Los memorandos sobre torturas dados a conocer por la Casa Blanca han generado asombro, indignación y sorpresa.
El asombro y la indignación son comprensibles, en particular el recientemente publicado Informe del Comité Senatorial de las Fuerzas Armadas sobre Trato a los Detenidos.
En el verano de 2002, como revela el informe, interrogadores en Guantánamo fueron sometidos a una presión creciente de los niveles superiores en la cadena de mando para establecer un vínculo entre Irak y al Qaeda.
La aplicación de waterboarding (o «el submarino»), entre otras formas de tortura, finalmente permitió obtener «la evidencia» por parte de un detenido, misma que fue usada para ayudar a justificar la invasión BushCheney de Irak el año siguiente.
Pero, ¿por qué la sorpresa acerca de los memorandos sobre la tortura? Incluso sin que hubiera una investigación, era razonable suponer que Guantánamo era una cámara de torturas. ¿Qué otra razón habría para enviar a prisioneros a un lugar donde pudieran estar más allá del alcance de la ley, incidentalmente, un lugar que Washington está usando en violación de un tratado que Cuba se vio obligada a firmar bajo la amenaza de las armas? El razonamiento de que era cuestión de seguridad es difícil de tomar en serio.
Una razón más amplia de por qué debería haber escasa sorpresa es que la tortura ha sido una práctica rutinaria desde los primeros días de la conquista del territorio nacional, y más tarde aún, cuando las incursiones imperiales del «imperio infante» -como George Washington llamó a la nueva república- se extendió a las Filipinas, Haití y otros lugares.
Además, la tortura fue el menor de los muchos crímenes de agresión, terror, subversión y estrangulación económica que han oscurecido la historia de Estados Unidos, en buena parte como ha sucedido con otras grandes potencias. Las revelaciones actuales de tortura apuntan una vez más al conflicto entre «lo que representamos» y «lo que somos».
La reacción ha sido vehemente pero en formas que hacen surgir algunos interrogantes, Por ejemplo, el columnista Paul Krugman, del New York Times, uno de los críticos más elocuentes y francos de las fechorías de Bush, escribe que «antes éramos una nación de ideales morales» y que nunca antes de Bush «nuestros líderes habían traicionado tan totalmente lo que nuestra nación representa».
Para decir lo menos, este popular punto de vista es una versión bastante parcial de la historia. Es un artículo de fe, casi una parte del credo nacional, que Estados Unidos es una nación moral, a diferencia de otras grandes potencias, pasadas y presentes: la noción que es llamada el «excepcionalismo americano».
Un correctivo parcial podría encontrarse en la historia recién publicada del periodista británico Godfrey Hodgson, The Myth of American Excepcionalism (El mito del excepcionalismo estadounidense ). Hodgson llega a la conclusión de que Estados Unidos es «sólo un gran, pero imperfecto país», como tantos otros.
Roger Cohen, columnista del International Herald Tribune, al comentar el libro en The New York Times, se muestra de acuerdo en que la evidencia apoya el juicio de Hodgson, pero difiere de su punto de vista en un punto fundamental: Hodgson no alcanza a comprender que «América (Estados Unidos) nació como una idea, y en consecuencia tiene que llevar esa idea hacia adelante».
La idea está revelada por el nacimiento de Estados Unidos como una «ciudad en una colina», escribe Cohen, «una noción inspiracional» que reside «profundamente en la psiquis americana».
En pocas palabras, el error de Hodgson es que está limitándose a «las distorsiones de la idea americana en décadas recientes».
Volvamos la mirada, entonces, a la «idea» de Estados Unidos.
La frase inspiracional «ciudad en una colina» fue acuñada por John Winthrop en 1630, pidiéndola prestada del Evangelio y delineando el futuro glorioso de una nación nueva «ordenada por Dios».
Un año antes, su Colonia de la Bahía de Massachusetts estableció su Gran Sello. En él aparece un indio con un pergamino que sale de su boca. En él se ven las palabras, «Come over and help us» («Vengan acá y ayúdennos»). Los colonos británicos eran, pues, humanistas benevolentes, que respondían a los ruegos de los miserables nativos que deseaban ser rescatados de su amargo destino pagano.
Esta declaración temprana de «intervención humanitaria», para emplear el término actualmente popular, resultó muy similar a sus sucesoras, al llevar horrores en su ruta.
Algunas veces hay innovaciones.
Durante los 60 años pasados, víctimas en todo el mundo han soportado lo que el historiador Alfred McCoy describe como «revolución en la cruel ciencia del dolor» de la CIA, en su libro publicado en 2006 A Question of Torture: CIA interrogation, from the Cold War to War on Terror (Un asunto de tortura: Interrogatorios de la CIA, desde la Guerra Fría hasta la guerra contra el terrorismo).
Con frecuencia la tarea de torturar es subcontratada a subsidiarias. Pero el llamado «submarino» es uno de los métodos con décadas de antigüedad que aparece con escasos cambios en Guantánamo.
La complicidad en la tortura frecuentemente aparece en la política exterior de Estados Unidos. En un estudio realizado en 1980, el científico político Lars Schoultz encontró que la ayuda estadounidense «ha tendido a fluir en forma desproporcionada hacia gobiernos de América Latina que torturan a sus disidentes… a los relativamente atroces violadores de los derechos humanos».
El estudio de Schoultz y otros que llegaron a conclusiones similares precedieron los años Reagan, cuando el tópico no valía la pena de ser estudiado porque las correlaciones eran tan abrumadoramente claras. Y esa tendencia continúa estando presente sin modificaciones significativas. No es de extrañar, entonces, que el Presidente nos aconseje mirar hacia adelante, no hacia atrás: sin duda una doctrina conveniente para aquellos que tienen en sus manos los garrotes. Los que son golpeados por ellos tienden a ver el mundo en forma diferente, para nuestro gran fastidio.
Entre los imperios, el «excepcionalismo» está cerca de ser universal. Francia estaba aclamando su «misión civilizadora» mientras el ministro francés de Guerra hacía un llamado para «exterminar la población indígena de Argelia».
La nobleza británica era «una novedad en el mundo», declaró John Stuart Mill, al tiempo que urgía a esta potencia angélica a no postergar más tiempo su liberación de la India. El ensayo clásico de Mill, A Few Words About Non-Intervention («Unas pocas palabras acerca de la no intervención») fue escrito inmediatamente después de la revelación pública de las aterradoras atrocidades de la Gran Bretaña al suprimir la rebelión de 1857.
Tales ideas «excepcionalistas» no son sólo convenientes para el poder y el privilegio, sino también perniciosas. Una razón es que tales ideas anulan crímenes reales que están ocurriendo. La masacre de My Lai durante la Guerra de Vietnam fue un mero pie de página para las vastamente mayores atrocidades de los programas de pacificación posteriores al Tet. El allanamiento de Watergate que hizo caer a un presidente de Estados Unidos fue sin duda un acto criminal, pero el furor que generó desplazó crímenes internos y en el extranjero que fueron incomparablemente peores: el bombardeo de Camboya, para mencionar sólo un horrible ejemplo.
Muy habitualmente, las atrocidades selectivas tienen esa función.
La amnesia histórica es un fenómeno muy peligroso, no sólo porque socava la integridad moral e intelectual, sino también porque prepara el camino para crímenes que se encuentran más adelante.