Las constantes crisis actuales traen reminiscencias de pasadas dictaduras
Es muy lindo vivir en democracia. Tener la suficiente libertad de pensamiento como para opinar abiertamente sobre cualquier cosa, desde las anécdotas más banales hasta los temas profundos de la sociedad; caminar por las calles sin temor a sufrir una muerte no programada en la agenda del día y sobre todo aceptar con absoluta certeza la pertinencia de las leyes que rigen la comunidad, con la convicción de haber sido dictadas por representantes íntegros. Algo así sería el ideal democrático presente en el imaginario colectivo desde el día aquel cuando se depuso la última dictadura y se envió a sus cuarteles al último gobernante militar.
La realidad ha sido muy distinta. Se rompieron cadenas, pero sobre todo de las gavetas por donde fluía la riqueza nacional y quedaron intactos los hilos de las estructuras de poder -invisibles para la ciudadanía- cuyos representantes continuaron como si nada, dando las órdenes correspondientes y recibiendo los correspondientes privilegios. Mientras tanto, se continuó celebrando elecciones y jugando al teatro de la democracia en escenarios cada vez más apolillados y endebles.
Las consecuencias de tales debilidades, ingredientes del sistema impuesto desde la mayor potencia mundial, han ido cobrando su cuota de corrupción, miseria y violencia. Los agujeros burocráticos por donde se cuelan los valores institucionales propios de una democracia activa y funcional, son enormes y tienden a ensancharse cada cuatro años. Hoy los grandes pilares sobre los cuales se sostiene todo el proceso tambalean en medio de una absoluta ausencia de autoridad. Desde esa perspectiva y haciendo un recuento de decisiones erráticas, ausencia de políticas públicas, persecución y eliminación de líderes comunitarios, marginación de los pueblos originarios, abandono de la niñez y violaciones constantes de las normas jurídicas sobre las cuales debe ejercerse el poder, la nación parece haber perdido la ruta y encontrarse en franco retroceso. Sin embargo, en medio de esta pérdida de rumbo también se han producido grandes avances y es preciso reconocerlos y aplaudirlos.
En la actualidad por fin se menciona y se combate la violencia contra las mujeres, tema oculto durante toda la historia anterior del país. Se persigue la corrupción y las estructuras criminales enquistadas en el Estado se encuentran acorraladas frente a la acción de la justicia. La ciudadanía ha comenzado a tomar conciencia y de una forma gradual ejerce su poder ciudadano, adormecido durante décadas por el temor o la indiferencia. Pero ese despertar no basta para cambiar la polaridad de las fuerzas opuestas a la vida en democracia, porque aun cuando en teoría se goza de libertades civiles, el grueso de la población vive un encierro real tras toda clase de sistemas de protección para no ser víctima de la delincuencia. La vida transcurre tras las rejas en una burbuja a punto de reventar, frágil como una pompa de jabón y también así de inútil.
Un análisis del costo real de la violencia y de la corrupción –su promotora y cómplice- arrojaría cifras groseras de pérdida económica y menoscabo de oportunidades de desarrollo para el país. Solo un recuento de niñas, niños y adolescentes privados de educación, alimentación y salud, se traduce en una desoladora perspectiva de pérdida de capacidades productivas como consecuencia de la desnutrición crónica y de la marginación social, todo un panorama devastador para el futuro. No queda otra opción más que salir de la burbuja para enfrentar la dura realidad.