militar más plausible que se ha discutido ha sido la de implantar una zona de exclusión aérea sobre Libia. Esto supondría utilizar medios electrónicos y militares para disuadir, y eventualmente impedir, que aviones de la fuerza aérea de Gadafi fueran usados para reprimir a los rebeldes. Por ejemplo, electrónicamente se podrían bloquear los radares y torres de control aéreo. Unas medidas más directas serían bombardear las pistas de los aeropuertos, los aviones estacionados en tierra o, si se diese el caso, aviones que decidiesen desafiar la prohibición. Algunos expertos consideran que una vez declarada la zona de exclusión, y conociendo la capacidad que tienen Washington y sus aliados de la OTAN, seguramente los pilotos y mandos decidirían no realizar vuelos. La OTAN tiene un amplio abanico de posibilidades técnicas para controlar una fuerza pequeña como la de Libia. Como ha escrito Job C. Henning, del Center for the Study of the Presidency, *“si el trillón de dólares que gastamos en defensa (en Estados Unidos) no nos permite suprimir la fuerza aérea libia, entonces nos tienen que devolver el dinero a los contribuyentes”*.
Una zona de exclusión podría combinarse con dar ayuda logística a los rebeldes –que están poco organizados, tienen armamento anticuado y carecen de sistemas de comunicación—proveyéndoles información sobre posiciones del ejército y los grupos armados pro-Gadafi.
Un paso más allá sería proveerles comida, sistemas de comunicación y armas. Esto supera la exclusión aérea, y supone una implicación más directa en el conflicto. Debería recordarse, sin embargo, que todo esto ya se ha hecho, desde el apoyo a los *“luchadores por la libertad”* afganos contra los soviéticos y la contra nicaragüense en los años 80, hasta facilitar armas e inteligencia a los croatas en la guerra de los Balcanes en los 90. En ningún caso Estados Unidos y sus aliados se implicaron en la guerra. Casualmente, una parte de las armas que Gadafi utiliza ahora contra la oposición fueron compradas a Europa y Estados Unidos. Si antes no hubo reparos en vender armas a un dictador que violaba los derechos humanos, ¿por qué hay reparos en dar armas a quienes se oponen a él?
**Las posiciones**
Todos estos pasos no pueden ser tomados por los aliados de la OTAN, o sólo por Estados Unidos o algún Estado europeo, sin una autorización expresa del Consejo de Seguridad de la ONU. El Derecho Internacional regula que la soberanía internacional no debe ser violada, salvo en casos de autodefensa o amenaza a la paz mundial. Sin embargo, desde el final de la Guerra Fría, el debate y lo que se denomina *“la costumbre del Derecho”* ha avanzado en la dirección de que, en los casos que un Estado rompe con su deber de proteger a sus ciudadanos y los hace objeto de violaciones masivas de derechos humanos o genocidio, entonces la comunidad internacional puede reaccionar para protegerlos. A la vez, se ha tendido a igualar la protección de los derechos humanos con el mantenimiento de la paz.
La pasividad de la comunidad internacional en los años 90 en los Balcanes y Ruanda sumadas a la ineficacia en Somalia y la República Democrática de Congo, entre otros casos, generaron el debate sobre el intervencionismo humanitario. En 2005 la Asamblea General de la ONU aprobó el principio de la responsabilidad de proteger, lo que supone que los Estados del sistema internacional deben hacer lo posible para prevenir genocidios y violaciones masivas de derechos humanos, actuar con rapidez si esas violaciones están sucediendo, y colaborar posteriormente en la rehabilitación de las víctimas. Esos pasos deben ser dados en el marco del Derecho Internacional, con la aprobación del Consejo de Seguridad de la ONU y de los organismos regionales pertinentes.
El debate sobre la intervención humanitaria ha sido muy intenso en estas dos décadas. Los pro- intervencionistas consideran que la Carta de Naciones Unidas de 1945 pone tanta fuerza en la defensa de la paz como de los derechos humanos. Otros consideran que la Carta no autoriza la intervención unilateral pero que ha se ha ido creando una costumbre, un derecho consuetudinario, que permite las intervenciones. Por último, están los que creen que existe un argumento moral que va más allá del Derecho y que obliga la comunidad internacional a tomar el papel del Estado cuando éste falla en sus obligaciones. Algunos partidarios de la guerra justa argumentan que hay una obligación moral de ayudar a los que son víctimas de represión.
Los anti-intervencionistas piensan que la Carta de las Naciones Unidas prohíbe expresamente la injerencia en asuntos internos de otros Estados y especialmente el uso de la fuerza en las relaciones entre los Estados. La fuerza solo estaría autorizada en situaciones de legítima defensa y si la paz mundial se viese amenazada. Un argumento contrario es que los Estados no intervienen por razones humanitarias o morales sino para defender sus intereses nacionales y estratégicos. Críticos realistas consideran que el Estado no debe poner en riesgo la vida de sus soldados para defender extranjeros.
Otros argumentos son que los Estados reaccionan selectivamente y no de manera universal a las crisis humanitarias; que no es posible llegar a un acuerdo sobre cuál es el nivel mínimo de violaciones de derechos humanos a partir del cual se debe intervenir; y que, en definitiva, las luchas por los derechos humanos y la democracia las libran y deciden los actores locales, y que la intervención extranjera no sirve o es contraproducente.
En el caso Libia todos estos argumentos están, explícita o implícitamente, presentes. El gobierno de Estados Unidos, por ejemplo, tiene razones de seguridad nacional para no querer implicarse en otra guerra en Oriente Medio o el Norte de África. Imponer una zona de exclusión aérea podría llevar, según argumenta el secretario de Defensa, Robert Gates, a una mayor implicación militar. Libia, además, no es un país prioritario para la geopolítica estadounidense que requiera ese riesgo. Es cierto que tiene petróleo y gas, pero su producción ya está siendo sustituida por otras fuentes.
La Unión Europea y varios de sus miembros también tienen dudas sobre implicarse en una operación militar que podría necesitar un compromiso de tropas (por ejemplo, si Gadafi no usa los aviones pero lanza ataques más fuertes con sus fuerzas terrestres). Nada obliga, sin embargo, a que una zona de exclusión aérea conduzca a implicar tropas.
Europa tiene, además, el problema de la migración. Una guerra podría generar no solo inmigrantes, como ya ocurre, sino también refugiados a los que sería más difícil rechazar. A la vez, un régimen más abierto en una Libia post-Gadafi no aseguraría que muchas personas dejasen de querer emigrar, como está ocurriendo con Túnez. La parálisis europea deriva, en parte, de este dilema sin solución.
Pero tanto el gobierno de Barack Obama como sus aliados europeos no han usado oficialmente hasta ahora estos argumentos sino que, paradójicamente, han apelado al mismo que usan Gadafi, sus hijos, el presidente Hugo Chávez en Venezuela y algunos críticos de la izquierda mundial. Esto es, que imponer una zona de exclusión aérea es, o sería visto, como una forma de intervención neo imperial.
Para Gadafi y Chávez se trata de una conspiración internacional con el fin de controlar el petróleo. Para críticos de la izquierda, la zona de exclusión violaría los principios de no injerencia y dados los antecedentes imperiales de Washington, Londres y París, seguramente se trata de una excusa para sus ambiciones geopolíticas, aunque éstas no estén muy claras. Un argumento más es que hasta ahora las zonas de exclusión (por ejemplo en Iraq en los años 90 para proteger a la población kurda) han sido limitadas, fallidas o con el objetivo final de intervenir en todo el país.
El argumento del petróleo carece de sentido. En los últimos años Gadafi fue rehabilitado por Occidente, gracias especialmente a las negociaciones del entonces primer ministro Tony Blair, y ha firmado acuerdos con petroleras y compañías de gas de medio mundo. No en vano ha habido que hacer una gran operación de rescate de técnicos europeos, estadounidenses, chinos, rusos, turcos y de otras nacionalidades, mientras cientos de miles de inmigrantes luchaban por salir del país en guerra. No es preciso invadir Libia para acceder a sus fuentes de energía.
Respecto de la precaución de Europa y Estados Unidos de no ser vistos como intervencionistas y neo-colonialistas en el mundo árabe, es una excusa falsa. En la guerra civil española se usó el principio de la no intervención para favorecer la caída de la República. Si Bruselas y Washington toman una serie de medidas para apoyar a la oposición y debilitar militarmente a Gadafi, además de las sanciones económicas y diplomáticas, y dejan el liderazgo y la iniciativa a los rebeldes libios, nadie podría acusarlos de intervencionistas. No es lo mismo ocupar Iraq o desplegar miles de soldados en Afganistán, que impedir que vuelen los aviones de Gadafi.
Por el contrario, la zona de exclusión será un mensaje claro y comprometido de que apoyan el cambio político en el mundo árabe. La solicitud de que se imponga esa exclusión aérea realizada por la Liga Árabe el 12 de marzo es una confirmación de esta necesidad. Precisamente, Occidente ha estado pidiendo contar con legitimidad regional para una operación de este tipo.
Por supuesto que habrá criticas y quizá la zona de exclusión no resulte suficiente. Pero, si Estados Unidos y Europa no dan una señal a Gadafi de que no puede masacrar a la oposición, el resultado será que los otros dictadores que se sienten gravemente amenazados por los cambios en la región, incluidas las fuerzas reaccionarias en Egipto y Túnez, usarán igualmente la represión con el fin de que la revuelta por la democracia en el mundo árabe se quede totalmente en la nada.
**Mariano Aguirre es el director del Norwegian Peacebuilding Centre (Oslo)**.