Por Bernard Cassen

Todos aquellos que no tomaban en serio a Donald Trump o que pensaban que una vez electo endulzaría sus dichos y sus promesas de campaña, se equivocaron. Es cierto, el nuevo propietario de la Casa Blanca da mucho más que pensar como hablador histriónico y melómano que como jefe de Estado; es cierto, el Congreso, aunque con mayoría republicana, tampoco le dejará las manos tan libres. Pero la realidad se impone: el millonario es, de ahora en más, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas de la primera potencia mundial y está dotado con poderes ejecutivos propios nada desestimables. El discurso del día de su investidura, el 20 de enero, y luego la ráfaga de decretos presidenciales firmados que derogan los de su predecesor, no muestran la menor intención de modificar el rumbo definido en sus discursos y sus twits anteriores.

Parafraseando la célebre frase del general de Gaulle quien, al evocar su viaje de agosto de 1942 al Líbano y a Siria, escribía en sus Memorias de guerra “Hacia el complicado Oriente, volaba yo con ideas simples”, podemos decir que Donald Trump sobrevuela los problemas geopolíticos mundiales complejos con algunos slogans simplistas, como las tantas declinaciones de America First. Para él, y eso en todos los campos, los EE.UU. tiene que cobrar lo que vale, en su sentido estricto. Y mala suerte si, como en en una empresa donde solo cuentan los intereses de los accionarios, esta lógica implica restructuraciones o incluso término de relaciones internacionales que hasta hoy se consideraban sagradas.

El vínculo transatlántico es el primer blanco de esta nueva política. Ni hablar de mantener en su estado la Organización del Tratado del Atlántico Norte (Otan) creada en 1949. Esta alianza se considera “obsoleta” porque ahora Rusia –contrariamente a la URSS– no solo no representa una amenaza para Europa sino que se convierte en socia estratégica indispensable contra el único adversario que cuenta: China. Además, la OTAN es demasiado cara para el contribuyente estadounidense que la financia en un 70 %. Si los europeos la quieren a toda costa, deben pagar su precio con un sustancial aumento de la propia parte contributiva para que funcione. Y aún así, no tienen ninguna garantía de la aplicación automática del artículo 5 de la Organización, que prevé un compromiso militar de todos sus miembros en caso que uno de ellos sea víctima de agresión.

La Unión Europea (UE) tampoco recibe un trato mejor. Para Trump, no es otra cosa que un instrumento de Alemania –rival industrial de los Estados Unidos– lo cual justifica un Brexit, según él, que tendría que ser imitado por otros Estados, como también, y entre otras medidas proteccionistas, la amenaza de un aumento de los derechos aduaneros para los vehículos alemanes importados a los Estados Unidos.

Frente a estos ataques, los dirigentes europeos se ven de pronto fuera de combate. De una plumada, el sucesor de Barack Obama acaba de tirar al tacho de basura de la historia los dos principales pilares de las políticas de su propio país y de la UE: de un lado el libre mercado y del otro el atlantismo, es decir, el alineamiento con Washington que constituía una segunda naturaleza para la mayoría de ellos. Están en condición de náufragos de un barco que sigue su ruta y los abandona, prisioneros de un tratado de Lisboa que hace mención explícita de la OTAN y que sacraliza las “libertades fundamentales” de la UE que son la libre circulación de los capitales, de los bienes y de los servicios. Tantas referencias puestas en ridículo por Donald Trump y, además, rechazadas por grandes sectores de la opinión pública.

Se entiende el desconcierto que reina en las capitales europeas pero, sin hacerse muchas ilusiones, era de pensar que podrían haber manifestado algún sobresalto en respuesta a las palabras atronadoras de Trump y al profundo desprecio que muestra por los dirigentes de la UE, excepto por Theresa May promovida al estatus de socia privilegiada de Washington. Sin embargo, el Consejo Europeo que se desarrolló el 3 de febrero en La Valette, capital de Malta, no concluyó con ningún tipo de contraataque colectivo. Los Veintiocho (en realidad deberíamos decir los Veintisiete + 1, el Reino Unido) agacharon la cabeza con la esperanza de que el maleante no se asocie finalmente con Rusia y mejore sus sentimientos en favor de la UE y de la OTAN. En inglés a esto se le dice wishful thinking: tomar los propios deseos por realidad…

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