Las conversaciones durante un día en Buenos Aires con taxistas, mozos, clientes de un bar o pasajeros de avión, pueden ser agobiantes. Pero en este relato, el autor -periodista, y coautor de la ley de servicios de comunicación audiovisual- trata de observar qué es lo que esas voces revelan, acerca de lo que pasa en el país político.

Por Sergio Fernández Novoa

“En el vasto campo de la intriga hay que saber cultivarlo todo: hasta la vanidad de un necio”.                                                                                             Pierre-Augustin de Beaumarchais
 

Que formamos parte de una sociedad compleja es algo que descubrimos hace rato y que podemos comprobar en distintos momentos. Tanto cuando repasamos nuestra historia (pienso en el apoyo que tuvo Videla el 24 de marzo de 1976, pero también puedo ir más atrás) como el presente (la elección de Mauricio Macri como presidente de la Nación y su gobierno de CEOs). Pero unas pocas horas en la Buenos Aires tórrida de enero, me alcanzaron para entender que esa complejidad es inseparable de la confusión que ella misma genera.

Mi periplo (¿debería escribir “mi desazón”?) comienza a mediamañana, con el viaje desde el Aeroparque Jorge Newbery hasta el centro porteño. El taxista, un tipo locuaz hasta el exceso, enfrentó la Autopista Illia, colapsada, sin guardarse nada: «Seguro qué hay algún piquete. Al final lo voté a Macri para que los pase con un tanque por encima y estamos igual que antes».

Mientras miraba por la ventanilla la fila interminable de automóviles inmóviles y trataba de calcular cuán tarde llegaría a destino, un montón de respuestas se me atragantaban en el comienzo mismo de la garganta, pero ninguna de ellas se dejó oír. Ya lo decía mi Viejo, para qué discutir con alguien con semejantes intenciones.

En mi ayuda vino una llamada ya no recuerdo de quién. Me puse a hablar por teléfono. Creo que de algo que escribí o leí, tampoco importa. La buena noticia, después de todo, era que el tránsito se hacía fluido. La mala, que el taxista estaba más preocupado por escuchar lo que yo decía que por manejar. «Usted es periodista, político o algo de eso ¿no?». Con más ganas de responder al primer exabrupto que a lo que me estaba preguntando, concedí: «Algo de eso».

«¿Y? ¿Cómo ve la cosa?», arremetió sin importarle mi laconismo. Me refugié en el silencio, que es lo mejor que sé hacer cuando no me quiero pelear con alguien. Pero no le importó, e insistió con la misma vehemencia que pone una boa en tragar a su presa.

«Este tiene buenas intenciones, no es chorro, como los otros. No lo necesita. Si nació lleno de oro, usted sabe. Eso sí, hasta ahora no embocó una. No hay un mango en la calle, pero ya es un avance que no roben. Hay que darle tiempo…».

Mientras bajaba del taxi, sin siquiera esperar el vuelto, me acordé de un amigo que con divertida amargura sentenciaba: “En Buenos Aires, los tacheros son todos fachos”. Hasta me dieron ganas de reír, si no fuera por la sensación de que aquel “corpus de ideas” bordea siempre la tragedia.

Cuando llegué a la reunión que tenía prevista, me avisaron que estaba retrasada. No pude dejar de imaginarme a mis colegas atrapados en algún atasco de tráfico, soportando con estoicismo la diatriba de esos verdaderos choferes de Mussolini, como el que me había tocado.

Elegí hacer tiempo en un bar de Recoleta. Había allí una mujer (algunas mesas más allá de la mía), que pronunciaba la palabra yegua cada dos minutos, igual que esos adolescentes que dicen boludo hasta cuando tienen que poner una coma. Es cierto, no puedo asegurar que se refería a quien yo creo, tal vez por su insistencia en citar a la madre que los re mil pario a todos los equinos.

El mozo vino en auxilio de mi salud mental. Me conoce de otros tiempos. El mundo es chico y los mozos suelen ser amigables, más aún cuando hay una relación asidua. A lo mejor porque se nutren de la filosofía del café. Tal vez porque no están encerrados catorce horas en un auto, algo que nubla hasta al más lúcido. Lo ignoro.

Tras los saludos de ocasión, y, a esa altura, el imprescindible requerimiento gastronómico, el hombre vuelve sobre sus pasos y recuerda aquellos días en que yo frecuentaba el bar. Eran los tiempos en que trabajaba en lo que después sería la ley de servicios de comunicación audiovisual.

«Otra vez como antes ¿no?”, larga como si se hubiera puesto de acuerdo con el taxista en querer oír mi opinión. No estoy muy decidido, pero a él no le importa, al contrario, parece estimularlo la parquedad. “Lo que pasa es que Macri siempre se llevó bien con Clarín y tenía que devolverle favores. Y la Cristina se equivocó mucho. Se peleaba con todos y cansaba a la gente hablando todo el día».

El mozo me mira con la misma preocupación que tiene el médico que no sabe si atribuir el silencio del paciente a una sordera que hasta entonces desconocía, o a que entró en estado catatónico. Imperativo, levanta la pera dos o tres veces, como si sufriera un tic nervioso. Me doy cuenta que es inútil mirar por la ventana a esos pibes que reparten volantes bajo un sol abrasador disfrazados de empanada.

«Pero decime –le formulo sin mirarlo, por temor a que corra una silla y se siente enfrente mío- ¿acaso no estabas mejor hasta el año pasado? Vos, tu familia…Los clientes que vienen acá, qué dicen».

«Y bueno jefe, la cosa está dividida. Todos coinciden que había más plata pero ahora se ve que no era real. Además, cuántos López más debe haber. No sé, está jodido, pero éste siempre sale bien parado, es un tipo exitoso…».

Cuando abro la boca para contarle, el tipo ya no estaba. La mujer de la mesa de al lado, la de la yegua, sacude indignada la cuenta, como si en un trozo de papel tan pequeño pudiera entrar una injuria demasiado grande.

Cuando vuelvo a la reunión,estoy tentado de contar mi experiencia con el tachero y con el mozo, pero temo la mirada sobradora de algún porteño que me diga: “¿Y?, la novedad, cuál es”. A lo nuestro, entonces.

Se trata de observar el funcionamiento de una plataforma que en tiempo real realiza, entre otras muchas cuestiones, mediciones de gestión de dirigentes de cualquier lugar del planeta. Se basa en lo que se llama ‘big data’. Un sistema que está relevando todo el tiempo las conversaciones en las redes sociales y que permite conocer aquello que a uno le interesa. Si paga el servicio, claro.

El primer ejemplo que me muestran es justamente el del presidente de los argentinos. Más de 50.640 conversaciones sobre Mauricio Macri en las últimas cuatro semanas. En esas charlas digitales, un 62% habla de su ineptitud para gestionar; el 71% menciona su falta de autoridad; el 97% enfatiza su insensibilidad social; el 93% señala que no defiende lo nacional, por mencionar solo algunos de los datos negativos. Entre los positivos, el 58% resalta su experiencia de gestión; el 81% el respeto por las instituciones, y un 98% su capacidad como estratega.

En ese momento, con la voz del taxista y del mozo todavía merodeando dentro de mi cabeza, sentí que los argentinos no estábamos tan próximos al suicidio político, que es algo así como el genocidio social y cultural que promueve el neoliberalismo.

Sin embargo, todo lo que viví desde que bajé del avión, me hizo dudar. Lo que quedaba era una gran confusión, alimentada por una realidad compleja que no acabamos de discernir o, para ser más precisos, que no todos discernimos de la misma manera.

En todo eso pensaba de vuelta al Aeroparque, ahora ayudado por el silencio de un taxista que tal vez era nuevo en el gremio, o bien había completado su cuota de análisis político y se entregaba a tararear un tango triste y llorón.

El avión estaba en horario hasta que una tormenta eléctrica nos demoró una hora dentro de la aeronave. A mi lado, una joven que volaba por primera vez no podía ocultar el miedo. Iba a visitar a su hermana que vive en Neuquén, y nuestra conversación le ayudó a disipar la angustia que le provocaba el vuelo en ese contexto de inclemencia meteorológica.

Advierto que en su tableta tiene una imagen del Che, y se lo señalo con un gesto de aprobación. Me cuenta que su padre lo admira mucho. «Es que a mi Viejo le gusta la política y se enoja porque a nosotras nos aburre, en realidad no nos importa».

Adivina algún gesto de mi parte y explica: «Por suerte ahora tenemos a Macri, y los que están con él que no hablan de política, hablan de las cosas que nos interesa a la gente».

El despegue fue tan movido que interrumpió el diálogo. Mientras ella se agarraba al asiento como si estuviera en una montaña rusa, yo pensaba en Brecht: “El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, ni participa en los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio del pan, del pescado, de la harina, del alquiler, de los zapatos o las medicinas dependen de las decisiones políticas”.

Miré a la chica pero no le dije nada. Me puse los auriculares, escuché música y descansé. El vuelo fue tranquilo. El día había sido largo, demasiado largo.

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