La inmensa riqueza de Guatemala desaparece como agua por la alcantarilla.
La semana pasada estuvo tormentosa. No solo por los aguaceros de la temporada sino por la abundancia de sucesos de impacto como la solicitud de extradición de la ex vice presidenta, la interminable cadena de asesinatos cuya constante ha llegado a anestesiar nuestra sensibilidad al punto de formar parte de la rutina, decomisos de droga y destrucción de enormes plantíos de amapola en el contexto de un estado de sitio.
A lo anterior se sumó la iniciativa de los diputados de aumentar sus ingresos decidiendo por sí y ante sí –con el aval otorgado por su situación de legisladores- un privilegio más y, por tanto, una mancha adicional en su ya lamentable trayectoria. Pero ante esta última afrenta contra el pueblo de Guatemala no hubo siquiera intento de plaza. Esas reacciones ciudadanas tan admirables del 2015 estuvieron ausentes, calladas como la tumba misma de la democracia y, a pesar de los esfuerzos de pequeños grupos de ciudadanos conscientes y preocupados por la apatía del resto, nada parece sugerir un nuevo despertar.
La mayoría de integrantes del Congreso de la República son resultado de movidas opacas en las filas de los partidos políticos. Parientes y amigos sin la menor experiencia ni capacidad profesional son piezas insertas en los listados de candidatos gracias a una ley electoral diseñada para el efecto. Es decir, el mito de la representación ciudadana en la institución más emblemática de una democracia es, en este convulsionado territorio, apenas un mal chiste. En épocas de campaña se suele ver el desfile de amigas y amigos de subordinados del poder –porque la verdad pura y simple es que tampoco lo detentan- con las ínfulas propias de quien no tiene nada que lucir. Entonces los electores se ven enfrentados a una selección realizada totalmente a sus espaldas y con la cual deberán sobrevivir los siguientes cuatro años, si bien les va.
Pero el mayor de los problemas viene cuando estas personas toman decisiones definitivas. Es decir, sus firmas sobre un documento oficial sellan el destino de un pueblo indefenso y cautivo de los abusos del poder político y económico. Y es aquí en donde se crean las condiciones para desviar la riqueza nacional, cuyo destino justo y necesario es la ejecución correcta de un presupuesto basado en políticas públicas acertadas e incluyentes, en inversión social y en mejorar las condiciones de vida de un país al cual le han robado hasta el concepto de nación.
En Guatemala todo merece una plaza, pero esta permanece vacía. Plaza por las niñas en situación de riesgo, vilmente asesinadas en un hogar seguro administrado por el Estado. Plaza por la ofensa implícita en el incremento salarial auto recetado por los integrantes del Congreso. Plaza por las pésimas condiciones de la red hospitalaria, cuyas instalaciones no han recibido siquiera un retoque, mucho menos insumos ni condiciones dignas de trabajo para su personal. Plaza por los adultos mayores, a quienes se les agrede con pensiones de miseria y discriminación en todos los aspectos de su vida. Plaza por la niñez sometida a las redes de trata, cuyas operaciones son amparadas por un sistema permeado por organizaciones criminales. Plaza por los privilegios empresariales concedidos a fuerza de sobornos y presiones ocultas. Plaza por las niñas, adolescentes y mujeres violadas y asesinadas. Plaza por la infancia desnutrida.
Los recursos de un país pertenecen a su gente, ese axioma no aplica cuando está administrado bajo un sistema lleno de resquicios legales por donde se cuelan las malversaciones, las concesiones arbitrarias y los contratos oscuros. Para arrojar luz en esos rincones es preciso realizar cambios de fondo. Y plazas, muchas plazas.