Por Daniel Cecchini | Socompa

La criminalización de las protestas indígenas en la provincia tiene la potencia de una política de Estado en cuya aplicación el gobierno y la justicia no tienen desacuerdos. Los casos de las Comunidades wichí Potrillo y Santa Teresa.

«La gente blanca sabe que tenemos nuestro estatuto, nuestra ley, pero no nos reconocen la autoridad. En lugar de responder a los pedidos de derechos, nos responden armando causas para callarnos. Tengo dos pilas así de causas”, dice Francisco Torres y hace un gesto que permite imaginarlas. Es un wichí de unos cincuenta años, de rasgos duros y hablar pausado. Durante su relato nunca levantará la voz. Tampoco será interrumpido por ninguno de los diez hombres que lo acompañan, sentados en una ronda de sillas desvencijadas. Algunos de ellos hablarán a su turno; la mayoría permanecerá siempre en silencio. Torres viste dos camisas de trabajo, una sobre la otra, un pantalón de gimnasia, zapatillas deportivas de un rojo muy gastado y cubre su cabeza con una gorrita adornada con el escudo de Boca. Hasta hace menos de un año ha sido presidente de la Comunidad; hoy es un miembro más, que inspira un evidente respeto a sus compañeros.

El mediodía está gris en la Comunidad wichí Potrillo, en el Departamento Ramón Lista, en el árido noroeste de la provincia de Formosa. Para llegar desde Las Lomitas hay que recorrer 157 kilómetros por la Ruta 81 hasta Ingeniero Juárez y desde allí otros cien kilómetros por un camino de tierra que por momentos se vuelve casi intransitable. El último tramo requiere casi tres horas de tenso manejo en una 4×4. No hay transporte público entre Juárez y Potrillo, sólo algunas camionetas que hacen de remise y cobran entre 400 y 500 pesos por persona para llevarlas de un punto al otro bamboleándose a la intemperie en la caja. La mayoría de los choferes viven en El Favorito, una localidad de criollos que está pegada a la Comunidad.

Francisco Torres es uno de los 16 procesados por la Justicia formoseña por la presunta toma de la subcomisaría local a fines de julio de 2014, cuando más de un centenar de wichí de las más de diez comunidades englobadas en Potrillo fueron a reclamar por el paradero de los cuatro hermanos Tejada, detenidos por un conflicto de alambrados con un criollo. Las tierras de Potrillo son de propiedad comunitaria y la Ley Integral del Aborigen –en concordancia con tratados internacionales– establece que no pueden ser alambradas. “A nadie le interesaron nuestros derechos. Este criollo vecino había alambrado parte de la tierra comunitaria y ellos fueron a quejarse porque no les dejaba ir al monte a mariscar (cazar). El criollo no les dijo nada, pero les puso denuncias y una mañana temprano llegaron como cien policías y se los llevaron a los hermanos, de mala manera, y no sabíamos a dónde los habían llevado. Por eso fuimos a la comisaría a preguntar, pero no nos decían nada. Así empezó todo”, dice Torres. Sus acompañantes asienten en silencio, casi todos ellos están procesados por la misma causa.

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La criminalización de las protestas mediante el armado de causas judiciales a los indígenas que reclaman por sus derechos es moneda corriente en Formosa. Son parte esencial de la política represiva del poder provincial frente a las exigencias de las comunidades. La población indígena de la provincia no es desdeñable y está compuesta por cuatro pueblos. Los más numerosos son los wichí, distribuidos en 82 comunidades por casi todo el territorio; hay también 38 comunidades del pueblo qom, 22 pilagá y alrededor de unas veinte de la etnia nivaclé.

La judicialización no sólo se utiliza para disuadir o castigar los cortes de rutas, sino para evitar cualquier demanda. “Nosotros hemos tenido en esta provincia represiones muy brutales. La más brutal, que fue también la más conocida, fue en la Comunidad qom La Primavera, el 23 de noviembre de 2010, cuando hubo un indígena muerto. Fue muy fuerte, se enteró todo el país. Por eso ahora el gobierno utiliza el mecanismo de judicializarlos. Entonces, los toman porque estuvieron en un corte y les arman causas. A cada uno le hacen ocho, diez, doce causas. Los acusan de lucha en banda, con armas, por desacato a la autoridad, y cada una de esas causas tiene su ley. Algunas son excarcelables, otras no. Con eso los obligan a ir a tribunales, hacen que vaya a buscarlos la policía. Con eso quieren meterles miedo”, dice el cura Francisco Nazar en la cocina de su casa, que se levanta en los fondos del Complejo Juan Pablo II de las afueras de la ciudad de Formosa. Es de noche y sobre una hornalla empieza a calentarse una olla con agua para hervir unos ravioles.

Francisco Torres. Comunidad El Potrillo. Fotos Socompa

Francisco Nazar nació hace 74 años en el barrio de Palermo, pleno centro de Buenos Aires, pero desde hace décadas vive en Formosa. Durante más de veinte años convivió con los wichí del Departamento Ramón Lista, hasta que en 2011 decidió presentarse como candidato a gobernador por el Frente Amplio para desafiar la continuidad casi eterna de Gildo Insfrán. Perdió por goleada, pero recogió en las urnas una importante adhesión de las comunidades indígenas. Hoy es vicario del Obispado formoseño para las comunidades indígenas. “Todo este cuadro de las criminalización de la protesta es muy grande, pero a la larga no tiene éxito. El indígena lo sufre, pero nunca está más de diez o quince días encerrado, porque las causas casi siempre se caen solas. Y después, aunque tenga miedo, sigue reclamando porque no tiene otra salida”, dice.

Los ravioles con salsa llenan los tres platos distribuidos sobre la mesa del cura. Después de servir vino en los vasos, el tercer comensal, hasta ese momento silencioso, interviene en la charla. “Vos protestás y primero te arman las causas y después te llega la citación. Tenés que ir hasta Las Lomitas y si estás lejos, como en Ramón Lista, tenés que pagar la camioneta para llegar a la ruta y después el ómnibus y no podés gastar esa plata. Entonces te lleva la policía, en la camioneta. El policía está de mal humor porque se tiene que levantar a las cuatro de la mañana para llevarte al Juzgado, esperarte y traerte de vuelta. Entonces te maltrata. Y ahí vas, con otros seis o siete wichí repartidos entre los asientos traseros de la patrulla y la caja. Es un viaje de miércoles, ya vas a ver pasado mañana cuando vayamos a Potrillo”, dice Gustavo Núñez, integrante de la Asociación para la Promoción de la Cultura y el Desarrollo (APCD), una ONG que trabaja por los derechos de los indígenas formoseños y tampoco escapa a la persecución judicial.

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En Potrillo el mediodía sigue gris y el tiempo pasa moroso, como el ritmo al que hablan los wichí reunidos en ronda. “Nosotros tenemos leyes, tenemos derechos. El choque está porque no nos dejan ejercer esos derechos, no nos respetan la autodeterminación. Eso es lo que hace el gobierno provincial. Ellos nos quieren predominar con los servicios, nos excluyen y no nos dan para que hagamos su política, la de los blancos. Pero nosotros no pertenecemos, nos discriminan”, dice el wichí Celso López a su turno de hablar. “Nuestros derechos molestan a los políticos. Por eso nos arman causas cuando los defendemos y ahora también quieren quitarnos el gobierno propio de la comunidad metiendo su política entre los nuestros para que hagamos la política de ellos. Nos separan entre nosotros mismos”, insiste.

La generación de punteros políticos partidarios es otra de las vertientes de que se nutre la avanzada del Estado sobre los derechos de las comunidades aborígenes. Tres días después de este mediodía en Potrillo, Paulino Ruiz, un wichí de 61 años que fue presidente de la Comunidad Lote 27 de Las Lomitas lo explicará así: “Los jóvenes nuestros no tienen experiencia y los políticos les hacen creer cosas. Entonces los jóvenes tienen dos pensamientos, el de los blancos y el nuestro, y no se puede vivir con dos pensamientos. Pero así nos están entrando en la comunidad”. La estrategia de cooptación no es sólo ideológica sino también material, a través de dádivas y de facilidades para las viviendas. “Ellos tienen casa mejores pero tienen dos pensamientos, les dicen como tienen que pensar. Yo estoy como pobrecito, no tengo nada, pero los blancos no me dicen cómo tiene que ser mi pensamiento. Por eso ahora estamos haciendo un movimiento para elegir un presidente que no tenga dos pensamientos”, dirá Ruiz.

Ahora, en la Comunidad Potrillo, Celso López dice que a los hermanos Tejada no los detuvieron por el simple hecho de haberse opuesto a que un criollo alambrara dentro del territorio comunitario. “Tenían el conflicto con el criollo, es cierto, pero también pedían una escuela y siempre estaban defendiendo a la comunidad. Una vez hasta con armas de fuego vinieron a correrlos y no pudieron. Entonces les fueron haciendo una causa y otra y otra más hasta que pudieron meterlos presos”, dice.

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En la cocina de la casa Francisco Nazar, en las afueras de la capital formoseña, los ravioles han desaparecido de los platos y el vino mengua en los vasos mientras se alarga la sobremesa. “En Formosa casi nadie se anima a protestar porque es muchísima la gente que trabaja en el Estado. Algunas veces los docentes, otras los judiciales, por cosas puntuales, pero nada más. Los únicos que se animan son los indígenas y es por causas justas: la vivienda, la salud, el trabajo. Es una protesta buena pero, al mismo tiempo, es una protesta que produce un racismo exacerbado”, dice.

Comunidad María Cristina. Ernesto y Carlos López. Fotos Socompa

El cura hace una pausa, bebe lentamente el poco vino del fondo del vaso y da las razones de su afirmación: “El formoseño, culturalmente, es un hombre que discrimina a los pueblos indígenas. Creo que es el espíritu de la Colonia que entró, y la Colonia sigue en pleno Siglo XXI. La ideología colonial no se ha extinguido, es muy fuerte y está sustentada en la discriminación, en el racismo exacerbado… Se ve en el lenguaje cotidiano, en ese lenguaje que dice ‘Uy, che, se te despertó el indio’, o ‘Ahí viene el malón´, para descalificar. Se ve en las madres que les dicen a sus hijos ‘Pero ché, ¿qué sos, un indio que me estás pidiendo todo el día?, o ´’Sucio, andá a lavarte que parecés un indio’. Es inconsciente, absolutamente inconsciente, pero que te muestra hasta dónde está metido el racismo en esta sociedad, en esta cultura. Por eso se acepta y hasta celebra que se reprima y se judicialice a los indígenas”, dice.

A medianoche, en el momento de la despedida, Francisco Nazar dice: “Cuando vayas a las comunidades y hables con los indígenas vas a ver por vos mismo lo que te digo”. Llueve con ganas sobre Formosa y hay que correr unos cincuenta metros sobre el barro encharcado hasta la camioneta. “Va a ser difícil ir a Ramón Lista, con esta lluvia los caminos van a estar un desastre”, dice Gustavo mirando el cielo. Dos días después la profecía se cumpliría con creces.

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Desde Potrillo hay que hacer unos cincuenta kilómetros hacia el oeste hasta El Chorro por un camino de tierra que está peor que el anterior. A poco de salir, casi pegados a la Comunidad, se ven los pozos petroleros Palmar Largo, que hablan de un subsuelo cuya riqueza negra no se derrama sobre los wichí. Pluspetrol, la empresa concesionaria, trae a sus operarios de Tucumán y de Salta, no genera trabajo en la zona. Lo compensa produciendo problemas con sus máquinas, que más de una vez han invadido el territorio comunitario para desmontar o explorar. Eso ha contado hace apenas un momento Francisco Torres, en Potrillo. “Cuando lo hacen vamos y preguntamos por qué, les decimos que se vayan. Pero ellos no dan razón y no pueden irse. Están trabajando ahí porque les dicen, los que los mandan nunca se ven”, ha dicho.

Llegar a El Chorro demanda más de una hora y media en la camioneta, muchas veces manejando a paso de hombre, y desde allí hay que seguir otros 45 kilómetros más hacia el oeste, en dirección a la frontera con Salta, por otro camino de tierra que parece un juego de obstáculos. Está cortado en varios tramos por pozos llenos de agua que ni siquiera con la 4×4 se pueden superar. Hay que meterse por picadas abiertas en el monte para esquivarlos. Cada tanto, a ambos lados del camino, carteles precarios o cubiertas de autos colgadas en palos anuncian los nombres de las comunidades cercanas: Tabique, Pozo del Oso y finalmente un conglomerado que lleva el nombre de la comunidad más grande, Lote 8. Desde allí hay que hacer 15 kilómetros más por el mismo camino para llegar al destino, un racimo de más de diez comunidades que llevan el nombre de la más numerosa, María Cristina, donde vivió durante veinte años el cura Nazar. Son las seis y media de la tarde: más de cuatro horas de viaje para recorrer 95 kilómetros.

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En María Cristina, las clases empezaron recién la semana pasada, después de que la escuela estuviera tomada durante meses por los padres y representantes de la Comunidad por la insuficiente financiación del comedor, la falta de personal y el maltrato de los chicos por parte de algunos docentes blancos. También reclaman por el reemplazo una ambulancia que hace dos semanas pasó de la agonía a la muerte.

La escuela de Santa Teresa, una de la comunidades satélite de María Cristina, sigue sin abrir las puertas. Aquí los padres han decidido no mandar los chicos a clase porque la vieja escuela – dos construcciones muy precarias, con techos donde se mezclan adobe, chapas viejas y ramas – está a punto de caerse y el gobernador ya incumplió tres promesas, en otras tantas campañas, de construir una nueva. “Fundamentalmente tenemos un problema con el compromiso que hizo el gobernador. El problema es la escuela, o sea que en tres ocasiones de visita en la campaña, él hizo una licitación, que nosotros no sabemos qué es una licitación, pero creemos que haciendo una licitación se podría hacer rápidamente la construcción del nuevo edificio para la escuela, que él había prometido. Pero no nos mostró esa licitación. Y acá hace dos meses que no tenemos clases por decisión del pueblo, o sea es una manera de manifestar, cerrando la escuela. La manifestación que se hizo tampoco sabemos, si se puede decir, si es legal o ilegal, pero no le mandamos los chicos a la escuela, y hay padres que no mandaron porque el tema es así: se hizo tres veces una licitación y todavía no hay”, dice Carlos López, uno de los representantes de Santa Teresa.

Carlos López es un indígena alto –como casi todos los de las comunidades cercanas al Pilcomayo–, de más de 50 años. Habla castellano con dificultad, interrumpiéndose para preguntarle en wichí a su hijo Ernesto, que lo acompaña, cómo se dicen algunas palabras. La reunión es en uno de los patios comunitarios, entre casas de adobe y de madera, sobre un piso de tierra muy bien barrida, donde han dispuesto una mesa baja y tres o cuatro sillas, todas diferentes. Mujeres y chicos van y vienen alrededor de los hombres que hablan, pero no se acercan demasiado ni hacen ruido. “Hace 25 años que el gobernador promete hacer la escuela y no la hizo ninguna vez. Entonces el pueblo va a manifestar hasta que veamos los materiales. El gobernador manda al diputado y el diputado dice que va a traer a los referentes de la obra pública. Eso dice, pero no vienen”, abunda el hijo, por su cuenta.

Comunidad Santa Teresa. Fotos Socompa

Ernesto López, tan alto y fornido como su padre, es uno de los maestros de la escuela. Un MEMA (Maestro Especial de Modalidad Aborigen) a quien han puesto en la disyuntiva entre obedecer las directivas del Ministerio de Educación o apoyar a su comunidad. “La amenaza es que yo soy un maestro bilingüe, y que los aborígenes que somos maestros no podemos meternos en la cosa que hacen los padres de la comunidad porque eso no nos compete”, dice.

Dice también que como es un maestro y sabe escribir fue el encargado de poner por escrito tres actas de asambleas de la Comunidad con los reclamos y que por eso también lo amenazaron. “Eso quiere decir que no podemos hacer el acta que la gente quiere que haga, como maestro que sabe escribir. O sea, la amenaza sería que nos ponen en juicio porque nosotros hacemos lo que quiere la gente de la comunidad. Eso dicen con la amenaza, que tengo que estar del lado de ellos y no de la comunidad, eso me dicen”, relata.

Otros miembros de la comunidad reciben presiones diferentes. Eso es lo que Carlos le pide en wichí a Ernesto para que lo cuente en español. “Dice mi papa (así, sin acento) que casi nadie puede hablar porque cuando vos levantás tu voz te cortan algún pensión que vos tenés, así como en los suelditos (N. de la R.: subsidios). Te dicen, te van a dejar sin nada”, traduce.

–¿Y eso quien lo dice?

–Esos son comentarios que los mismos referentes del señor diputado (N. de la R.: Roberto Vizcaíno, diputado provincial del FpV) nos dicen. Y nosotros vemos que ellos están casi pegaditos a él, que hablan por él. Entonces eso es lo que él dice.

Hace rato que oscureció sobre Santa Teresa cuando la camioneta inicia el camino de regreso a Las Lomitas. Serán otras seis horas de viaje.

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