Macri accedió al poder falsificando la realidad y montando escenarios ficticios, que mantiene desde el gobierno. La sociedad argentina ante el espejo: complicidades y límites a su presidente más tramposo.
Por Sergio Fernández Novoa
Cada año, la Fundación del Español Urgente (Fundéu) elige una palabra en base al interés que despierta y al uso que de ella hacen los medios de comunicación. En la última selección, ocurrida en diciembre pasado, el término ganador fue populismo, que junto a posverdad estuvo entre los doce vocablos finalistas.
Ambos términos resultan claves a la hora de pensar la producción de sentido y la construcción de la agenda informativa a escala global. También, para abordar el discurso del macrismo y entender por qué el presidente Mauricio Macri es el gran farsante de la política nacional.
A la hora de justificar la elección de populismo, la entidad conformada por la agencia de noticias EFE y el Banco BBVA, y que cuenta con el asesoramiento de la Real Academia Española, argumentó que el vocablo “está viviendo un proceso de ampliación y cambio de significado, cargándose de connotaciones a menudo negativas”.
Fundéu recuerda que “populismo” o “populista” remitían a popular y a “la tendencia política que pretende devolver el poder a las masas populares frente a las élites”, tal como figura en casi cualquier diccionario que se consulte.
Sin embargo, advierte que los medios de comunicación impusieron una acepción negativa del término para aplicarlo a políticos y partidos muy diferentes entre sí y que tendrían en común una “apelación emotiva al ciudadano y la oferta de soluciones simples a problemas complejos”.
Haciendo escuela
Desde la Argentina, donde todo es más despiadado, se podría agregar que el término que en España sirve para designar a Donald Trump o a la ultraderecha europea, es utilizado para denostar al kirchnerismo o a cualquier alternativa a la hegemonía neoliberal.
En palabras del propio presidente Macri, sus funcionarios y aliados políticos, y también de numerosos portavoces de los medios de comunicación, pagar poco de luz, gas o agua es populista, como también lo son los programas sociales, el fútbol gratis por televisión o que el Estado sea un actor que equilibre la balanza entre la voracidad del poder económico y las necesidades de los ciudadanos.
El sentido común que logró imponer el discurso de Cambiemos coloca del lado del populismo al engaño y la mentira, pero también a la igualdad, la justicia social y las aspiraciones de las mayorías. Del otro lado queda la verdad inexorable, que conduce al único camino posible (léase no populista), honesto y verdadero: el capitalismo neoliberal.
“Cambiar es incómodo y cuesta después de muchos años de mentiras”, acaba de decir el presidente. “Siempre les voy a decir la verdad”. “El futuro de la Argentina es que se le diga la verdad”. “Decir la verdad es asumir la realidad tal cual es para enfrentarla”. Son otras frases del repertorio presidencial.
El riesgo que asume Macri con este ardid discursivo es evidente: si la verdad que invoca no es tal, la farsa queda en el centro del escenario e iluminada por todos los reflectores. Algo de esto empieza a ser evidente por estos días, incluso para muchos votantes de Cambiemos.
Mentira es la verdad
Junto a populismo, Fundéu eligió posverdad, neologismo que se utiliza para señalar que “los hechos objetivos influyen menos a la hora de modelar la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. El término indica que lo que queda atrás, lo superado y por lo tanto carente de relevancia es, precisamente, la verdad.
Si la verdad no importa, si lo que quedan son sensaciones, imágenes y prejuicios fuera de contexto y parciales, manipulados como pociones mágicas por los medios de comunicación audiovisuales, lo que llamamos “realidad” se desdibuja.
Entonces desfilan, calando hondo en el imaginario colectivo o intentando hacerlo, según el caso, “los bolsos de López”, los corruptos “contando plata en la Rosadita”, “la bóveda de Báez”, “la violencia de Milagro Sala”, “los carpetazos de Cristina”, “los audios exclusivos de Nisman”, la prepotencia de Moreno y de D’Elía, y una larga fila de etcéteras.
En simultáneo, el presidente que asegura haber terminado con la corrupción en la Argentina está imputado en seis causas judiciales en poco más de 15 meses de gobierno, más que cualquiera de sus antecesores en el mismo lapso.
Un dato complementario: como Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Macri acumuló más de 200 denuncias judiciales en su contra. Es cierto que ninguna de ellas lo convierten en culpable, tanto como que esto es algo que el propio presidente y las corporaciones mediáticas olvidan cuando los denunciados son sus rivales políticos.
Algo similar puede decirse de la “pesada herencia”. Si la pobreza la generaba la política económica y social del kirchnerismo, como Macri insiste una y otra vez, cómo se explica que en poco más de un año de gobierno haya 1,5 millones de pobres más, se dispare la inflación, crezca la desocupación y cierren fábricas y comercios todos los días. Ahí está el punto: la posverdad no requiere explicación.
La trampa
Mauricio Macri es la máxima expresión de la trampa, la mentira y el engaño que haya conocido la historia política e institucional de la República Argentina. Sin embargo, es justo señalar que no es el único responsable del sainete actual.
Son muchos los impostores. Unos cuantos integran el gabinete nacional. Otros se ubican en el Parlamento y hasta visten camiseta de opositores. También los hay en la Justicia, entre los empresarios y en la CGT, cuyo triunvirato viene de producir una pantomima que rozó el grotesco. Y por supuesto, ahí están además los dueños de los medios grandes y sus voceros más afamados.
Pero la gran estafa es posible también por la complicidad de muchísimos argentinos. Por acción u omisión, por odios genéticos o pereza intelectual, un ejército de pregoneros de lo que dicen las grandes usinas de información sostienen niveles aceptables de ponderación favorable al peor gobierno del que den cuenta las estadísticas y la memoria.
Este fenómeno, lejos de ser curioso, se explica por lo que veníamos señalando. Los hechos objetivos parecen tener en vastos sectores de la opinión pública escasa relevancia, predominando lo que dicta el prejuicio y satisface las creencias previas.
La revolución de la alegría
La ensayista Beatriz Sarlo, que enriqueció de contenido a la detracción del gobierno anterior, define al proyecto macrista como aquel en el cual “para la burguesía están los grandes contratos y para el resto del mundo está la felicidad. Es un pensamiento mágico burgués: yo gano y el resto de las personas son felices”.
Artemio López, titular de la consultora Equis, explica que el gobierno de Macri “es el que más daño social ha producido en democracia desde 1983” y que, lejos de un plan demasiado sofisticado, lo hace en base a una estrategia de comunicación que “se dirige al espectador televisivo promedio”, que para el experto “es mentalmente de 9 años de edad”.
Por su parte, el consultor y docente universitario Ricardo Rouvier asegura que la caída en la imagen presidencial de la que dan cuenta todas las encuestas proviene de que por un lado “se ha instalado la incertidumbre que afecta al ciudadano como sujeto social” y por otro ante “la ausencia de un relato que lo integre a una historia mejor”.
Ante este panorama Jaime Durán Barba, mentor de la comunicación oficial, insiste en resaltar la “verdad” como valor de gestión y que reconocer “un error y dar marcha atrás” significa una mejora en la comunicación del gobierno.
Sin embargo, la reiteración de la disculpa disminuye la eficacia y el propio Macri se convierte en un desafío para sus asesores.
La batalla cultural
“Es más fácil engañar a la gente que convencerla de que ha sido engañada”, escribió Mark Twain hace más de un siglo. Todo indica que no estaba errado y que su reflexión mantiene plena vigencia.
Macri accedió al poder falsificando la realidad y montando escenarios ficticios. Mantuvo esa estrategia ya en el gobierno y su táctica, ahora, es negar las consecuencias de sus propias decisiones.
El calendario electoral elevará las dosis de cinismo e hipocresía. Los mejores intérpretes del staff oficial recitaran sus guiones para la celada. Se impone no callar ni ceder ante quienes justifican las barbaridades del presente, muchas de las cuales creyeron ver y condenar en el pasado reciente.
Así las cosas guarda validez el llamamiento a una gran “batalla cultural” que permita poner en evidencia los engaños y manipulaciones mediante un profundo ejercicio argumental.
Es imprescindible, además, encontrar formatos que permitan potenciar los mensajes que estimulen la conciencia crítica y organizar la emisión de las ideas en clave de emancipación con verdadera vocación de masas.
Solo desde allí se podrá promover el diálogo entre quienes tienen coincidencias básicas para romper el cerco de la posverdad y hacer crecer la fuerza que haga posible el fin de la farsa.