Cuando aun Bernie Sanders vivía como posible candidato a la presidencia de Estados Unidos y un agradable e inusual olor a revolución política atravesaba el ambiente electoral norteamericano, The New York Times publicó un artículo de cierto periodista austríaco, alarmado por las similitudes entre el entonces pre candidato Donald Trump y Adolf Hitler.
Y es que Donald Trump, más que comportarse como hijo de su momento, recicla ciertas posturas retrógradas del nazi-fascismo. A esto el politólogo italiano Emilio Gentili le llamaría fascismo genérico.
Si bien es cierto que Trump, a diferencia del nacional-socialismo alemán no tiene nada que ver con un origen de masas fabriles, no quedaría en vano destacar que buena parte del electorado que le votó se encuentra entre la baja clase media norteamericana, conservadora de los valores más cáusticos de los llamados WASP –white, anglosaxon, protestant-.
La pequeña burguesía fue la misma clase que dio un apoyo incondicional al NADSP –National Sozialistische Deutsche Arbeiterpartei– en los años treinta del pasado siglo. Y es que la clase media burguesa, cuando se deprime económicamente es susceptible a dos variaciones, o se radicaliza, como lo hizo con Bernie Sanders, o toma posición con el bando reaccionario. Dando el voto a Trump.
En Alemania la pequeña burguesía se había negado a apoyar una revolución de comunistas encabezada por Roza Luxemburg y Karl Liebknecht. Apoyaron el sofocamiento de 1918 y 1919 y desde la socialdemocracia del momento dieron visto bueno al asesinato de estos dos líderes.
Sentaron así el precedente para que naciera entre ellos y los obreros, un discurso que tuviera grandes rasgos chauvinistas, hablase de manera confusa de justicia social y libertad, y aplicase la mano más dura que los socialistas, para eliminar la amenaza bolchevique.
La democracia liberal permitió el ascenso de Hitler con la variante germana de Mussolini. La República de Weimar, raída después de la guerra imperialista de 1914 a 1918 estaba en quiebra, sin economía y con el orgullo nacional herido. O se constituían en sóviets, o en fascistas.
El sistema capitalista colapsaba. O se eliminaba el problema por la extrema izquierda o por la extrema derecha. De la forma en que estaba no se iba a quedar. Ni Hitler ni Trump son personajes únicos, excéntricos y alocados, son productos de un sistema en crisis.
Para entonces el pueblo judío había detentado una alta posición social. Segregados del poder religioso y político habían cultivado el oficio de los bancos y las artes libres. Al no tener una iglesia vivieron errantes llevando con ellos su religión. Cuando en Francia la revolución de 1789 y en Alemania la Reforma, llevó a sus sociedades la modernidad burguesa en el cuerpo de la ley y de la fe, los judíos supieron acogerla en la interna de su micro-sociedad.
Eran entonces, los perfectos burgueses cultos, con un cuerpo nacional dentro de la nación alemana. Vivían como la sombra. Ellos estaban allí, y eran imagen y semejanza de la sociedad, pero aunque eran la imagen del éxito económico no eran el éxito alemán.
Para más, los judíos se cubrían de fama de subversivos. Marx y Trotski eran los más vivos ejemplos. No les interesaba a estos dos destacar su origen, tampoco les incomodaba, pero mientras los Trotski hacían la revolución, los Bronstein pagaban los platos rotos.
Los judíos fueron perseguidos por Hitler y sus seguidores porque representaban para la mentalidad reaccionaria los que podían entregarle el país a los invasores franceses –sus enemigos de guerras territoriales-, o a los invasores marxistas –sus enemigos de ideología y lucha de clases-.
Hoy, en Estados Unidos, los mexicanos y los musulmanes viven la misma situación que los judíos de la antigua Alemania. Incluso, los primeros, han creado un nuevo cuerpo étnico: los chicanos. No pocos, debido a la segregación capitalista, se ven vinculados al hampa –el Chapo Guzmán-; no pocos hacen la revolución –el Sub Comandante Marcos-.
Hoy en Estados Unidos no se vive la amenaza bolchevique, en cambio, sí la amenaza del ISIS. Los mexicanos y los musulmanes, al igual que los judíos de Alemania, no son norteamericanos: ellos representan al enemigo del siglo XX reciente, el crimen organizado y el terrorismo. Así los vio Hitler, así los ve Trump.
Ellos serán el chivo expiatorio que se engullirá el lobo chauvinista. Ya lo vivió Estados Unidos antes con el macartismo. En nombre de la patria se perseguían los comunistas. En nombre de la patria se perseguirán supuestos narcotraficantes y terroristas.
No harán falta campos de concentración. Hace años se emplea Guantánamo, ocupado de manera ilegal a Cuba, en la tortura de supuestos terroristas. El capitalismo se ha actualizado.
Trump no se limita a la política interna y reedita el Pacto Ribbentrop-Mólotov acercándose a Putin como antes lo hiciera Hitler con Stalin. Y es que dos grandes potencias totalitarias, como es regla, desechan la democracia liberal burguesa.
En el prefacio de la Segunda Guerra Mundial, cuando en Europa era norma el totalitarismo, estos hicieron alianzas entre ellos. Primero se unieron los de derechas, los Hitler, Mussolini, Franco, Salazar, Horty, Metaxás y Carol II. Después se aliaron con Stalin. Después vino la guerra.
Hoy Trump, Putin y Nigel, le dan la espalda a la Unión Europea. Lo doloroso es que al parecer, otra vez, como mismo otras tantas –en Argentina en 1976 fue así-, el fracaso de la democracia liberal es superado no por el camino de las izquierdas revolucionarias y humanistas, sino por la senda de las derechas conservadoras y decadentes.