A horas apenas de haberse firmado la paz entre la guerrilla más antigua de la región y el gobierno colombiano, casi como un símbolo del cierre de un gran ciclo de insurgencias armadas en la historia latinoamericana, se despidió del escenario uno de sus principales protagonistas, el comandante Fidel Castro Ruz.
Pero no se puede hablar de Fidel sin hablar de su amada Cuba, de siglos de expolio colonial, de zafras, ingenios y trapiches, de tabacales y azotes, de generaciones de esclavos, de vergonzosos hacendados enriquecidos a costa del sufrimiento, del esfuerzo y del dolor de otros.
Por eso, hablar de Fidel es contar la independencia, es recordar a Céspedes (padre), a Maceo, a García, a Gómez y cientos más, pero sobre todo es, una y otra vez, rememorar la inmensa influencia del gran poeta y revolucionario José Martí, cuyos versos “de un verde claro y de un carmín encendido” hicieron restallar el corazón de quienes, a cien años de su nacimiento, se dieron a la gesta histórica de derrumbar la tiranía de Fulgencio Batista y desatar los nudos de plomo de la dominación gringa.
Porque hablar de Fidel, es ante todo decir Moncada, es decir Granma y Sierra Maestra, es hablar del Che, de Camilo, de Raúl, de Frank y tantos otros, es rememorar el 8 de Enero y la entrada en La Habana de la Revolución.
Hablar de Fidel, es también hablar de altivez y osadía, es admirar la valentía de quienes, a ínfima distancia de las garras opresoras del águila yanqui, tuvieron que soportar vejaciones, invasiones, atentados, conspiraciones y un bloqueo casi tan antiguo como la revolución, cuyo propósito no fue ni es otro que intentar extinguir la llama de la libertad en la isla. Porque no es posible hablar de la revolución cubana si no se habla de asedio y de un mundo dividido y en guerra.
Porque hablar de libertad en Cuba no es vivir en Miami y llenarse la boca de diatribas y el bolsillo de billetes, sino reconocer, ante todo, una obra de humanización en y ante la adversidad. Alfabetizado por completo a un pueblo en el que cinco de seis eran iletrados, liberándolo de la malnutrición y ostentando hoy el índice más bajo de mortalidad infantil de la región. Hablar de libertad es contar con educación y medicina de avanzada y es ayudar a liberar a otros.
Porque hablar de Fidel es también recordar el apoyo solidario de la revolución cubana a los movimientos de liberación en África, es hablar de Angola, Etiopía, Congo, Guinea Bissau, Namibia y Mozambique, es hablar de devolver dignidad a los usurpados, a los esclavizados y maltratados. Y también, es devolver la vista a miles de pobres, es combatir epidemias en África, es prestar ayuda médica en más de cien naciones del planeta. Hacer libertad – y no tan sólo hablar – es dar ejemplo de compartir aquello que se tiene para favorecer a otros pueblos. Fidel y Cuba han globalizado la solidaridad y no el despojo y la depredación.
Y decir Fidel, es también recordar cómo una enorme cantidad de jóvenes se sintió llamada a luchar por los derechos de las mayorías con la palabra, con la organización, con la protesta y la demanda popular – y, ante la persecución, la proscripción y la violencia infinita de tiránicos sátrapas – vio a partir del éxito de la revolución cubana como única posibilidad el camino heroico y trágico de la sublevación armada.
La represión de aquella oleada de rebeldía trajo infinitos dolores pero también dio a luz esperanzas y triunfos, marejada revolucionaria que animó las mejores aspiraciones del gobierno socialista de Allende y la victoria sandinista en Nicaragua, que continúa hoy viva en la Venezuela de Chávez y Maduro, en el gobierno del FMLN salvadoreño, en la Bolivia de Evo, que ha bañado con su oleaje transformador las playas de la memoria de los actores de la Revolución Ciudadana en Ecuador, los gobiernos del PT en Brasil, las mejores aristas de la argentina kirchnerista y del Frente Amplio uruguayo, que ha impulsado los breves intentos de romper el cerco en Honduras y Paraguay y que continuará viviendo, con distintos matices, en la conciencia libertaria de millones de latinoamericanos que saben que otro estilo de vida y de organización social son necesarios, imprescindibles y sobre todo, posibles.
Hablar de Fidel es hablar de soberanía y hablar de integración regional, de resistencia y de acción frente a la injusticia, es hablar de cambio y de rebeldía frente a la violencia del sistema y la aparente determinación de lo dado. Se pueden decir muchas más cosas, pero hablar de Fidel es, sobre todo, hablar de revolución.
Y dicen que ha muerto Fidel, cosa que es sencillamente imposible. Porque, ¿pueden acaso morir las revoluciones?