Por Cristián Alarcón
Marcela Turati, periodista mexicana recientemente premiada por la Universidad de Harvard, lleva varios años contando el horror de las víctimas de la guerra contra el narcotráfico en su país. Sus crónicas, retratos vivos de un dolor similar al que América Latina ha transitado con las dictaduras militares, son el mejor exponente del nuevo periodismo mexicano, que busca romper los viejos esquemas para mostrar la complejidad de su país.
Hacía mucho tiempo que Marcela Turati escuchaba, armada con su libreta y su grabadora, a las víctimas de la guerra contra el narco. Y en cada relato de sangrienta factura, ante cada imagen del vacío que deja un hombre cuando se lo llevan arrastrando de su cama, ante el dolor de la desaparición latiendo en los que quedan, Marcela Turati se concentraba en los datos, en la historia, en la voz, y conseguía, profesionalmente, no largarse a llorar. El llanto es algo que se reprime en las entrevistas con los que padecen, porque el derecho al llanto es del otro. No hay manuales para hablar con los que sufren, pero existe la ética que uno lleva adentro impresa por sus experiencias, por los códigos con los creció, por los libros que leyó y por las enseñanzas de sus maestros: en la ética de Turati durante largo tiempo el llanto con el otro estaba excluido. No sabía la periodista, premiada hace dos semanas por la Universidad de Harvard, que la guerra contra el narco declarada por el ex presidente Felipe Calderón produciría un horror tan siniestro como el de las dictaduras de América Latina. No sabía, cuando comenzó con sus reportajes sobre comunidades indígenas, sus perfiles de líderes sociales, sus primeros pasos, que el dolor no podría quedar sólo del lado de la víctima o el familiar entrevistado, sino que inevitablemente, un día llegaría a ella, y entonces ella, más allá de cualquier convención sobre lo que es ser periodista, se echaría a llorar.
La conocí hace muchos años en el taller de crónicas que dictó para la FNPI Rizsard Kapuscinski en DF, hace ya unos 12 años. Éramos unos impertinentes en pleno despegue: nos negábamos al sopor de las redacciones ya en proceso de burocratización, no nos conformábamos con escribir notas, queríamos avanzar hacia la literatura, hacia los libros, hacia proyectos trascendentes. El cronista polaco, que por entonces no era una estrella global o al menos en el sur no lo era, nos dio un consejo que nos marcó para siempre: no se resignen al día a día, creen su propio taller, un espacio paralelo al de las redacciones para pensar, acumular información, escribir. Desde entonces la he visto en muchas ciudades y en cada ciudad la he vuelto a escuchar convencida de su trabajo incesante. En ese devenir vivió por varios meses en Buenos Aires, en el 2005, cuando yo comenzaba a dar talleres de crónica. Allí estuvo. Era una galería de arte en Palermo a la que solía llegar averiado los sábados por la mañana y escupir algunas conclusiones bestiales que luego se fueron volviendo más claras. La crónica es una versión insospechada de lo real, es una de ellas. La compartimos, la volvimos un código morse entre nosotros. Su búsqueda de lo luminoso en medio de la obscuridad del narco es un ejemplo de esa propuesta. Lo consiguió en dos libros que quedarán para siempre: Fuego cruzado, donde cuenta el narco desde las víctimas por primera vez. Y Entre cenizas, el último, de creación colectiva, donde se leen las historias de los que se atreven a sobreponerse al narco, al poder narco estatal, y lo desafían con organización, con optimismo, con creatividad.
Para una periodista que siempre eligió la calle a los escritorios no es fácil marcar el día que comenzó a cubrir lo narco. Quizás fue la primera vez que llegó a un pueblo después de una noche de espanto, en 2008. Fue en Villa Ahumada, entre Chihuahua –donde Turati se crió y donde viven sus padres y sus seis hermanos varones– y Juárez –a donde ya ha ido tantas veces que también se siente en casa. Villa Ahumada era un lugar que conocía bien, como todos los que viajan por la frontera con los Estados Unidos: es allí donde los autos paran en la ruta para comer las mejores quesadillas de la región. Turati llegó al pueblo por una noticia incompleta: en el lugar había renunciado toda la policía. En realidad, supo apenas pisó las calles polvorientas de Ahumada, un convoy de cuatro autos y camionetas con sicarios encapuchados había matado a tres, habían “levantado” a seis, y se habían pasado la noche del sábado disparándole a la presidencia municipal. A Turati le llamó la atención más que la performance narco una escena que le contaron los vecinos. “A la 1 de la mañana del domingo, con la fiesta en pleno apogeo, la quinceañera empezó a llorar”, escribió en el diario El Universal para comenzar la crónica.
Recién dos años más tarde Turati se encontró con el llanto propio. En noviembre de 2010 la invitaron a su ciudad, Chihuahua, para presenciar el encuentro de los familiares de unos 60 desaparecidos. Uno de los organizadores anunció que allí había una periodista. Fueron 40 las mujeres que se pararon y quisieron sentarse a hablar. Turati puso el oído al lamento y la memoria de las 40. Le llevó todo el día y parte de la noche. En la siguiente jornada las madres de los desaparecidos decidieron hacer su propia performance para despedirse. Leyeron poemas que les escribieron a sus hijos y luego el “No te rindas”, de Mario Benedetti. “No te rindas, por favor no cedas, aunque el frio queme, aunque el miedo muerda, aunque el sol se esconda y se calle el viento”. Las mujeres decidieron despedirse con un abrazo y con ese imperativo: no te rindas. La armadura de su libreta no le alcanzó a Marcela Turati para mantenerse a la distancia suficiente y frenar las lágrimas. Sin poder evitarlo, se echó a llorar. “Varias de ellas llegaron y me dijeron, y usted no se rinda, que usted tiene que hablar de nosotros. Lloré muchísimo. Me solté y todavía me pasa. Hace poco cuando fueron con Peña Nieto, le contaron sus casos desesperadas, y a pesar de que muchas veces he oído las historias, empecé a llorar otra vez cubriendo la noticia”.
Vuelvo a ver a Marcela Turati seca de todo llanto, y consciente del proceso que vive como narradora del dolor ajeno. Habla ante un auditorio de académicos de la literatura y de las ciencias sociales en el Foro ‘La Nueva Crónica Latinoamericana. Diálogo Entre Académicos y Periodistas», en el prestigioso LLILAS, el Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Texas, Austin. En su discurso cuenta sus libros y cómo ella y un grupo de mujeres de prensa mexicanas fundaron Periodistas de a Pie, una organización que entre otras cosas ayuda a los periodistas a entender la violencia, y prepararse para cubrirla. En muchos de los talleres, dice, siempre surge la pregunta: “¿si lloro aún sirvo para ser periodista?”. La idea de demostrar una emoción, cualquiera sea, está vedada, sobre todo para un periodismo como el mexicano marcado por la premisa liberal de la objetividad, tan norteamaricana. Sin embargo en el foro por primera vez se habla sobre el cruce que propone entre otras la revista Anfibia, de la Universidad de San Martín, la permeable frontera entre narración y conocimiento. Algo de eso hay en este nuevo periodismo mexicano que representa Turati: la necesidad de romper los viejos esquemas para mostrar la complejidad de su país. Son los cronistas los que mejor han logrado hacerlo, más cerca de la literatura que del viejo periodismo. “Esta violencia nos cambió en todo. De pronto me invitan a foros de periodismo y activismo. De pronto empezamos a trabajar con académicos, y formamos el blog Nuestra aparente rendición. Empezamos a hacer mapas con las masacres. A hacer monumentos, memoriales. De pronto me pregunto qué soy. Entonces dejamos de ser nosotros, los de antes”. Turati habla para un auditorio que la sigue desde el silencio del homenaje.
Así fue cuando hace dos semanas la periodista que llora habló para un auditorio selecto en Harvard. “¿Cómo logras que el muerto 100 o el 10 mil o el 100 mil sigan interesando? ¿Cómo logras mantener viva la indignación del lector en cada nota y la esperanza de que las cosas pueden ser cambiadas? ¿Cómo te limpias el alma de tanto horror?”, les dijo. Eran entre otros los 24 periodistas de distintos países del mundo que cada año Harvard premia con la beca de la Fundación Nieman. Los periodistas eligieron a Turati por su “coraje en la cobertura del crimen organizado” y por su “papel en el entrenamiento y protección de los periodistas en México”. Ante los referentes de la universidad Turati denunció lo que pasó en su país durante lo que llaman “el sexenio de los muertos”, el gobernado por Calderón. “En este periodo obscuro han muerto o desaparecido más de 80 colegas”, dijo. “Calderón, su vecino desde la semana pasada cuando comenzó una estancia aquí mismo en Harvard, hasta donde sido perseguido por las protestas por su estrategia mortal para combatir las drogas –arremetió-. Su estrategia ha matado a muchas más personas que las que matan las drogas mismas. Ahora, con tantas familias rotas, y viendo que algunos estados en Estados Unidos están legalizando el uso de ciertas drogas, la pregunta en México es: ¿A quién sirvió tanto dolor?”.
Turati es tan clara cuando escribe como cuando habla. Tiene, en sus textos, en sus libros, y en su activismo diario la claridad del converso. Turati tiene 38 años. Hace 20 era una chica conservadora, de escuela de monjas, que casi militaba en la línea de su padre, un cruzado contra el aborto, un abanderado de la familia católica. Fue justamente la iglesia donde Turati encontró el desvío al camino patriarcal: como muchos jóvenes católicos antes de comenzar la universidad se tomó un año sabático para hacer trabajo voluntario entre los más pobres. De la mano de las monjas de su escuela, las Hermanas de la caridad del verbo encarnado, pasó un semestre junto a los indígenas Tarahumaras. De la sierra Turati se movió a los Estados Unidos, en St. Louis, Missouri. Por las mañanas estudiaba inglés junto a un grupo de refugiados políticos, por la tarde era voluntaria en un hospital de moribundos: “me tocaba servirles el agua”. La compasión –esa que se comprende solo cuando se puede ver al otro en su justísima dimensión–, no la lástima:; la compasión, y el contacto con curas que venían de Centroamérica, con sobrevivientes de las guerras en Guatemala, Nicaragua, El Salvador, terminaron de convertir a Marcela Turati. Esa fue la bisagra. Después; ser periodista: escuchar, escribir.
En diciembre, durante el primer mes del nuevo presidente del PRI, Enrique Peña Nieto, Turati volvió con la memoria a la sierra Tarahumara. En el pueblo de Guadalupe y Calvo un comando armado recorrió los barrios matando con puntería narco: en total a 11 varones menores de 39 años. “Pero al día siguiente la noticia solo la traía un diario”, dice. Turati tiene ahora una nueva preocupación: ya no es que los medios hablen de la violencia sólo contando cadáveres, como con el terrible ejecutómetro. “La novedad es que ahora no se habla. Con el caso de Tarahumara he preguntado a los reporteros qué pasó. Me dicen en las televisoras que hay orden directa de no mencionar la violencia narco. Algunos porque quieren una concesión de televisión abierta. En cada Estado el PRI, está comprando toda la publicidad de los medios. En Zacatecas los medios firmaron un acuerdo para publicar las notas de violencia en una página pequeña, y ya nunca más en portada”. En México la estrategia de la paz no tiene que ver con el fin de la impunidad. Es una cuestión de marketing político. Peña Nieto ahora, asumiendo que la guerra contra el narco fue un fracaso, solo quiere hablar de su plan hambre cero. “Siento que hay un blindaje que para algunos es protectivo y es normal –advierte Turati–. Ahora la gente habla de las víctimas como lo que pasó en el sexenio anterior. Lo de los desaparecidos ya fue. Ahorita hablemos de la paz. Desaparecieron esas noticas, y no se quiere ver que esto va a durar generaciones. Es muy fuerte esta negación”.
Las conciencias de los lectores, de los que miran la TV mexicana, la preocupación masiva por un drama que dejó según las últimas cifras 101.000 (ciento un mil) muertos y más de 26 mil desaparecidos, se pueden refugiar en el discurso nuevo de la mágica paz de Peña Nieto. Los periodistas como Turati, y sobre todo las nuevas organizaciones a la manera de las Madres de Plaza de Mayo y los organismos de Derechos Humanos argentinos, han nacido ante el genocidio mexicano, no se dejan engañar. Turati lo sabe desde aquella tarde cuando llegó a Matamoros. Los forenses sacaban cientos de cadáveres de una fosa común. Una madre se le acercó, muy enojada y le dijo: “por qué llegaron hasta ahora, llevaban dos años desapareciendo la gente, y nosotros parecía que hablábamos desde abajo del mar”. Lo sabe desde que otra mujer se le acercó en la presentación de su libro Fuego Cruzado en el que contaba la historia del hijo. La madre le dijo “Póngale por favor que usted es testigo de la búsqueda de mi hijo, porque el día que lo encuentro se lo voy a mostrar”.
Y lo sabe porque el domingo volvió a escuchar la noticia: mataron de 18 balazos al periodista Jaime Guadalupe Domínguez, director del portal Ojinaga Noticias, de Chihuahua. No hay manera de no recordar nuestro propio horror, el argentino, el sudamericano, durante las dictaduras. El ejercicio de la justicia y la memoria parecen volver como una lucha necesaria en este contexto mexicano tan distinto, pero en el que la pobreza, la desigualdad, el estado criminal y corrupto son otra vez la clave de la tragedia. “Cuando la violencia es exógena, ya la respiraste, está en tus poros, la impunidad está ahí y te piensas que no va a haber pena ni castigo –dice Turati, la periodista que se permite llorar–. Solo con una justicia eficiente, que encierre culpables, que castigue la muerte, la desaparición, el crimen, hay esperanza”.