Abusos de la policía neuquina
La “paradoja” de las acciones de la policía: vejaciones y apremios ilegales por filmar golpes y abusos que los propios agentes del Estado ejecutaron.
Newenken, territorio mapuche. 23 jóvenes estuvieron desde las 9 de la mañana hasta las 5 de la tarde encerrados en dos celdas -de dos por dos- dentro de la comisaría 2° de la ciudad de Neuquén (capital). Lo más leve que padecieron estas personas fue que durante esas horas no pudieron tomar agua ni ir al baño. Los agentes de la comisaría los mantuvieron de rodillas por más de una hora y en intervalos repetidos les propinaron sopapos a mano abierta detrás de la nuca y en la cara. Varios de los chicos recibieron además “gratificantes” golpes con las armas reglamentarias en la espalda y el pecho. Las marcas de las esposas quedaron registradas en sus muñecas por un par de días. Pero antes de esta escena habían sido golpeados también en cercanías al Parque Central de la ciudad. “¡Dale, filma putito que a nosotros nos sirve!” Incluso a una joven la bajaron de los pelos de un colectivo urbano, también acusada de filmar. Entre los jóvenes arrestados también estaba el hijo de un juez de paz. Fue el cuarto en salir de la comisaría. Pero con ese arresto la policía demostró que no discriminó a nadie, sino más bien que estaba “preocupado” por una franja etaria de la sociedad. El origen del delito resulta ser la paradoja de este tipo de casos: existe una orden determinada en la que no sólo deben ser privados (ilegalmente) de su libertad los protagonistas de una escena (pública), sino también los testigos; peor aún, no es necesario que exista una coartada verosímil; la misma puede ser tan burda que puede, en un sólo acto, exacerbar el nivel de impunidad hasta límites irrepresentables. El delito -que no es uno solo, sino que se transforma en un historial de abusos- lo elaboran -como si fueran los verdaderos directores de la película- y ejecutan los mismos “custodios de la seguridad” del Estado.
Cuando los abogados Juan Cruz Goñi y Gisella Moreira le preguntaron a la oficial Karina Maliqueo -a cargo de la comisaría 2° de Neuquén- por qué estaban detenidos los jóvenes, esta última respondió que habían incurrido en una contravención. “¿Qué contravención?”, interpelaron incrédulos los primeros. “No se lo puedo informar. En este momento estamos averiguando sus antecedentes”, sintetizó Maliqueo. “No podés tener nueve horas arrestadas y sin agua a un grupo de personas porque tenés problemas administrativos”, insistió indignada Moreira. Pero los pibes no sólo tenían sed, también habían sido golpeados y amenazados. Tenían bronca y no podían entender por qué les hicieron lo que les hicieron.
“Yo venía caminando por la Avenida Olascoaga casi llegando al Parque Central para tomarme un colectivo. Venía acompañado de mi hermano más chico que tiene 21 años. Y venía también con algunos amigos que iban por la vereda de enfrente. Cuando estamos en la esquina de Sarmiento y la avenida vemos que un montón de personas se peleaban entre sí. Yo me acerqué junto a mi hermano sólo para ver. No conocíamos a nadie. De curiosos fuimos a ver qué sucedía con esa pelea y saqué una foto. La policía ya se encontraba en el lugar. Cuando me ven sacar la foto comienzan a gritar diciendo ‘¡Dale! ¡Veni! ¡Filma acá, que a nosotros no sirve! ¡Maricón! ¡Puto! ¡Veni a filmar acá! ¡Dale, que nos sirve! Luego de eso se aproximaron hacia mí y yo estaba cerca del local de ‘Todo Moda’ sobre calle Sarmiento. Eran 4 creo y me estamparon contra la vidriera 3 veces. Ahí me decían: ‘filma nomás, vos’ y comenzaron a levantarme el brazo para atrás tanto que me llegó a sonar. Me pusieron las esposas y me tiraron en el piso de rodillas contra el móvil. Ahí me subieron al móvil (auto) y me llevaron a la comisaría 2°.”
El miércoles 29 de marzo me reuní con la familia y la víctima, que declaró ante la fiscalía de Neuquén los hechos arriba descritos. De la reunión también participó la abogada Gisella Moreira. Mi intención era poder detallar y profundizar este testimonio. En primer lugar pude tomar relevancia contra qué personas había atentado la policía: niños que están aún al cuidado de sus padres. En segundo lugar puede visualizar las imágenes y fotografías que habían podido tomar las víctimas y que comprometen a varios policías. En tercer lugar, y más concreto aún, pude recolectar más datos en relación a la forma de operar de estos agentes que, como ya advertí, en lo que respecta a detenciones de jóvenes han dado un “salto” considerable ya que demostraron –en este último caso– no necesitar una coartada firme ni muchos argumentos, para extender su violencia a varios grupos de personas. Generalmente los jóvenes detenidos son detenidos en la calle, en lugares pocos transitados, y de forma individual o en grupo reducidos. Y si es necesario se “incorporan” de forma forzada, dentro de la acusación armas, drogas e inclusive víctimas mortales. Este no fue el caso. Los oficiales de Neuquén atentaron contra varias personas que estaban esperando el colectivo en la calle Sarmiento. A las personas contra las que atentaron, las tiraron en plena calle céntrica, cortando inclusive el tráfico. La única acusación firme fue que estaban participando de una pelea y que estaban filmando el accionar de la policía. Dentro del relato de dos de las víctimas se puede identificar que actuaron más de diez policías en la “cacería” y que actuaron todo el tiempo amenazando con itacas y escopetas.
“Cuando yo saqué una de las tres fotos, uno de los policías me empezó a apuntar con la escopeta y me decía: ¡Dale, filma putito, que a nosotros nos sirve! Ahí me dio miedo y guardé el celular en el bolsillo, pero cuando quise darme cuenta ya había cuatro policías sobre mí”. Esta víctima padeció junto a su hermano los abusos de los agentes en dos escenarios diferentes –más adelante en esta crónica descubriremos que hubo un tercer escenario–: primero en la calle y luego, en segundo lugar, en el interior de una comisaría de Neuquén. “La celda que me tocó a mí era pequeña, de dos por dos. Había diez personas más conmigo. La mayoría estaban acostadas o sentadas. Pero yo me quedé parado porque no había más lugar.” Esta víctima, que prefiere resguardar su identidad, fue la primera en testificar y denunciar ante la fiscalía. En la segunda parte de su relato afirma:
“En la comisaría había otros chicos que le estaban tomando datos. Cuando terminaron con ellos los metieron al calabozo y me tomaron los datos a mí y también me pusieron en el calabozo. A todo esto no sabía que había pasado con mi hermano y dentro de la comisaría me enteré que también estaba demorado. Al parecer la gente de la comisaría me reconoció por mi apellido. Uno vino específicamente a preguntarme si mi padre trabajaba en el poder judicial. Yo le respondí con la verdad, les dije que mi papá estaba jubilado, y a partir de ahí comenzaron a golpearme más fuerte. Estuve desde las 9 de la mañana hasta las 17:00 hs. Una de las situaciones fue estando dentro del calabozo: vino un policía y dijo ¿Quién quiere una mano?, abrieron la celda, me sacaron a mi de los pelos y sacaron al resto. Ahí comenzaron los golpes, me daban cachetadas en la cara, me golpearon con patadas, en la panza y en la espalda. Yo me encontraba arrodillado y acurrucado para que no me golpeen. Ahí nos ingresaron a la celda. A las 13:00 hs aproximadamente me llevaron a un médico. Él me preguntó si me había pegado. Le dije que no lo habían hecho porque tuve miedo de que sigan lastimando. Y me dejaron salir a las 17:00 hs.”
Entre las funciones de la policía no existe una disposición, ordenanza o decreto que especifique: detener, atormentar, golpear, privar de la libertad y torturar a jóvenes que transiten por la vía pública. Pero específicamente, ¿qué quiso decir el oficial con eso de: “¡dale, filmá que a nosotros nos sirve”? ¿Cuál es la orden puntual que reciben los verdugos desde las escalafones superiores? ¿Qué intentan demostrar con estos arrestos? ¿Qué mensaje intentan imponer a la sociedad? ¿Se trata solamente de inculcar miedo y pánico? ¿Se intenta vaciar los espacios públicos? ¿O también se intenta demostrar algo con el índice de entradas de jóvenes en las comisarías de la provincia? ¿Hay una decisión política e ideológica para detener a grupos masivos de jóvenes? ¿Pueden impactar estos índices en los proyectos de ley que se intentan legitimar en la actualidad? ¿Se trata solamente de la tortura por la tortura misma? ¿Es acaso pura “saña institucional”? ¿O con estos actos están midiendo a los jóvenes, la sociedad, la opinión pública y a los propios agentes? ¿Es una prueba piloto? ¿Una prueba piloto para qué? ¿Se intenta “profesionalizar” a los agentes dentro de la ley antiterrorista? ¿Por qué los medios de comunicación masiva de la ciudad no le dieron visibilidad? ¿Por qué no abordaron el caso con la importancia y relevancia que se merecía? ¿Por qué lo pensaron como un caso atípico, pero a la vez anecdótico –teniendo en cuenta lo que está ocurriendo en Buenos Aires, con por ejemplo los jóvenes de la Garganta Poderosa, o las detenciones ilegales que amparadas en la ley antiterrorista someten a los jóvenes del vecino país de Chile? ¿De qué forma podemos responder jurídicamente ante estas acciones ilegales por parte de la policía? ¿Qué les pasa a los pibes después de sufrir estas vejaciones dentro y fuera de la cárcel? ¿Cómo son los días siguientes?
El tercer escenario
Como ya lo mencioné en esta crónica, primero los jóvenes fueron humillados y golpeados en la calle, luego se los trasladó al interior de la comisaría 2° donde nuevamente fueron golpeados, amenazados y encerrados ilegalmente. Por último en tercer lugar, antes de quedar en libertad, tuvieron que esperar, en el patio interno de la misma comisaría más de una hora, debajo del sol, esposados y sin agua. “Sólo podíamos mojarnos el pelo y tomar un poco de agua desde una canilla. Teníamos que arrodillarnos los dos ya que estábamos esposados unos con otros. Al tucumano que estaba esposado conmigo lo provocaban todo el tiempo, lo invitaban a pelear. Le advertían que si volvía a hablar la iba a pasar mal, pero él nunca hablaba. Varias veces escuché la frase ‘quién se banca un mano a mano».
La extensión del daño
Durante la reunión con la familia de dos de las víctimas volví a reconocer la extensión del daño que no sólo queda alojada en el cuerpo y la memoria de las víctimas directas, sino que trasciende hasta el cuerpo de los padres y los hermanos. “En la comisaría nos trataron muy mal. No nos daban ningún tipo de información. Los oficiales que estaban en la entrada nos intentaban intimidar mostrándonos las escopetas. Yo me sentí mal todo el día”, relató una de las madres de los jóvenes denunciantes. Por su parte el padre me advirtió que cuando intentó interpelar a un agente de Asuntos Internos afirmando que le habían dejado marcas a su hijo por los golpes, el agente le contestó soberbio e irónico “eso quiere decir que no saben pegar”.
El jueves a las 20 hs. tuve acceso a la segunda denuncia. En ella otro de los jóvenes víctima vuelve a hacer foco no sólo en el padecimiento que sufrió en la calle y dentro de la celda, sino además en el que tuvo que padecer por confesar que era hijo de un juez (de paz).
“Mientras documentaba esta secuencia, se acercan a nosotros un policía armado con una escopeta, quien se identifica como el cabo Cuevas, junto con más de dos policías. Al acercarse se dirige a mí y al ver que estaba filmando, me levanto y me tiró contra la garita. Me decía que le diera el celular, yo me negaba, intentó arrebatármelo, pero no pudo. Me tiró al piso y me aplastó la mano con el borceguí haciendo presión para que yo soltara el aparato, en ese momento se corta la filmación. Luego de esto me esposan y me suben en un móvil junto a mis amigos. Uno de ellos les dijo que eran unos corruptos y uno de ellos le respondió con un golpe de culatazo de la itaca en el pecho. Dentro del móvil nos decían que nos llevaban por pelear en la calle, y aunque nosotros intentábamos explicar que en ningún momento peleamos, ni entre nosotros ni con otras personas –simplemente éramos espectadores de lo que estaba sucediendo–, la policía de todas maneras nos trataba como si acabáramos de cometer un delito. Nos trasladaron hacia la Comisaría segunda. Allí había más chicos demorados y luego comenzaron a llegar más. Nos hicieron arrodillar sobre piedras, contra la pared, por lo menos durante hora y media, mientras tanto nos interrogaban acerca de quiénes éramos, y qué hacían nuestros padres. Nos pegaban si levantábamos la mirada. Cuando yo dije que mi papá era empleado judicial, se reían y pasaban al lado mío pateándome las costillas o dándome cachetadas en la cara y la cabeza. Luego de esto nos ingresaron al calabozo, volvían y preguntaban quién es el hijo del juez, para seguirse burlando y pegándome. Había otro chico demorado, hijo también de un judicial, quien sufría la misma suerte.”
La cacería sin coartada: un “salto” hacia la impunidad
Tres cosas en este caso me llamaron la atención, no porque el resto no tuviera relevancia sino porque, en definitiva, los tres hechos logran demostrar que, por lo menos la policía de Neuquén, logró cruzar fronteras delictivas antes intocables, al menos en términos de escenarios públicos con decenas de testigos presentes. Me refiero a: la respuesta del oficial de asuntos internos al padre de una de las víctimas, la persecución que aplicaron sobre la única joven implicada en el caso y el relato de uno de los jóvenes. “Todo comenzó en el shopping de bares de Ticket. Hubo una pelea. Eran varios. Incluso intervino la policía. Tiró varios tiros al aire. Pero ahí no detuvo a nadie. Luego cerca del Parque Central nos detuvieron como al azar.” El “shopping de bares” se encuentra en la zona cercana al río Limay de Neuquén en uno de los límites de la ciudad. El Parque Central está en pleno centro de la ciudad. Ambos puntos están unidos por una avenida de doble senda. Están separados por 15 cuadras, que los jóvenes suelen caminar despreocupadamente. La impresión del relato de la víctima es que los policías los dispersaron para luego cazarlos a la azar, sin la presión constante de que un grupo masivo de personas se les pudiera rebelar. La pregunta es: ¿con qué fin? ¿Para justificar qué? ¿Lo hicieron por propia diversión? ¿Qué raíz tiene esta metodología? ¿Qué los habilita a actuar con tanta impunidad y libertad? ¿Qué los habilitó a “servirse” de cualquier joven que encontraron en la vía pública, llegando inclusive a arrastrar a una joven de los pelos desde un colectivo hacia el suelo de la calle?
Privación ilegítima de la libertad, el adoctrinamiento del cuerpo a través de golpes y humillaciones y la resignación de las víctimas
Lo que hemos aprendido en el transcurso de la historia represiva de la Argentina es que existen órdenes y una jerarquía de poder bastante determinante dentro de las fuerzas de seguridad. Pero también hemos aprendido que existe una ideología institucional que aprueba y reproduce los abusos una y otras vez. Hemos aprendido que se delega la tortura como una instancia de poder y legitimidad que va desde la propia institución (policial) hacia los agentes subalternos de menor rango, hasta llegar, en forma de violencia y represión, al ciudadano –joven– víctima. La institución de la policía es una familia con jerarquías. Una familia protegida por el Estado provincial –en este caso. Que estos agentes hayan recibido órdenes para detener a jóvenes en la vía pública no exonera las acciones de violencia y tortura que ejecutaron sobre sus cuerpos, más bien determina la cadena de relaciones y responsabilidades. Ese día hubo agentes que actuaron violentamente de forma individual, pero también respondiendo a una metodología en la que alguien estaba a cargo (del procedimiento callejero); de la misma forma luego, dentro de la comisaría, había un superior a cargo capaz de “regular” o “restringir” el comportamiento de sus subordinados. En este contexto no podemos omitir a los civiles que participaron del operativo, como por ejemplo el médico que atendió a todas las víctimas y que elevó un informe de cada uno de ellos. Existen prácticas culturales e ideológicas a las que los agentes de seguridad del Estado responden convencidos y envalentonados. La propia institución ha adoctrinado sus cuerpos y mentes para que sean fieles verdugos, para que ellos mismos transmitan los mecanismos de dolor e impunidad que les permitirá ascender dentro de la jerarquía de poder institucional que los educa todos los días.
Antes de concluir esta crónica no puedo dejar de mencionar a la infinidad de niños, adolescentes y jóvenes víctimas de estas razzias, que soportan los golpes y humillaciones convencidos de que se merecen ese trato o peor aún, convencidos que los agentes del Estado tiene ese derecho; esto somete a las víctimas en un círculo de sometimiento-resignación en el que el silencio- impunidad se impone como mecanismo de dolor intocable, inamovible. Modificar estas prácticas resulta ser una acción extensa y de gran aliento que no sólo involucra los límites de las fronteras que ha establecido la institución represiva policial internamente.
La paradoja de la policía es que dentro del ejercicio de sus funciones detiene, humilla y violenta a terceros por filmar y documentar los golpes que le produjeron a supuestos protagonistas de actos delictivos incomprobables. La policía en una acción extensiva de impunidad acapara la voluntad no sólo de los protagonistas principales –que seleccionaron como chivos expiatorios–, sino que además reducen a los actores secundarios y a los posibles espectadores casuales; en definitiva atenta contra todo aquel protagonista que esté peligrosamente cerca del escenario de castigo que ellos mismos propusieron e inventaron como centro estratégico de dolor. Como en las razzias de antaño, los agentes contemporáneos involucran a todos los presentes dentro de un escenario. No discriminan a nadie. No sólo está preestablecido dentro de sus abusos, como parte de un guión delictivo–policíaco, un posible grupo A (sospechosos), sino que además ya existe en su ruta de dolor un grupo B (los que intentan defender al grupo A) y un grupo C (los que intenta documentar las acciones ilegales de la policía). El interrogante –por lo menos uno más, entre muchos– es ¿con estos actos intentan generar una acumulación de causas para elevar los índices delictivos de los jóvenes, y con ello modificar decretos y leyes que comprometa a todos los niños y adolescentes que el Estado no está dispuesto a contener, dentro de los inmensos muros excluyentes que construye día a día y que sólo contemplan a un sector ínfimo de la sociedad? ¿Puede ser comprendida como una simplicidad hiriente suponer que las acciones ilegales de la policía sólo esconden en su interior intenciones meramente económicas y represivas? ¿Por qué un Estado puede intentar dirigir sus golpes y agresiones hacia una generación determinada, hacia una franja etaria especifica? ¿Un grupo de oficiales con itacas y escopetas en mano están en “igualdad de armas” que un grupo de adolescentes que intentan volver a sus casas un domingo por la madrugada?