He aquí una serie de ideas que nacen de los problemas extraídos por las voces de los protagonistas del conflicto que podrían aportar pequeñas-grandes soluciones que ayudaran a conseguir la paz entre israelíes y palestinos.
Por María Torrens Tillack para esglobal
Medio siglo después de la Guerra de los Seis Días que amplió el territorio israelí, unilateralmente, bajo el rechazo explícito de Naciones Unidas, la paz entre palestinos e israelíes continúa sin visos de solución. El prometedor acuerdo de Oslo que firmaron Isaac Rabin y Yasser Arafat en 1993 con la intención de establecer un Estado palestino en un plazo de cinco años, en la práctica desembocó en la expansión de asentamientos israelíes, la Segunda Intifada y el levantamiento del muro de separación.
“Lejos de curar las heridas, el proceso de Oslo las empeoró”, resume el historiador Martin Bunton en su libro El conflicto palestino-israelí, una introducción muy breve. El 50% de los israelíes judíos y el 82% de los israelíes árabes apoyan hoy la solución de los dos Estados, pero únicamente el 44% de los palestinos de los Territorios Ocupados apuestan por esta opción. Otras voces prefieren la creación de un solo Estado con los mismos derechos para todos, en concreto el 36% de los palestinos en Territorios Ocupados y solo el 19% de los israelíes judíos. Aunque en el caso de los árabes israelíes el apoyo asciende a un 56%. En tercer lugar están los que quieren que les devuelvan lo que consideran su tierra. Así lo concluyó una encuesta publicada en febrero y llevada a cabo conjuntamente por la Universidad de Tel Aviv y el Centro Palestino para la Investigación Política.
esglobal ha viajado por Israel y Cisjordania invitado por el Foro Palestino Internacional para Medios y Comunicación. Tras hablar con activistas, periodistas y ciudadanos que sufren el conflicto a diario, se deduce que llegar a la solución de los dos Estados por la que aboga Naciones Unidas es una apuesta sin plazo alguno en el horizonte, pero existen problemas y frustraciones cotidianos más alcanzables.
Mismos impuestos, mismos servicios e infraestructuras
Mohammed es un médico palestino residente en Shu’fat, un campo de refugiados anexionado por Israel a Jerusalén Este “ilegalmente” y que acoge a unos 24.000 habitantes en una zona “extremadamente sobrepoblada”, según la Agencia de la ONU para los refugiados de Palestina (UNRWA). Los Acuerdos de Oslo establecieron una división de Cisjordania en tres zonas: A, que se refiere principalmente a las ciudades, como Ramala, Nablus o Belén y que están íntegramente controladas por los palestinos, aunque en la práctica también acceden de manera puntual los israelíes; B, zona de control compartido, como las carreteras; C, bajo control israelí. Los palestinos se quejan de que esto se ha traducido en la práctica en la expansión de asentamientos de colonos entre una suerte de islotes que sí permanecen en manos de la Autoridad Nacional Palestina (ANP).
Desde la azotea del piso de Mohammed en el abarrotado y sucio campo de refugiados se ve el recorrido del muro levantado por las autoridades israelíes en 2003 que separa las casas agolpadas de los palestinos. Es como si de una favela gris se tratara, que se levanta frente a una agradable urbanización de colonos al otro lado, con flores y chalets tras hectáreas de campo al otro lado.
Los campos de refugiados aquí son verdaderos barrios de edificios de hormigón con muchas casas a medio construir, sin aceras en unas calles repletas de basura que muestran la falta de servicios en estos lugares. Mohammed plantea: “Si somos parte de Jerusalén, ¿por qué hay un muro, un control de acceso y salida y pagamos impuestos sin recibir el mismo trato? Los colonos gozan de altos privilegios mientras nosotros vivimos en la miseria”. Lo que él quiere, por encima de la solución de los dos Estados, es una situación que le permita “vivir pacíficamente y con dignidad”, una idea que se repite entre otros ciudadanos palestinos.
Una recogida de basuras y un servicio de limpieza regular para las mugrientas calles de Shu’fat podría ser un comienzo. También más espacio para construir las viviendas de las crecientes familias o parques infantiles para los más pequeños.
Educación contra la violencia
En Nablus, bajo jurisdicción palestina, se erige el mayor campo de refugiados de Cisjordania, con 27.000 habitantes. Se llama Balata y es famoso por ser cuna de muchos de los palestinos que pasan a la lucha armada. Abdullah Jarub es el responsable de comunicación del Centro Cultural Yafa. Él no cree en una solución por la fuerza. “Cuando era un niño, no había criminales, ni armas, ni tiroteos nocturnos (de las autoridades israelíes). Todo el mundo cambió tras Oslo y la Segunda Intifada”, rememora.
Jarub explica que ahora más del 60% de los habitantes de Balata están desempleados, a pesar de que la mayoría de ellos son licenciados o incluso poseen un máster, lo que a su vez desanima a las nuevas generaciones para estudiar en la universidad. Reconoce, además, que la circulación de drogas en el campo es alta, como también lo es la violencia.
Precisamente, el Centro Cultural, financiado por ONG europeas y la propia Unión Europea, busca darles un respiro a los jóvenes del lugar, proporcionarles ilusiones y promover un espíritu de tolerancia. Cada día acuden allí unos 500 niños de entre 6 y 18 años. Las actividades que más éxito tienen son el grupo scout y las clases de baile. Son otras pequeñas soluciones que contribuyen al proceso de paz. “Un niño perdió a su hermano (en la lucha armada). El sueño de este niño era ganar dinero para comprarse una pistola. Aquí conoció la música y ahora toca el violín”, ejemplifica Abdullah.
Permiso para construir, clave
El barrio predominantemente palestino de Siluán en Jerusalén Este bien recuerda a un campo de refugiados como el de Balata o Shu’fat: con construcciones de mala calidad tan agolpadas que no dejan apenas espacio para una explanada con un campo de fútbol y un pequeño parque donde encontrar respiro. Aquí las familias tienen serias dificultades para obtener permisos de construcción y cuando crecen muchas veces añaden plantas a una casa de forma ilegal con el riesgo de que acabe derribada por orden de las autoridades israelíes.
Meir Margalit, un judío israelí que dirige el Centro de Iniciativas para la Paz y es cofundador del Comité Israelí contra la Demolición de Casas, asegura a esglobal que “el tema crítico y el gran drama (por resolver) en Jerusalén Este es dar licencias de construcción y acabar con las demoliciones de casas. En 2016, la municipalidad demolió unas 230 estructuras, algunas de ellas habitadas y el resto en proceso de construcción”.
Pero este tipo de problemas no solo se producen en Jerusalén. En el sur de Israel, en el desierto del Negev, 46 localidades de beduinos palestinos se yerguen sin permiso en medio de vastos terrenos de arena. Cuando sus inquilinos reciben la orden de derribo, deben efectuarla en un plazo. De lo contrario, lo harán las autoridades y estos ciudadanos israelíes deberán pagar por ello, denuncia el jefe del consejo de estas localidades no reconocidas, Atya Al Asam. Asegura que estas destrucciones también han incluido 10 mezquitas por ser edificios construidos ilegalmente.
Aparcar en Jerusalén en festivos
Margalit -residente en Jerusalén, donde ejerció de concejal en la oposición- apunta a otro asunto práctico que ayudaría a aliviar las tensiones en la ciudad por cuya capitalidad pelean ambos bandos: facilitar el aparcamiento a los palestinos musulmanes que se acercan a rezar a la explanada de las mezquitas en las festividades musulmanas, como en su recién finalizado mes sagrado del Ramadán. Ello sin contar que Israel no permite a los palestinos de Cisjordania acudir a Jerusalén a rezar en la mezquita de Al Aqsa a la que se refiere Margalit, que es una de las más importantes para el islam.
El exconcejal denuncia que durante el Ramadán “el municipio manda a todos los inspectores que tiene (y ponen) multas por estacionamiento en derredor a la ciudad vieja a aquellos que vienen a rezar. Este mes son decenas de miles, en particular los viernes y no hay dónde estacionar”. Por su parte, un periodista y documentalista palestino de Jerusalén que en el pasado trabajó con destacados medios internacionales como Reuters y prefiere permanecer en el anonimato, asegura enfadado: “Cuando hay un festivo judío se puede aparcar donde se quiera; con las fiestas musulmanas hay que pagar”. En su opinión, el servicio de limpieza y la calidad de las carreteras en Jerusalén Este también dejan mucho que desear, “a pesar de que pagamos los mismos impuestos”.
En Belén, el muro también ha marcado las vidas de sus habitantes, especialmente de gente como Claire Anastas, una palestina católica que tiene una tienda de recuerdos y un hotel renqueantes en la otrora “calle más animada” de la ciudad donde nació Jesús. Lo muestra en antiguas fotos que guarda bajo el mostrador de su tienda, ahora pegada al muro y en la esquina de una calle sin salida.
La relación económica con Cisjordania
Su vivienda está encima de la tienda y asegura que “vivir junto al muro es horrible, supone muchas dificultades”. Ahora para llegar hasta allí hay que pasar un control de acceso a Belén, que no ofrece problemas a extranjeros o palestinos, pero Israel prohíbe a sus ciudadanos pasar por su propia cuenta a la zona A de Cisjordania; es decir, la que está bajo jurisdicción palestina, que son básicamente las ciudades. Tampoco ella ni sus conciudadanos de Belén pueden viajar al cercano Jerusalén.
Oficialmente, sólo pesa un embargo económico sobre Gaza por estar gobernada por Hamás. Sin embargo, el caso de Claire en Belén o la falta de empleo en el campo de refugiados de Nablus demuestran que en la práctica continúa existiendo un bloqueo económico parcial en Cisjordania. “Antes el gran mercado laboral para los palestinos era Israel. Ahora está prohibido en su mayor parte”, apuntaba Abdullah Jartum, del Centro Cultural Yafa al explicar la alta tasa de paro en el mayor campo de refugiados de Cisjordania.
“La solución es que la ANP entienda a la gente de la calle, su frustración y resuelva sus problemas, pero económicamente no son capaces. Es Israel quien controla la economía”, apunta en Ramala el periodista palestino Jaled Abu Aker, director del grupo mediático Amin. Teme que el nivel de frustración desemboque en una “explosión”. No obstante, hace unas semanas sucedió un avance que ha dado cierta sensación de victoria a los palestinos.
El trato a los presos palestinos y sus familias
Más de 3.000 presos palestinos de Fatah y Hamás llegaron a unirse en algún momento a la última huelga de hambre que han llevado a cabo. Tras 40 días de huelga, los últimos cientos que proseguían con ella la abandonaron el 27 de mayo.
Habían conseguido que les concedieran “el 80% de sus peticiones”, explicó triunfante el director de la Comisión para los Asuntos de los Prisioneros Palestinos, Isaaq Qaraque, según recogió la web Samidoun. La autoridad penitenciaria israelí concedió reinstaurar una segunda visita familiar al mes, eliminar el veto de visita a algunos familiares (incluidos hijos), ampliar el acceso a teléfonos públicos (colaban móviles para poder llamar), poner una ambulancia equipada a disposición de los prisioneros en cada cárcel y un largo etcétera.
Los beneficiados son presos encarcelados por haber matado o empleado la violencia (incluidos cargos por tirar piedras) contra israelíes, en muchos casos, durante la Segunda Intifada. La mediación del Comité Internacional de la Cruz Roja ayudó. Además, el Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU, Zeid Ra’ad al Hussein, había urgido a Israel a mejorar las condiciones de los presos palestinos.
El papel de la comunidad internacional
¿Qué más puede hacer la comunidad internacional para ayudar al proceso de paz? “Ban Ki Moon expresa su preocupación y le pagan por ello”, critica un chiste palestino en referencia al ex secretario general de la ONU. El organismo ha aprobado diversas resoluciones condenando la expansión de Israel tras 1967, pero nunca ha tenido ninguna consecuencia práctica. Así se lo reprochó Amnistía Internacional al cumplirse 50 años desde la ocupación israelí y pidió hechos concretos.
La ONG ha solicitado “a los Estados de todo el mundo” que prohíban cualquier comercialización de bienes producidos en los asentamientos y que impidan a sus empresas operar en ellos. “50 años después, la mera condena de la expansión de los asentamientos por Israel no es suficiente. Ya es hora de que los Estados adopten medidas internacionales concretas que pongan fin a la financiación de unos asentamientos que son en sí mismos una infracción manifiesta del derecho internacional y constituyen crímenes de guerra”, manifestó Salil Shetty, secretario general de Amnistía Internacional, en un comunicado.
Décadas de duros enfrentamientos entre israelíes y palestinos han llevado a un clima de desconfianza y escepticismo por el que incluso algunos de los expertos consultados para este artículo -un profesor universitario israelí y un periodista palestino- se han negado a ofrecer alguna propuesta de soluciones a menor escala por considerarlo imposible o inútil. Sin embargo, el reciente acuerdo sobre la situación de los presos palestinos demuestra que hay pequeñas grandes mejoras que juntas pueden ir allanando el camino para la solución final, aún tan lejana.