Los tipos que había antes acá, los que sí nacieron acá, son una amplia variedad de pueblos indígenas que siguen en tierra de nadie, que son parte de los que botó la ola y no tuvieron que independizarse nunca, porque nunca tuvieron dominadores. Con los años el sistema voraz los absorbió anulándolos. Hasta casi desaparecer.
Casi, porque si hay algo que hasta en los libros de historia escolar nos enseñaron es que el pueblo mapuche no se rendía nunca. Y lo que era motivo de orgullo, “el único pueblo que no sucumbió ante los españoles”, ahora es un cacho de estado, un tema de trastienda, un conflicto que ni siquiera se debería pasar por televisión. Y no hay bandera gigante, espectáculo pirotécnico ni centros culturales a medio camino que puedan acallar el grito hambreado de los mapuches.
El mejor Bicentenario que podría tener Chile, sería el del perdón. Una celebración como corresponde, con el orgullo chauvinista de siempre, con los himnos, las banderas y la cueca. Pero con perdón a los pueblos originarios, con un mea culpa que serviría para poner en los ciudadanos la idea indiscutible de que no hay Chile sin mapuches.