Estamos aislados, encapsulados y embarbijados. No podemos saludar sino a la distancia y nos aconsejan quedarnos en cada casa. No en “nuestras” casas porque si no podemos abrirlas a los amigos, no son nuestras. La “autoridad” nos dice qué debemos hacer, a dónde no viajar y cuán lejos -un par de metros- es la distancia social para negociar con otro algo rápido -lo indispensable- y seguir nuestro camino. De conversar, ni hablemos.
Las escuelas se cierran y se abren a voluntad de la autoridad. Eso es lo peor: que se cierren y se abran. Porque si sólo se cerraran nos organizaríamos para saltar por encima de esa contingencia. Pero no, se cierran, se abren y se cierran y nos tienen pendientes del próximo discurso del ministro de salud, del discurso del presidente, de las noticias. Estamos en sus manos.
No piensen que esto pasa en algún país en particular. No es bueno pensar en esos términos. Pasa si, en lugares particulares pero podrían ser otros con el tiempo. Son ensayos de sometimiento de las poblaciones por el miedo y si a un país no le toca en esta, será en la próxima ocasión. No desesperen, prometen que habrá para todos.
Para esta fiebre han elegido a México pero pudieron habérsela cargado a otro país. De hecho, los chanchos, los cerdos, los puercos que provocaron este brote de “fiebre porcina” son propiedad de empresarios estadounidenses. A México le tocó en suerte. El próximo ensayo puede ser en Asia, en África o Suramérica.
No creamos que tenemos algo especial porque aquí (en este lugar donde por azar cada uno vive) no hay afiebrados porcinos, o hay pocos, o hay uno menos que en otro lugar.
El miedo -en sus comienzos- es la más razonable de las emociones. Se disfraza de cautela y tiene aires de responsabilidad. Frente a esta contingencia hemos sido inicialmente precavidos y estuvo bien. Pero recordemos que, cuando se esparce, despierta comportamientos paranoicos y se convierte en pandemia. El miedo es el elemento pandémico.
Un viejo relato -he olvidado de quien es- narra que un viajero que salía de su ciudad se encuentra con la muerte que llegaba. Dialogan y la parca le comenta que va “a buscar mil almas”. Tiempo después vuelven a cruzarse y el caminante le increpa: “¿Por qué me engañaste? Te llevaste muchos miles de almas”. Y la muerte le respondió: “Te equivocas, tomé sólo mil. A las otras se las llevó el miedo”. En uno de los temblores de tierra que han estremecido mi infancia y adolescencia en Villa Dolores pude ver que rara vez alguien moría aplastado. A más de derrumbarse la torre de la iglesia y alguna casa vieja caían los que sufrían del corazón, o tenían picos de tensión, o eran tan viejos que esperaban un pretexto. Se los llevaba el miedo.
Esta pandemia es de miedo. Está exagerada y nos aísla a unos de otros. Es la propaganda del “cochino” sistema para mantenernos ocupados y echar humo sobre la crisis mundial y, sobre todo, para que no se vean con claridad las medidas que están tomando. La exageración es sobre una base de realidad y ahí reside su eficacia. No es un invento, no sabemos cómo se inició este problema pero su manipulación es evidente.
En estos días, en otros blogs y en portales que no aceptan las notas interesadas de los medios de comunicación, circuló el comentario nostálgico de la necesidad de los abrazos. Se ha recordado, como corresponde, a la norteamericana Virginia Satir: “son necesarios cuatro abrazos al día para sobrevivir, ocho para mantenernos sanos y doce para crecer”. En lo posible de y a diferentes personas. Hagamos eso: abracemos a las personas amadas, la pareja, los hijos, las y los amigos. Varias veces. A ver si la fiebre nos vale para algo. Y crecemos.
Un abrazo enorme y muy sentido para los amigos mexicanos.
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