El capitalismo ha pasado de instaurar una cultura donde el capital era el amo y señor a una capitalización del desastre y una capitalización del odio.
Esa utopía monetarista, de búsqueda del lucro individual y de la supremacía del más fuerte, que fuera sustentada por científicos que afirmaban que el capitalismo era inherente a la naturaleza humana, ha demostrado quedar ya obsoleta.
Bueno, de hecho quedó obsoleta hace años. Ya con la crisis del ’29 mostró su ineficacia y su inhumanidad. Pero apareció Keynes para dotar a esas leyes de mercado de un tinte humanizado, con un reparto de riquezas más igualitario y la preocupación del bienestar general.
Unas minorías guiadas por sus ansias de tener y de disponer del poder han logrado engañar al resto para insistir con sus planes de acaparamiento. Para ello han sofisticado sus modelos de crecimiento y de manipulación, yendo desde la propaganda y los monopolios hasta el envilecimiento y la utilización de la fuerza (totalitarismos, guerras, torturas). El tópico de *“divide y vencerás”*.
Uno de los grandes ejecutores de esa sofistificación fue Friedman, desde la Universidad de Chicago. Con sus secuaces Harberger y Hayek que a fines de la década del sesenta y oponiéndose a los nuevos horizontes que las juventudes insatisfechas vislumbraban, iniciaron la más brutal contra-revolución capitalista.
Con una opinión pública mejor formada y con las secuelas de la Segunda Guerra Mundial en la memoria próxima las formulaciones del sistema capitalista estaban en entredicho y las políticas habían virado a un modelo de bienestar y de emancipación de las colonias.
Así como el capitalismo favoreció la abolición de la esclavitud (no por convicciones, si no por su improductividad), también llegó el momento de la abolición del colonialismo, que si bien llegó a sangre y fuego, los grandes capitalistas supieron adaptarse a esas nuevas reglas de juego y de hecho sedujeron a los nuevos países para que se enrolaran en sus filas.
Así aparece el capitalismo corporativista actual, donde son las grandes multinacionales las que gobiernan y las que disponen. Disponen los planes de estudio de las universidades, colegios y escuelas, disponen dónde van a levantarse las megalópolis, dónde habrá trenes y dónde no, dónde habrá dictaduras, democracias o tecnocracias, disponen de los medios de comunicación para regir las ideas, la información y el tiempo libre de los individuos, disponen de la salud y de las armas, por lo tanto de la vida y de la muerte.
Fue tan poderosa la victoria de este neocapitalismo que en los ’90 Fukuyama, encendido en su orgullo de economista exitoso vaticinó el fin de la historia, la muerte de las ideologías. Llegaba la hora de los puristas del capital. De aquellos, que calculadora en mano, jugaban a comprar y vender países, a lucrar con terremotos y guerras, a trazar nuevas fronteras y alejar, cada día más, la frontera de lo moralmente permitido.
Lo interesante es que esa victoria de unos pocos redituó en el fracaso de los muchos. Agudizando las brechas entre ricos y pobres, favoreciendo la depredación entre hermanos y el sinsentido más absoluto. Un sinsentido que despertó no sólo a esas ideologías enterradas si no también a nuevas espiritualidades, revitalizando religiones y nuevas concepciones de la realidad y de la naturaleza del ser humano.
Con toda la propaganda quemándose al sol de los hechos, los nuevos tiempos reclaman un cambio de paradigma, que no puede significar un retroceso, si no que debe ser un paso hacia el futuro. En muchos lugares la gente se ha rebelado a estos condicionamientos y es así como las instituciones que el corporativismo había intentado demoler recobran nuevas fuerzas y vuelven a mostrarse útiles.
Se tiene claro que no pueden esas instituciones nacidas de un modelo fallido como es el capitalismo sustentarse y proyectarse hacia el futuro, pero sí sabemos que pueden ser un punto de anclaje desde donde sacarse de encima a esas corporaciones para cambiar la historia.