Días atrás culminó en República Dominicana la V Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC). Las crónicas y notas de análisis han coincidido en señalar que los documentos aprobados, la Declaración de Punta Cana, 20 Declaraciones especiales y el Plan de Acción 2017, expresan de manera inequívoca la voluntad de defender y continuar avanzando por el camino de la integración regional soberana.
Sin embargo, sería ingenuo pretender que la integración atraviesa su mejor momento. Si estudiáramos el tablero de las relaciones internacionales exclusivamente a través de formulaciones diplomáticamente correctas, podríamos opacar la necesaria lectura política. Confundir la expresión de las mejores intenciones – aún cuando éstas sean importantes y marquen el rumbo – con el estado cierto de las cosas, puede llevar a groseros errores. Creer que es suficiente contar con un grupo de dirigentes excepcionales para impulsar la dinámica histórica en dirección favorable a los pueblos es abandonarse a una brújula inestable y perder el calibre colectivo de los acontecimientos.
El proceso de integración venía sufriendo turbulencias, ante el viraje político sufrido en algunos puntos de América Latina y el Caribe, en donde el poder económico concentrado retomó las riendas, por vía legal, ilegal o como combinación de ambas. Dichas previsiones no han desaparecido, aunque el remezón del resultado electoral en los Estados Unidos haya puesto un paréntesis de sorpresa a las certezas anteriores.
En esta V Cumbre de la CELAC, al igual que en elecciones y plebiscitos recientes, el factor de la abstención ha sido un dato de máxima importancia. Veintiún primeros mandatarios, casi dos tercios de los treinta y tres países miembros, no acudieron a la cita. Aunque los treinta cancilleres presentes suplieron adecuadamente la representación institucional, es pertinente dejar plena constancia de las ausencias. En su mayoría los cómplices del debilitamiento de la integración. Es decir, los nuevos-viejísimos gobiernos neoliberales y plutocráticos de derecha. Mirar apenas el tercio lleno del vaso y no interpelar el vaciamiento restante, sería inadecuadamente parcial.
Sin embargo, así como las grandes causas históricas no dependen en última instancia solamente de las grandes personalidades – aunque la historia escolarizada lo haga creer una y otra vez – mucho menos puede atribuírsele a pequeños hombrecillos mezquinos hoy encaramados en la cúpula de algunos estados como Argentina, Brasil, Perú, Paraguay, Guatemala, Honduras o México entre otros, el poder de detener o torcer los designios de integración.
En América Latina, el esfuerzo de gobiernos y movimientos progresistas y revolucionarios ha logrado alcanzar niveles de articulación interestatal sin precedente, lo cual es contraatacado – como en décadas pasadas – por fuerzas antidemocráticas y corporativas, en un renovado Plan Cóndor de la oligarquía cultural y financiera de la región, en complicidad con padrinazgos y patronazgos de los países del Norte global, para desvirtuar las esperanzas de soberanía y emancipación.
La fortaleza emergente de estamentos como Unasur, Mercosur, Alba, Petrocaribe y la más reciente Comunidad de Estados de Latinoamérica y el Caribe (CELAC), representan un desafío imponente a los esquemas de dominación neocoloniales y sufren por ello la inexorable reacción del poder geopolítico, indispuesto a ceder en sus pretensiones hegemónicas.
Sin embargo, esta explicación, aún cuando coherente y convincente, es todavía insuficiente. Se hace necesario levantar la vista y ver qué sucede en el vecindario mundial.
En los últimos tiempos, la preponderancia de dinámicas desintegradoras se ha hecho evidente. No es que no existieran anteriormente, sino que han cobrado estado público y además alcanzado los reductos del análisis como categorías inevitables.
USA/Brexit: De la unipolaridad a la unilateralidad.
La elección de un acaudalado blanco machista y xenófobo a la presidencia norteamericana y la decisión británica de desacoplarse de la Unión Europea, no se explican solamente por el eco que encuentran sus proclamas próximas al fascismo en los sectores de población angustiados por los efectos de la globalización. Efectos que no sólo deben verse en el ámbito económico, con la deslocalización de manufacturas o el desplazamiento de la economía hacia el sector servicios en desmedro del antiguo escenario fabril.
El incremento de la movilidad humana, las comunicaciones y la extensión del desastre a escala global arroja a grandes contingentes de desesperados desde las periferias a los países centrales, provocando fuertes tensiones interculturales y sociales.
El abrupto cambio de dirección en dos potencias centrales entroncadas por el árbol genealógico del imperialismo, constituye una variante táctica de los creadores del desastre para intentar seguir comandando los destinos del Titanic sistémico. Los avances de China, Rusia e India en el campo económico y también militar junto a las distintas alianzas multilaterales, amenazan con acabar con el predominio excluyente de Occidente en la geopolítica planetaria y en los organismos ligados a esas relaciones de fuerza.
En términos políticos, lo que aparenta ser el rasgo caprichoso de una mentalidad obtusa que quiere patear el tablero al verse derrotado con las reglas propias, es precisamente la confirmación de la decisión de querer variar el rumbo ante el inminente motín universal.
Pero además de ello, el golpe de timón revela las grietas siempre existentes pero ahora agravadas entre distintos sectores del poder capitalista. El exceso financiero ha destruido a la economía, reemplazando la generación de valor a través de la producción por un mercantilismo de fantasías especulativas. En este esquema, no sólo han perdido los más pobres, sino también muchas capas intermedias, locales, que ahora reaccionan.
Esta variante rancia del habitual nacionalismo gangsteril de los EEUU – con Obama algo más recatado en las formas pero no en el fondo – asume sin medias tintas la tradicional doctrina geopolítica del “realismo” (desarrollada por E. Carr y H. Morgenthau entre otros y abrazada fervientemente por Kissinger) afirmando relaciones egoístas y competitivas entre los Estados y promoviendo un carácter “anárquico” en las relaciones internacionales, sustentadas sólo en el poder relativo de cada Estado.
En términos morales, el signo centrado en el propio e inmediato interés señala un rumbo peligroso para la convivencia. Es la derogación coercitiva de las últimas cláusulas vigentes de un contrato social que, por otra parte, viene mostrando hace tiempo la necesidad de su renovación. Esta ruptura unilateral no representa en absoluto un paso evolutivo, sino la inmoral asunción decisiva del salvajismo-espejismo de lo individual, de lo eminentemente diferencial, por sobre la indudable complejidad de lo colectivo y sus interdependencias.
Pero la crisis es general y va mucho más allá de lo político o económico, afectando todas las esferas sociales e interpersonales. Los antiguos lazos se disuelven sin ofrecer ya sustento, las relaciones personales son cada vez más efímeras, la cooperación tiene al cálculo por acompañante y la solidaridad se vuelve una sombra convertida en insustancial caridad individual. Como en otros períodos históricos, al aparecer incierto el futuro y trágico el presente, pueblos y personas vuelven el rostro en actitud nostálgica hacia paraísos perdidos, deformando e idealizando en retrospectiva situaciones sufrientes e irrecuperables.
Corren épocas donde soplan huracanes de desintegración, de salvacionismo hedonista, de maltrato, segregación y discriminación.
En este mar de corrientes centrífugas, navegan con viento en contra los intentos integradores, únicos sin embargo capaces de sacar a flote la barca común.
Porqué la integración de los pueblos es la puerta hacia adelante
La globalización ha muerto, proclama el profesor y vicepresidente de Bolivia García Linera. Pese a los esfuerzos de China, cuyas pretensiones de liderar el librecomercio capitalista ha señalado en la última Cumbre APEC y en Davos su presidente Xi Jinping, parece efectivamente haberse cerrado el ciclo globalizador, en tanto principal paradigma, táctica y técnica de dominación imperialista instrumentada a través del “consenso” decidido por Washington.
Desconozco si ha sido la intención del autor de la frase, sin embargo, es casi inevitable, entre los pliegues de esta afirmación fuerte, no rememorar aquella otra gran muerte enunciada por el filósofo alemán Nietzsche. La sentencia “Dios ha muerto” señalaba el ocaso de un sistema de valores, una radical orfandad y por ende, la necesidad de nuevas construcciones que abran una puerta de posibilidad al callejón oscuro al que pareciera habernos confinado la decadencia de este período histórico.
Si la globalización ha muerto, enhorabuena. No la lloramos en absoluto. Pero la mundialización, aquella tendencia que por momentos muchos confundían con aquélla, no ha muerto y crece, más allá de muros y murallas. La mundialización, explica el Diccionario del Nuevo Humanismo, es el “proceso hacia el cual tienden a converger las diferentes culturas sin perder por esto su estilo de vida y su identidad.” La indetenible interconexión entre pueblos y naciones genera una malla que hace que todas las cuestiones adopten características mundiales y deban ser abordadas de ese modo. Se trate de desigualdad o cambio climático, de alimentación, de ampliación del conocimiento, de paz o de derechos humanos, nadie está en condiciones de resolverlo por su cuenta, separado del resto.
El principal conflicto de la época – la impúdica concentración de riqueza en flagrante dialéctica al bienestar de las mayorías – no puede ser acometido sin la consecución de la unidad. Ningún estado puede hacer frente a poderes corporativos globalizados. Sucumbe ante la fuerza degradatoria de dichos poderes, a través de la propaganda, la corrupción, la evasión y otras variadas pero igualmente deleznables técnicas.
El mejor modo de acometer este gran desafío es complementarse, integrarse, aliarse, unirse.
Una Integración 3.0 (o de tercera generación)
Hasta ahora, en América Latina se han desarrollado dos modalidades integradoras, más allá de matices relativos. Una tendencia ha sido la de priorizar alianzas de corte económico. La otra, más reciente, ha incorporado el interés social, el desarrollo humano y ha ido aumentando la densidad de la institucionalidad política.
El recrudecimiento actual del divisionismo, representa una oportunidad de desafiarlo y profundizar la integración: generar un nacionalismo de nuevo cuño, no limitado por fronteras derivadas de las repúblicas latifundistas de orden y mentalidad colonial, sino un nacionalismo internacionalista, un nacionalismo hacia el futuro, un nacionalismo intencional, acometiendo el reto de la nación latinoamericano caribeña.
Esta integración de tercera generación implica una ciudadanía común como paso hacia la formación de una identidad común. Identidad que no puede basarse en los supuestos de Estados forjados en la supresión de identidades originarias y la alienación cultural y religiosa dictada por las metrópolis coloniales. Dicha identidad común podrá nacer del reconocimiento de la diversidad cultural y del anhelo de compartir lo mejor de ella con otros y recibir de otros lo mejor de sus logros culturales hacia un genuino mestizaje no impuesto.
La nueva nación latinoamericana, para ser expresión plena de los derechos humanos deberá restringir los derechos del capital y su acumulación, tema que será un punto central de su futura constitución plurinacional regional.
Dicha constitución acogerá los reclamos hoy ya mayoritarios para transitar de la actual democracia irreal a la real, poniendo como uno de sus elementos centrales el derecho a la comunicación popular, es decir la democratización efectiva de la comunicación, impidiendo así la manipulación y uniformización de la opinión pública y política.
¿Cómo podrá avanzarse en esta dirección, seguramente querida por millones de personas en NuestrAmérica? ¿Cómo podrá vencerse la actual negativa correlación de fuerzas y la no coincidencia de signos políticos en los actuales gobiernos en el ámbito regional?
Desde la inercia, los que pierden protagonismo son los organismos regionales que, como nunca, deberían estar especialmente activos ante las nuevas circunstancias continentales. Si se lee con atención las 27 páginas de la resolución final del encuentro -una buena agenda temática-, se puede constatar que no hay alusión ninguna a las nuevas circunstancias que enfrentará América Latina a partir de la recién instalada administración estadounidense, que ese mismo día firmaba el decreto para la construcción de un muro fronterizo entre México y Estados Unidos.
Quizá, a la luz de la nueva realidad, los dirigentes de nuestros países, progresistas y/o neoliberales, se den cuenta que sólo en la unidad de acción la región podrá enfrentarla, que México deje de mirar hacia el Norte, que los partidarios del librecomercio asuman que éste no es ya factible por más cipayismo que muestren, que…
La misma unidad que se reclama como objetivo es la herramienta para el avance. Entonces, habrá que avanzar con los que quieran, con esos países en los que sus pueblos van logrando efectivamente un incremento de su poder social constituyéndose en vanguardia del proceso, dejando la puerta abierta para los que luego seguramente querrán. Esto no impide que continúen las construcciones de velocidad menor, con acuerdos de “buena vecindad”, lo cual, con el tiempo, dejará de llamarse – impropiamente – “integración”.