Por Eduardo Carrasco*
1.- La palabra “violencia” tiene su origen en la raíz prehistórica indoeuropea wei-, ‘fuerza vital’, fuerza que algunos tienen y de la que otros carecen, o fuerza que algunos tienen en mayor medida que otros. De ella deriva la palabra latina “vis”, que significa “fuerza”, “vigor”, en un sentido muy parecido al actual. “Vis” es lo que hace la diferencia entre el que es capaz de imponerse sobre otro y el que se somete. Pero también la palabra se usa en un sentido más general: Vis tempestatis es la fuerza de una tempestad, su poder devastador y en el Código de Justiniano se habla de una “fuerza mayor, que no se puede resistir’”(vis magna cui resisti non potest). Posteriormente, “Vis” dio lugar al adjetivo violentus que, aplicado a cosas naturales se puede traducir como ‘violento’, ‘impetuoso’, ‘furioso’, ‘incontenible’, y cuando se refiere a personas, como ‘fuerte’, ‘violento’, ‘irascible’. De violentus se derivaron violare -con el sentido de ‘agredir con violencia’, ‘maltratar’, ‘arruinar’, ‘dañar’- y violentia, que significó ‘impetuosidad’, ‘ardor’ (del sol), ‘rigor’ (del invierno), así como ‘ferocidad’, ‘rudeza’ y ‘saña’. De acuerdo al origen etimológico de la palabra existe una violencia que es propia de las fuerzas naturales, y una violencia humana. Ambas tienen que ver con el uso o la manifestación de una fuerza, y, en el caso de los hombres, con el uso que se hace de un poder que se tiene o se adquiere sobre otro.
2.- La frase “todos los hombres son iguales”, para ser verdadera tiene que pronunciarse siempre con la contraria: “todos los hombres son diferentes”. Todos los hombres son iguales y diferentes al mismo tiempo. La igualdad unida a la diferencia es lo que hace que necesariamente las relaciones entre los hombres expresen siempre una tensión inestable más que un equilibrio constante, tensión que tiene su más clara expresión en las relaciones de poder. Dado que la diferencia está en toda relación humana, toda relación es una relación de poder, aunque no en todos los casos el poder se ejerza. La inteligencia, la astucia, la fuerza física, la posición social, el dinero, el género, etc. son diferentes expresiones de la diferencia y todas ellas implican diferencias de poder. Ahora bien, en toda relación de poder hay la posibilidad de un abuso de poder, es decir, de una utilización del poder que da la diferencia en vistas de dañar al otro o de someterlo. De ahí que toda relación de poder puede ser origen de una situación de violencia. Por otra parte, como la sociedad actual se funda en la igualdad ciudadana, el respeto a los derechos ciudadanos, la igualdad ante la ley y la igualdad en cuanto a la condición humana (el hecho de ser mortales y de tener que asumir nuestra propia existencia a partir de nuestra propia libertad), las diferencias de poder han sido reguladas con el objeto de que cada cual pueda hacer su vida sin ser expuesto a una situación de violencia, contando con el respeto de los demás en cuanto a sus diferencias. La organización de este modo de vida social y política en la cual las diferencias de poder quedan reguladas es lo que llamamos “democracia”. En este sentido, la democracia se nos aparece como la forma de administrar pacíficamente la violencia. Aunque en las definiciones de democracia siempre aparece en primer plano la igualdad, en realidad en el trasfondo lo que se piensa bajo esta predominancia es siempre cómo contener y regular el peligro de la diferencia. Es justamente en el seno de esta tensión entre igualdad y diferencia que ocurre el fenómeno de la violencia. La violencia es el ejercicio de un poder que tenemos (o que nos proveemos) sobre otro en el que las bases de la relación se salen de la regulación democrática y se transforman en unilaterales. Se abandona el reconocimiento del otro y se lo atropella en sus derechos o en su ser psíquico o físico, se lo niega como semejante y se lo enclaustra como “otro”. Esta necesidad de regulación social en la que consiste la democracia se hace necesaria debido a que entregado el individuo a sus propias fuerzas, queda expuesto a que en aquellas relaciones de poder en las que él está en una posición débil o subordinada, siempre puede ser objeto de violencia. La violencia solo puede ser contenida por una instancia tercera que tenga el poder de impedirla o neutralizarla. Las relaciones de violencia siempre se dan entre dos polos, el de la víctima y el del victimario. Por cierto, el victimario puede ser un sujeto individual, pero también un grupo, una institución, y hasta un Estado. En el caso de la víctima encontramos siempre, o un individuo, o un grupo. En este último caso puede tratarse de una sociedad, un pueblo, un grupo religioso, o hasta un país. Esta bipolaridad exige que, en caso de que la situación de violencia esté operando, sea un tercero con poder para ello la instancia reguladora que la impida o la regule. Al interior de una sociedad solo un acuerdo general de igualdad y respeto a la diferencia puede constituirse en esta tercera instancia. Ese acuerdo es lo que da lugar a un régimen de protección ciudadana a los derechos de cada cual. La democracia, por tanto, se presenta como un sistema de protección frente a los abusos de poder.
3.- Por tanto, las relaciones entre los hombres, en la medida en que todas ellas llevan implicadas ciertas relaciones de poder, son siempre potencialmente violentas. Al mismo tiempo, la violencia, en cuanto es el atropello del otro y la negación de su carácter de igual o semejante, es por naturaleza la “antidemocracia” por excelencia. En una sociedad democrática la igualdad y la diferencia están reguladas de tal modo que en las relaciones entre ciudadanos la igualdad no quede afectada por la diferencia y, a su vez, la diferencia no se vea afectada por la igualdad. Es de suma importancia asumir que, por lo dicho anteriormente, la violencia se presenta como constitutiva de la relación entre los hombres y no como un hecho aislado y fortuito. En realidad, la violencia latente, aunque nunca se exprese en forma abierta, es una constante de toda relación entre seres humanos. El hecho de que el otro sea justamente “otro”, es lo que hace que toda relación humana sea una tensión inestable entre violencia y lo que estamos llamando aquí “democracia”. Cuando el otro es reconocido en su diferencia, incluyendo en ella su poder, entonces aparece como semejante y se diluye su otredad peligrosa. Cuando el otro aparece simplemente como otro y no como semejante se abren paso todos los fenómenos de protección y búsqueda de una inmunidad frente a él, de rechazo de su otredad y de negación de su presencia. El chovinismo, por ejemplo, es la afirmación de sí mismo negando al otro, la xenofobia y el racismo son el rechazo del otro y la negación de la mismidad que hay en toda relación entre seres humanos.
Si consideramos que la fuerza es lo que establece las relaciones de poder entre los hombres, de acuerdo con el origen señalado, la violencia será una relación en la cual se rompe el equilibrio entre igualdad y diferencia y haciendo uno uso de su poder (vis) sobre otro, impone su voluntad, sojuzga, somete, agrede, utiliza, viola, etc. La violencia es el uso del mayor poder que uno tiene sobre otro (diferencia) – sea este estable o provisorio – sin tomar en cuenta la igualdad que siempre existe necesariamente entre ambos y, por tanto, atropellando sus derechos y también su persona. Hay violencia cuando toda la relación entre seres humanos se reduce a una relación de poder o de fuerza. Por cierto, de acuerdo al tipo de poder que se ejerce sobre el otro, hay diferentes tipos de violencia: violencia física, violencia psicológica, violencia política, violencia policial, violencia de género, violencia infantil, etc.
4.- Si bien la democracia aparece como lo opuesto a la violencia, la propia sociedad democrática no es ajena a la violencia. Siendo la democracia lo que regula la violencia, lo que la impide, lo que la prohíbe, lo que intenta instaurar una sociedad en la que ella quede excluida, la democracia aparece como un sistema que constantemente la tiene en cuenta y hasta puede afirmarse que en cuanto antídoto frente a ella, la contiene en su esencia. Pero como la violencia no queda extirpada de la sociedad sino simplemente contenida dentro de límites que hagan posible la convivencia, puede decirse que cuando se afirma la exigencia de igualdad y solidaridad entre los ciudadanos es precisamente la violencia lo que este tipo de sociedad quiere exorcizar porque la contiene en su seno.
Ahora bien, como la violencia no discute, ni parlamenta, ni acepta acuerdos o compromisos, ella solo puede contenerse en la medida en que se use la violencia en contra suya. Esta violencia que reprime la violencia es la violencia de la ley, o la violencia del Estado. El Estado democrático es violento sin dejar de ser democrático en la medida en que su violencia se limite a retener, detener o reprimir la violencia. Pero se hace violento sin más en cuanto atraviesa esos límites y pasa a ser Dictadura o Estado terrorista. Estas formas de Estado no pueden tener legitimidad ciudadana porque instauran una violencia que ya no busca suprimir la violencia, sino desatarla, transformarla en modo de vida, en circunstancia estable.
5.- Lo que hace posible la violencia ilegítima entre las personas es la diferencia de poder existente entre ellas: los padres frente a sus hijos, los adultos frente a los niños, los hombres frente a las mujeres, el hombre armado frente al desarmado, el superior frente al subordinado, etc. Pero la violencia también “se desata”, esto es, rompe las barreras en las que está normalmente contenida y lleva a cabo sus desacatos: el encapuchado en el espacio libre de vigilancia que posibilita la manifestación, el hincha que sale del estadio enfervorizado con el triunfo o la derrota y se siente protegido en medio de la masa de los partidarios de su equipo, el manifestante encolerizado que busca linchar al que considera culpable de un crimen, etc. Todos estos son fenómenos de masa, pero también los individuos pueden desbordarse y dejarse llevar por la cólera, el impulso sexual, la indignación, los celos, etc. La violencia aparece en todos estos casos como incontención, rompimiento de los límites, desenfreno, sean estos frenos los que el propio individuo se pone en su vida cotidiana, o los que pone la propia sociedad a través de sus organismos represivos. Con ello se pone en evidencia de nuevo lo que ya hemos dicho: en la situación “normal” la violencia solo está contenida, reprimida, sujetada, pero potencialmente activa.
Un tipo especial de violencia que afecta directamente las bases mismas de la convivencia humana, es decir, que es especialmente antidemocrática, es la relativización y negación del discurso de la verdad, que es la palabra que une a los hombres, y genera entre ellos un terreno común que es la base de toda convivencia civilizada. El lenguaje presupone una confianza mutua entre los hablantes que es su condición de posibilidad. Si ella desaparece y se da lugar a la mentira descarada, al engaño, a la desinformación, al ocultamiento o a la disimulación, se acaba la potencia unificadora del lenguaje y las relaciones entre los individuos se transforman en meras estrategias de dominio. Es lo que ocurre en el caso de la transformación del otro en enemigo, en oponente irreductible con el que solo vale la sujeción por medio de la violencia y es lo que ocurre también cuando se excluye el diálogo y con ello todo posible acuerdo con el otro. Cuando se destruye el discurso de la verdad, haciéndolo valer lo mismo que el de la apariencia, cuando todo se transforma en una cuestión de forma y de procedimiento con el objeto de reforzar el poder de convencimiento, independientemente de que lo que se diga sea verdad o mentira, cuando todo viene a presentarse como un problema de publicidad y no de ideas o principios, entonces es que se ha llegado al máximo grado de distanciamiento entre los seres humanos. El lenguaje, el descubrimiento más importante y decisivo de la humanidad se transforma en un mero instrumento de poder haciéndose valer únicamente la voluntad del que ejecuta la maniobra porque cuenta con los medios para instalar el engaño en las cabezas de los ingenuos. Lo que conlleva la transformación del pueblo en una masa acrítica, ignorante y seguidista, que renuncia a pensar por sí misma y que repite borreguilmente lo que el líder se encarga de informarle. La instrumentalización de los seres humanos y la destrucción del discurso de la verdad es un supremo acto de violencia que preludia otros peores que seguramente ésta traerá posteriormente consigo.
Como lo hemos dicho, también la violencia política se da con la exclusión del otro, sea por el desconocimiento de su existencia, sea por la desvalorización de sus modos de vida, sea por la afirmación ciega de lo propio y la consideración de esto propio como único válido. A estos tres aspectos corresponde el discurso chovinista, nacionalista, xenófobo y racista ya citado. Según este discurso, la culpa de los males que se viven en el país proviene de la presencia del otro, del inmigrante, del musulmán, del mexicano. Es este el cáncer que debe extirparse para que el cuerpo sano y puro recupere su vigor. Es la política de la inmunidad frente a la parte impura que hay que aislar y expulsar. Este tipo de afirmación ciega de lo propio y de desprecio del otro es la negación de la universalidad humana que la historia ha ido asentando en el mundo con tanta dificultad. Desde que aparece el pensamiento en la historia humana, su rasgo más importante ha sido precisamente la aspiración a la universalidad, el poder hacer afirmaciones que sean válidas para todos los seres humanos. El arte, la filosofía y la ciencia son precisamente los logros en los que se pone de manifiesto esta universalidad. El nacionalismo y la xenofobia son lacras anti humanistas que corroen estos avances y que presagian tiempos de violencia cuando no pueden ser debidamente neutralizados. Lo terrible de estas tendencias es que cuando comienzan a llevar a cabo su labor destructiva es muy difícil detenerlas.
6.- Por lo tanto, la democracia es la respuesta social y política para frenar la violencia. Este freno requiere además de una cultura de la no violencia sostenida en creencias, ideas, tradiciones, cultos, costumbres, usos, etc. que le den a las prohibiciones sociales y al establecimiento de los límites, un suelo sólido en la conciencia de los ciudadanos. No es posible terminar con la violencia, porque ella siempre ha estado ahí y seguirá estando ahí. La raíz de la violencia está en el hombre mismo y en su modo de relacionarse con los demás hombres. No hay cómo impedir definitivamente las consecuencias negativas de la diferencia ni su uso abusivo cuando se transforma en poder que puede ser ejercido en contra del otro. Solo es posible neutralizar y reprimir estas consecuencias, en lo posible reducirlas a una mínima expresión, debido a que la diferencia no solo es una circunstancia en la vida humana, sino también una situación positiva y necesaria. El sueño de una sociedad igualitaria solo tiene sentido en cuanto también exista en ella el respeto a la diferencia y la neutralización de sus consecuencias negativas.
*Profesor de Filosofía de la Universidad de Chile